Batopilas, pueblo mágico

Por: Enrique Vaquerizo (texto y fotos)
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México se ha llenado de pueblos mágicos.  Es cierto que de magia este país nunca ha debido de andar escaso, pero de un tiempo a esta parte a la Secretaría de Turismo la varita se le ha debido ir de las manos porque se le ha derramado a borbotones por toda su geografía.  Así, de repente y sin control,  como una epidemia. La cosa empezó en  2001 con Huascar de Ocampo, siguió con Mexcaltitán, San Miguel de Allende y por supuesto llegó a Real de Catorce, con todos esos “gringos” hechizados  y atiborrados de peyote. Así hasta un total de 111 pueblos a día de hoy. Todos mágicos.

Para que un pueblo alcance la categoría de mágico se necesita lo siguiente: una plaza más o menos bien conservada, su correspondiente kiosco de música en el centro  e hileras de edificios coloniales de colores a los lados, o en su defecto un enclave resultón y de una antigüedad contrastada. Con todo eso ya se puede llamar al Ministerio de Turismo y este te pone en lista. Meses después,  si  todo va bien, te condecoran con varias subvenciones  y el nombre de tu pueblo impreso en unas enormes letras de plástico. El mamotreto, de colores bien estridentes, pasa a hacerle compañía al kiosco en el centro de la plaza y le dan un aire tan peculiar al sitio que por momentos te hacen plantearte si en vez de en el México colonial te encuentras en Disneylandia.

– ¡Hey tú! Acércate un momento. Si tuvieses que elegir… ¿Dónde colocarías esto?

Batopilas también es un pueblo mágico, aunque no le haga falta que nadie lo certifique. Situado en las profundidades de la Sierra Tarahumara, en el estado de Chihuahua, las escasas calles del pueblo te reciben tras varias horas de carretera serperteante desde Creel, principal centro turístico de la Barranca del Cobre. Batopilas es pequeño y coqueto, encerrado entre cerros pelados que parecen contener un estremecimiento, cubiertos como están, de cientos de cactus erizados en sus laderas.

Batopilas debe ser el único pueblo mágico de México en el que no hay turistas pero sí camionetas de hombres armados

Alrededor del pueblo hay varias atracciones: una misión jesuita,  comunidades de indígenas rarámuris y decenas de plantaciones de marihuana y amapola destinadas a  fabricar heroina.  Batopilas debe ser el único pueblo mágico de México en el que no hay turistas pero sí camionetas de hombres armados y en pasamontaña que entran en las tiendas a comprar helados.

– Estamos dudando si ponerlo junto a aquel banco o allí al fondo donde toca la banda en las fiestas.  Lo que queremos es que se vea.

Yo, en cambio, estoy interesado más bien en que no se me vea mucho. Aunque me habían dicho que últimamente Batopilas estaba tranquilo, nunca se sabe. Sobre todo cuando uno va allí para hacer preguntas. No puedo evitar el sobresalto cuando los tres hombres me llaman y me hacen gestos para que me acerque.

-Lo han traído hace poco y en principio lo colocamos aquí, sólo mientras decidíamos, pero no estamos convencidos de cómo resulta.

Miramos la cosa, proyectamos espacios y perspectivas, posibles combinaciones, como si fuésemos a cambiar el sofá del salón para hacer sitio a la nueva estantería. Tal vez allí, al final de la plaza, entrando desde la derecha…  -me atrevo a sugerir.

B-A-T-O-P-I-L-A-S

La verdad es que no se me ocurre ninguna esquina que pueda mejorar el feng shui urbanístico del pueblo si hay que encajar “esta cosa”.

-No, desde ahí no se vería por la entrada principal, quedaría tras el kiosco, ¿qué iban a pensar los turistas?

En ese momento llega la segunda troca (así llaman a las pick up aquí) llena de chavales enmascarados y con metralletas que aparca frente a la tienda de la plaza. El Comité de Turismo del Ayuntamiento, como así se han presentado los tres hombres de la plaza, indiferente a mi mirada, insiste. Hay que tomar una decisión definitiva; el cartel pesa bastante y no van a estar moviéndolo por todo el pueblo. Quieren una opinión imparcial.

Hay que tomar una decisión definitiva; el cartel pesa bastante y no van a estar moviéndolo por todo el pueblo.

