Afganistán: puerta vencida

Por: Vicente Plédel y Marián Ocaña (Texto y fotos)
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Hace 25 siglos, el célebre viajero Herodoto comprendió que para describir y entender el mundo tenemos que salir de nuestro entorno cotidiano y viajar. Conocer lugares y personas que nos relaten sus historias en su propio ambiente. Siguiendo la pauta de este gran historiador griego nos vamos a trasladar a un insólito país de Asia Central. Experiencia que nos va permitir sumergirnos en una realidad abrumadora de sensaciones y emociones.

Afganistán está ahí mismo, a nuestros pies, pero al igual que en un mal sueño, lo inmediato se convierte en inalcanzable. En la nebulosa del sueño viajero que tenemos frente a nosotros reina el caos. Los victoriosos mujaidines, ahora espíritus confusos embriagados de lucha, se destruyen entre ellos y aniquilan todo lo que se mueva en su territorio tribal. Miro la hora en el reloj… marca 1992. El minutero señala otoño. En el empeño de querer romper el sueño viajero con un despertar en Afganistán ¿nos habremos despertado demasiado pronto? Ante lo inevitable, dejamos que nuestros ojos se cierren lentamente y el dulzor de la oscuridad nos invade en espera de un despertar menos turbador mientras oímos como se cierra la puerta.

Para los talibanes todo está prohibido excepto el rezo.

El sueño es agitado, estamos incómodos, el cuerpo nos reclama un nuevo despertar y abrimos de nuevo los ojos lánguidamente. Miramos el reloj y la hora señala el año 2000, el minutero indica primavera. Como buen sueño recurrente, nos encontramos en el mismo lugar, en el paso de Khyber: Pakistán a nuestras espaldas, Afganistán a nuestros pies. El país no está en llamas, la paz impera, el Reino del Caos ha terminado pero el poder que lo ha conseguido es el lado oscuro del Islam… sumiendo el país en un Reino de Tinieblas. Para los talibanes todo está prohibido excepto el rezo. La música, el cine y la televisión han sido proscritas por degenerar a los puros, es delito tararear una canción, todas las celebraciones son condenadas por inmorales, las mujeres enterradas vivas entre muros por impuras, las efigies de los museos destruidas por herejía, la risa controlada por si implica depravación, los colegios cerrados, los libros quemados, las constantes ejecuciones convertidas en actos sociales educativos… y los viajeros extranjeros tienen prohibida la entrada porque nada tiene que perturbar el «nuevo orden» cerrándonos bruscamente la puerta en nuestras narices.

Los viajeros extranjeros tienen prohibida la entrada porque nada tiene que perturbar el «nuevo orden»

De nuevo una puerta infranqueable, de nuevo la pesadilla infantil de correr y correr y nunca avanzar. Un golpe seco nos sobresalta. ¿Será el despertador? ¿Qué hora es? Abrimos los ojos rápidamente. Un hombre de uniforme nos entrega abiertos unos cuadernillos granates con un «Welcome to Afghanistan!». Miramos nuestros pasaportes y ahí están los sellos recién acuñados que marcan el momento histórico que nos abre una compleja puerta tras una larga noche de muchos años. ¡Por fin logramos entrar en Afganistán!

En la polvorienta encrucijada a 1080 metros de altitud del Paso de Khyber suena música en el chamizo que hace las veces de aduana afgana. Hay revistas sobre la mesa, risas de fondo, muchas mujeres con burqa pero otras tan solo con un velo sobre el pelo, los comercios son extremadamente bulliciosos y las mujeres pueden desplazarse solas. Los talibanes mordieron la fruta prohibida el once de septiembre del año 2001 y una fuerza internacional derrocó fulminantemente un siniestro gobierno que aterrorizaba a su propia población y amenazaba con su violencia indiscriminada a demasiados países.

