Brecha de Rolando: la proa de Ordesa

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Creo que a medida que vamos cumpliendo años la vida nos empuja, como esos objetos que las olas siempre se empeñan en devolver a la orilla, a los escenarios donde en algún momento se inflamó la imaginación de nuestra infancia. La Brecha de Rolando, una muralla de piedra a caballo entre España y Francia partida en dos por un capricho de la naturaleza, es uno de esos lugares impregnados de mitos montañeros donde un niño puede olfatear sin esfuerzo el olor a aventura.

La leyenda cuenta que el insigne caballero Roland, sobrino de Carlomagno, llegó hasta aquí huyendo de la derrota de Roncesvalles en dirección a Francia. Exhausto y perseguido por el enemigo, alcanzó malherido el valle de Ordesa, a un paso de su objetivo. Cercado por las tropas vencedoras y sintiéndose desfallecer, lanzó su espada Durandarte contra la montaña en un último esfuerzo, con tanto vigor que partió en dos la enorme mole de piedra. Así pudo ver por última vez su tierra al otro lado de la que, desde ese día, se bautizó como Brecha de Roland. ¿Cabe imaginar un mayor reclamo para un muchacho de apenas once años?

La muralla de piedra, a caballo entre España y Francia y partida en dos por un capricho de la naturaleza, es uno de esos lugares impregnados de mitos montañeros

En aquella ocasión, hace tantos años que ni siquiera me entretengo en contarlos, subí junto a mi padre a la Brecha desde el refugio de Goriz y tras hacer un alto en las Cuevas de Casteret, las bellas grutas de hielo en las entrañas del macizo de Marboré. Esta vez subiríamos desde Bujaruelo, un recoleto valle lindante con el Parque Nacional de Ordesa, y alcanzaríamos la Brecha de Rolando desde las mismas tierras francesas cuya visión apaciguó el último aliento del legendario caballero franco. Nuestra intención era, además, rematar la jornada haciendo cima en el Taillón, el tres mil que se asoma al circo de Gavarnie y al macizo de Marboré desde la proa del valle de Ordesa.

Un tres mil siempre obliga a madrugar. Esta vez, también. A las seis de la mañana ya estamos en el coche en dirección a Torla por la estupenda carretera que une Sabiñánigo y Fiscal, que evita el vaivén de curvas de Cotefablo, habitual preludio de indisposiciones estomacales. Desde hace años, es obligatorio, en temporada alta, subir en autobús el tramo entre Torla y Ordesa, pero esas restricciones a los vehículos privados no afectan a Bujaruelo, adonde es posible llegar en coche.

Según la leyenda Roland, cercado y sintiéndose desfallecer, lanzó su espada Durandarte contra la montaña con tanto vigor que partió en dos la mole de piedra

 

Desde el camping empezamos a andar, tras cruzar un bello puente de piedra, a las siete y media. El camino no engaña. Empieza a salvar desnivel de forma ininterrumpida desde los primeros metros. Al principio, por una zona boscosa a estas horas lúgubre que se adentra en el barranco de Lapazosa hasta los llanos del mismo nombre, un respiro para las piernas antes de afrontar el último repecho (que discurre por la izquierda aunque otro camino más directo se abre paso entre las rocas por el lado opuesto) hasta el puerto de Gavarnie (2.257 metros), donde tras dos horas pisamos suelo francés.

Primera decepcion. Aquí muere una pista situada a apenas diez minutos andando de un aparcamiento galo, lo que acorta considerablemente la jornada a quienes afrontan la subida desde la vertiente francesa, que son unos cuantos. Tras el esfuerzo realizado, la mera visión de los coches en la lejanía ya dibuja en nosotros una mueca de desagrado.

Tan perfecto es el corte en la roca que los dos extremos parecen dispuestos a cerrarse en cualquier momento como un castigo bíblico

Después de reponer fuerzas, continuamos en dirección al refugio francés de la Brecha o de Sarradets. El sendero da ahora alguna tregua pero justo antes de alcanzar el edificio de piedra hay que cruzar una torrontera nutrida de agua donde es mejor no vacilar mucho una vez escogido el paso adecuado. Desde ahí, un breve zig-zag nos deja en el refugio, a 2.587 metros de altitud, en una hora y cuarto desde el puerto.

Las vistas de la Brecha de Rolando son magníficas, con una amplia lengua de nieve a sus pies (¡y eso que estamos a finales de agosto!) que me hacen lamentar no haber metido en la mochila los crampones de cuatro puntas. El espectáculo merece un descanso antes de afrontar la subida hasta el farallón de piedra, dos majestuosos centinelas del circo de Gavarnie émulos de las Rocas Ciáneas que atemorizaron a Ulises. Y es que tan perfecto es el corte en la roca que los dos extremos parecen dispuestos a cerrarse en cualquier momento como un castigo bíblico.