Apenas es mediodía pero la temperatura en el fondo de la Barranca debe rondar los cuarenta grados y convenimos que tal vez lo mejor sería dejar el rótulo donde está. Ante las preguntas me sonsacan que soy periodista. Dicen que algo intuían. Cuento que he venido a hacer un reportaje sobre los indígenas rarámuris, conocidos en todo el mundo por ser unos excelentes corredores de larga distancia que participan en maratones de todo el mundo. He venido para entrevistar a alguno de ellos, en ningún modo a preguntar cosas raras, les aseguro. Sonrío, me sonríen.  En ese momento se oye un silbido y los chicos de los pasamontañas salen de la tienda y se montan en la furgoneta que arranca a toda pastilla hacia las montañas. Más sonrisas.

Estoy de suerte, me informan.  En estos momentos soy el único visitante en el pueblo y les encantaría que fuese el primero en probar algo. No, una nueva atracción para este verano, nada raro. Todo un periodista de viajes como yo… en realidad no saben quién está más de suerte si ellos o yo, aseguran. En la plaza sigue el trasiego. Ahora llegan dos furgonetas cargadas con unos veinte soldados que se bajan, se despliegan por las calles y entran en algunas casas. Unos indígenas rarámuris levantan la cabeza medio adormilados. Dirijo mi mirada hacia un ventanal,  justo en el momento en que  alguien desde dentro lo cierra de golpe.

– ¿Qué atracción es esa?

Juan Pacheco, autopresentado como responsable de desarrollo turístico de Batopilas, señala al cielo.  Luego a un cable, luego al cerro de enfrente. Suda, sonríe.

-¡Tirolina!

El arnés parece nuevo y el cable se comba flácido atravesando todo el pueblo y el río que lo divide.  El salto se hace desde el mismo Ayuntamiento, desde el departamento de policía municipal concretamente. Hay cuatro agentes en Batopilas que ya lo han probado antes, dicen.

A estas alturas el salto del periodista sobre “el pueblo mágico” ha generado ya bastante expectación

Mientras me equipan se ha reunido gente uniformada y armada, no necesariamente las dos coinciden en todos los casos. Aquí no llega el WiFi y a estas alturas el salto del periodista sobre “el pueblo mágico” ha generado ya bastante expectación. Un pequeño grupo de indígenas rarámuris y vecinos contempla como uno de los policías más jóvenes termina de colocarme el arnés. No sé por qué se han puesto a hablar de hijos. Que si tengo o me gustaría tener un algún día preguntan.

-No sé, algún día, si las cosas salen bien. Uno nunca sabe… ¿Esta cuerda no parece un poco vieja?

-En Europa son todos muy egoístas, ni tener hijos quieren- se ve obligado a explicar uno de los espectadores, ante mi nerviosismo y falta de claridad crecientes- Muchos se mueren solos sin que los vecinos se enteren. Se mueren sin que se entere nadie en realidad.

-¡Ándele, no sea cobarde!

Me evalúan en silencio, sonrío de nuevo, pero ahora ya no sonríe nadie. Con el arnés y los mosquetones parezco un Cowboy torpe y entrometido, listo para ser acribillado en las alturas como un faisán. ¿Y ahora qué? Ahora toca subir con Alfredo, como así se llama el agente que me acompaña, al cuarto piso del Ayuntamiento para dar el salto.

– ¿Y qué tal se trabaja aquí como policía? ¿No tenéis ningún problema con “la situación”?

-No, para un policía es estupendo. Como “ellos” son los que mandan en el pueblo, nadie se atreve a robar ni a cometer ningún delito. Y si alguien hace algo, “ellos” se enteran rápido y nos localizan al delincuente en unos minutos. Aquí al final nos conocemos todos.

 Algunos soldados han acabado el registro en las casas, sostienen sus fusiles y miran hacia arriba

La plaza desde esta altura parece una sartén en la que las figuras, diminutas, reverberan y se derriten con el calor. Algunos soldados han acabado el registro en las casas, sostienen sus fusiles y miran hacia arriba. Alfredo comprueba por última vez el arnés y me aconseja

-Cuando estés cerca del final, recuerda que para frenar hay que levantar las piernas.  Ahorita te recogemos al otro lado. ¡Disfruta!

Salto y la cuerda se tensa y silva mientras cruzo a toda velocidad el pueblo entre resoplidos de aire caliente. Intuyo los cerros desnudos bajo un sol de titanio y las casitas que de vez en cuando  dejan ver racimos de indígenas adormilados y carros del ejército. Cerca del final, cuando intento frenar para amortiguar el impacto percibo también un fogonazo multicolor, está justo allí, al fondo. Arrumbado junto a una pared de la plaza… Al final  han cambiado el cartel.

Batopilas, pueblo mágico.

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