 Estamos en una región muy inestable, incluso en Pakistán el estado ha tenido que llegar a un acuerdo con los insumisos pashtuns

El paso de Khyber, insalvable farallón en anteriores ocasiones, se ha mutado en una puerta abierta gracias al visado que hemos conseguido en la embajada de Afganistán en Islamabad. Estamos en una región muy inestable, incluso en Pakistán el estado ha tenido que llegar a un acuerdo con los insumisos pashtuns en los territorios de la Federación Tribal al oeste del país. Los pashtuns se comprometen a respetar las leyes pakistaníes en las carreteras y en una franja de 15 metros a cada lado pero más allá el gobierno no tiene derecho a intervenir y la ley es regida por el «pathanvali» -código tradicional de los pathans desde la edad media- basado en el honor, la ley de talión y la hospitalidad. Los pashtuns, mayoría en Afganistán y en los territorios tribales occidentales de Pakistán, confían mucho en sí mismos y muy poco en los demás. Se comprende bien al ver toda la ruta al paso de Khyber repleta de «q’ala», grupos de viviendas encerradas sobre sí mismas, con altas paredes de barro y grandes rejas de hierro.

La Ruta de la Seda cruzó este indómito territorio dejando a su paso los vestigios étnicos de todos aquellos que pisaron sus tierras

Ningún extranjero se puede desplazar sin escolta desde Peshawar hasta la frontera afgana y, mientras recorremos una vez más el legendario paso, apretujados en un pequeño microbús con nuestro escolta armado y doce pasajeros más, visualizamos entre curva y curva a los ilustres espectros del pasado que surcaron durante su densa historia la sinuosa ruta. Darío, el persa y Alejandro, el macedonio, que consiguieron cruzarlo con sus poderosos ejércitos; el temido y demoledor Genghis Khan y sus arrolladoras hordas hasta inolvidables viajeros como Marco Polo. Pero fueron los musulmanes los que, después de mil años de presencia, han dejado la huella más honda en su heterogénea población. La Ruta de la Seda cruzó este indómito territorio dejando a su paso los vestigios étnicos de todos aquellos que pisaron sus tierras y decidieron quedarse en ella.

Nos bajamos del coche pero repentinamente desorbita sus ojos recitando todo su repertorio en inglés: «No, no, don’t go, don’t go, problem, problem»

En la parada de microbuses de Torkham, una frenética algarada de gesticulantes conductores que vociferan sus destinos, alquilamos un vehículo privado para nosotros solos con la idea de que el conductor no tenga prisa por llegar a destino. Vestidos con indumentaria musulmana nos detenemos en bulliciosos mercados, accedemos a pequeños pueblos, alternamos con nómadas en sus coloridos campamentos que engalanan el río Kabul. Sentados en el suelo de desvencijadas barracas, que indulgentemente nuestro conductor llama «restaurant», comemos inciertos estofados que salen de costrosos pucheros humeantes. Los meses en Pakistán nos tienen que haber blindado el estómago, todo nos sabe a gloria y nada nos indispone. Cuando señalamos un espectacular meandro del río Kabul el conductor nos acerca, nos bajamos del coche pero repentinamente desorbita sus ojos recitando todo su repertorio en inglés: «No, no, don’t go, don’t go, problem, problem»… No sabemos ni nunca sabremos lo que había visto pero le hacemos caso, nos metemos raudos en el vehículo y dejamos el lugar. Afganistán no es un país para pasearse alegremente y ya estamos arriesgando demasiado. Un poco más allá… vislumbramos Jalalabad, enclave neurálgico que se empeña en controlar la puerta a montañas y valles incontrolables.

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Comentarios (2)

  • Javier Brandoli

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    Gran relato y gran historia. Viajar puede ser una voluntad y un deseo. Afaganistán es especial por maldito por negar eso, la voluntad y el deseo del viajero. Felicidades!

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  • Raúl

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    Pendiente tengo este país, para mi, desconocido. Buen relato.
    Un abrazo!

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