Ascendemos por el glaciar pisando la blanda nieve con precaución, pues una caída puede hacernos rodar más de un centenar de metros montaña abajo

Los treinta minutos que separan al refugio de la Brecha son intensos. Ascendemos por el glaciar pisando la blanda nieve con precaución, pues una caída puede hacernos rodar más de un centenar de metros montaña abajo. Unos metros por delante, dos inconscientes ascienden en zapatillas de deporte con andar inseguro. Sin mayores contratiempos, alcanzamos la Brecha de Rolando (2.804 metros) a mediodía y con cuatro horas y media en nuestras botas. De nuevo se impone un alto para paladear este gozoso reencuentro con los olores y los sueños de la infancia.

Éste es un lugar privilegiado, un reino de roca donde las preocupaciones estériles ruedan montaña abajo sin apenas dejar un rasguño en nuestra escala de valores. Las nimiedades, agigantadas por el tráfago de la vida cotidiana, aquí se ven minúsculas. Encajonados entre la Falsa Brecha y el Pic Bazillac a un lado y El Casco y el pico de Marboré al otro, apenas una docena de personas disfrutamos del silencio de la montaña, allí donde sólo reina el viento y los hombres callan.

En la Brecha, apenas una docena de personas disfrutamos del silencio de la montaña, allí donde sólo reina el viento y los hombres callan

El camino hacia el Taillón discurre casi ceñido a la piedra, aunque por equivocación tomamos otro a media ladera un poco más abajo, pero pronto nos damos la media vuelta porque es bastante expuesto y la caída de más de 200 metros aconseja reflexionar. Ya por el sendero bueno, y tras salvar algún que otro paso bastante aéreo, con el que el vértigo de Belén tiene que lidiar por fuerza, llegamos a El Dedo (2.944 metros), un bloque de piedra aislado en la cresta que lleva al pico, desde hace un rato a la vista. Sólo queda por delante una pedriza mucho más benévola que la escupidera del Perdido, pero que en todo caso obliga a arrastrar la mirada para no desmoralizarse. No hace frío, pero los nubarrones acechan a nuestras espaldas por el macizo de Marboré.

Cinco horas y media después de salir de Bujaruelo (50 minutos desde la Brecha) alcanzamos la cima del Taillón (3.144 metros) a la una del mediodía tras salvar un desnivel de más de 1.700 metros. Para Belén es su primer tres mil, un momento especial e inolvidable que acentúa las emociones. Apenas hay una docena de personas en la cumbre, amplia y tan achatada como se presume desde abajo.

Llegar a lo más alto de una montaña no es sólo la culminación de un esfuerzo físico sino, sobre todo, un paso más en el conocimiento de uno mismo

Llegar a lo más alto de una montaña no es sólo la culminación de un esfuerzo físico, que también, sino, sobre todo, un paso más en el conocimiento de uno mismo, de nuestros límites. Ese sentimiento de la montaña como escuela de vida, que tan magistralmente han desgranado Sebastián Álvaro y Eduardo Martínez de Pisón, encuentra su corolario en las cumbres, donde sobrevuela imaginariamente el «conócete a ti mismo» del templo de Delfos.

La visión de la Brecha desde el refugio de Sarradets es uno de esos paisajes que jamás se marchitan en la memoria

Como las nubes se echan encima, la estancia es breve, apenas quince minutos, pues crestear sobre la piedra mojada no es nunca agradable. En una hora y cuarto alcanzamos el refugio de Sarradets después de deslizarnos por el glaciar sentados sobre la nieve «sopa» utilizando los talones como freno. Tras un breve descanso frente al circo de Gavarnie y la Brecha de Rolando, uno de esos paisajes que jamás se marchitan en la memoria, continuamos la bajada a buen ritmo hacia el puerto (50 minutos desde el refugio), sorteando a una nutrida legión de excursionistas franceses. A partir de ese punto, de nuevo en España, recuperamos la soledad de la montaña.

El cansancio ya hace mella en nosotros y los inevitables punterazos contra las piedras ensombrecen alguna uña del pie. La parte final del recorrido es un continuo suspiro por ver ya el aparcamiento de Bujaruelo, que finalmente pisamos a las cinco menos cuarto de la tarde, más de nueve horas después (tres y media desde la cima). Frente a unas cervezas la felicidad es completa.

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Comentarios (2)

  • Ana

    |

    Qué leyenda tan bonita

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  • Mayte T

    |

    Qué bonito relato Ricardo, es cierto lo que dices que la vida nos empuja a los escenarios donde se inflamó la imaginación en nuestra infancia. Leyendo esto dan ganas de coger la mochila y echarse a andar sin pausa hasta llegar allí!

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