Alaska: el fin de una vuelta por la historia en moto

Por: Texto: Miquel Silvestre Fotos: M. Silvestre/ A. Sornosa
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Valdez es el final de la Ruta Exploradores Olvidados. Para terminar la vuelta al mundo aun tendré que llegar hasta Nueva York, en la costa este, y luego mandar la moto a España, pero alcanzar Valdez, ciudad que ya tengo a pocos miles de kilómetros, supone culminar un proyecto personal que me ha llevado sobre Atrevida, mi BMW R 1200 GS, a Cabo Norte para recordar a Al Ghazal, embajador de Abderraman II a los vikingos en el siglo IX; a Budapest, por el recuerdo de Ángel Sanz Briz, diplomático español que salvó 5.200 judíos del Holocausto; a Etiopía para encontrar la tumba de Pedro Páez, jesuita que descubrió las Fuentes del Nilo Azul; a India, para visitar en Goa el sepulcro de San Francisco Javier, misionero en Asia; a Nepal para rendir homenaje a Iñaki Ochoa de Olza, alpinista fallecido intentando el Annpaurna; y también me ha convertido en el primer español en llegar en moto a Filipinas para recordar a Magallanes, muerto allí en 1521, a Urdaneta, que documentó el modo de regresar a Nueva España, y a Miguel López de Legazpi, que fundó Manila.

Desde Manila salté a Canadá y recorrí las islas de Vancouver y Galiano, nombradas así en honor a Dionisio Alcalá-Galiano, primer europeo que recorrió el Estrecho de Georgia. Y ahora, por fin, me dirijo a Valdez, puerto pesquero sito en el rico delta del Río Cooper, puerta del Glaciar de Prince Williams Sound, y final del famoso oleoducto de Alaska. Fundado en el siglo XVIII por Salvador Fidalgo, el topónimo en castellano más septentrional del mundo representa el límite de la exploración española en Norteamérica.

El topónimo en castellano más septentrional del mundo representa el límite de la exploración española en Norteamérica

Pero no llegaré solo. Me acompañan otros tres viajeros que han querido homenajear nuestro pasado explorador. Domingo Ortego, Alicia Sornosa y Fernando Quemada, quien será el primer español en recorrer íntegros los cinco continentes en un solo viaje. Nos vamos adelantando unos a otros para filmar y de vez en cuando detenemos la marcha para rodar una escena colectiva. Me siento sobre una nube y la emoción es intensa, pero en ocasiones regreso a la fría objetividad del cazador de imágenes. Es un vaivén curioso. Resulta difícil de explicar. Es como si a veces no fuera yo quien viviera esto.

Lo que sí es real es la euforia. Viajo sin sentir a lo largo de muchas horas. Creo que mi entusiasmo arrastra a los demás. Y también estos paisajes soberbios que surgen ante nosotros tras dejar atrás el cruce de Glenallen y coger por la Richardson Highway, la carretera más antigua de Alaska que une Valdez con Fairbanks. Estas montañas gigantescas que aparecen al fondo actúan como fuerzas magnéticas. Nos atraen hacia ellas. La carretera es recta. Interminable. Somos cuatro misiles lanzados hacia el horizonte.

Paramos a repostar a unos 100 kilómetros de Valdez. No es una gasolinera, sino un restaurante de madera con surtidor, tienda de regalos, cabinas y una gigantesca roca rodeada por una cadena y un cartel que dice que es la piedra mascota más grande del mundo. El dueño es un hombre calvo y delgado con mucha socarronería. Nos cae bien. Informa de que le dijeron que la ciudad había sido fundada por españoles pero que no queda nada de ese periodo, tal vez debido al terremoto y tsunami de 1964.

Una gigantesca roca rodeada por una cadena y un cartel que dice que es la piedra mascota más grande del mundo

Nos despedimos y tratamos de llegar a destino del tirón. Imposible. El paisaje se hace cada vez más y más grandioso. Tenemos que parar forzosamente cuando subimos a las montañas y aparecen los glaciares azules sobre un fondo de hierba. Es lo asombroso de estas cimas. No son roca desnuda, sino que están cubiertas de prado y la nieve se vetea de verde en una combinación nunca antes vista por ninguno de nosotros.

De pronto topamos con una especie de meseta desde la que se contemplan las montañas y el valle telúrico y profundo. Veo una pista que lleva hasta el borde mismo del risco. No me lo pienso dos veces y me lanzo. La senda no es apenas transitable, está sembrada de piedras, barro y hierba, pero nada me importa. Quiero llegar hasta donde no se pueda más. Estoy borracho de mi propia adrenalina.

Cuando llego hasta el mismo precipicio estoy ebrio, enloquecido, emocionado. El paisaje es tan inmenso, puro y primigenio que ante él me siento tanto su conquistador como una hormiga sin importancia. El valle se cubre de niebla y a los pocos segundos se vuelve a despejar. Un águila lo sobrevuela buscando una presa y el viento es tan frío y limpio que parece cortar. Esto es lo que he venido buscando durante tantos kilómetros.

Estamos aquí. En uno de los lugares más sensacionales del planeta

Me giro y veo que Fernando se ha animado y viene dando tumbos. Cuando llega nos quedamos un momento solos y en silencio. Nos ilumina la luz del norte. Esa luz que nunca se apaga aunque pasen veinte horas. Es impresionante. Es grande. Es real. Estamos aquí. En uno de los lugares más sensacionales del planeta. En Alaska, al borde mismo del Glaciar de Valdez. Aparece Domingo. Viene también excitado, eufórico. Está haciendo cosas que nunca soñó que pudiera hacer. Me doy cuenta de que llegar hasta este mismo cortado tiene algo de rito. Supone un bautismo. Significa ingresar en el credo del aventurero, del perseguidor de emociones.

Miramos hacia el comienzo de la pista. Alicia también se ha decidido. Aunque su moto es demasiado baja. La última parte no puede hacerla sola. El suelo está salpicado de rocas puntiagudas que destruirán los bajos de su motor si circulara sobre ellas. Entre Domingo y Fernando llevan a Descubierta para juntarla con el resto de monturas. Cuando estamos todos juntos, la sensación de comunidad es formidable. Es solo un instante que no durará, pero es un gran instante.

Aquí y ahora están los auténticos exploradores que he venido a buscar

Dentro de poco volveremos a ser individualistas, tipos solitarios, egoístas o vanidosos incorregibles. Pero aquí y ahora solo somos cuatro amigos que han vencido las inclemencias y las dificultades para hollar una cima. Es un momento que puede valer una vida, que justifica todos los esfuerzos y padecimientos. Me doy cuenta de que este es el mejor final que podía tener mi viaje, que prefiero haber venido con ellos que concluir la REO como un anacoreta. Aquí y ahora están los auténticos exploradores que he venido a buscar.

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