Büyükada: atasco en la isla sin coches

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Un isla idílica sin coches en el mar de Mármara que, a lo largo de la historia, ha sido refugio de príncipes venidos a menos y millonarios sin más patria que el dinero. Prohibido utilizar cualquier medio motorizado. Sólo se puede recorrer en carruaje, bicicleta o a pie. Sonaba tan bien que había que acercarse. Por eso estábamos esa mañana en el muelle de Kabatas, en el estambulí barrio de Beyoglu, esperando el ferry que lleva a las Islas del Príncipe, nueve eran nueve.

El precio por trayecto es ridículo, menos de cuatro liras turcas (poco más de un euro) con la Istanbul Card (una tarjeta de transporte que se recarga en las paradas del tranvía y de transbordadores) por una hora y media de travesía a través del Bajo Bósforo primero y del Mar de Mármara después. La primera parada es en Karikoi, ya en Asia, y las siguientes en cada una de las cuatro islas principales (Kinaliada, Burgazada, Heybeliada y, finalmente, Büyükada, la más grande).

A lo largo de la historia, la isla ha sido refugio de príncipes venidos a menos y millonarios sin más patria que el dinero

Siempre que puedo me gusta viajar en cubierta. A menudo te tropiezas con gente interesante. Por la de popa desfila esta vez una incesante procesión de buscavidas: vendedores de camisones, «simits» (roscas de pan con semillas de sésamo), café, té o ayran (un yogour salado semigranizado) y charlatanes que realizan atropelladas exhibiciones exprimiendo limones o pelando melones (se mostraban convincentes, pues tengo en la cocina un par de esos prodigiosos utensilios que, por supuesto, jamás he utilizado).

El barco va repleto de familias turcas y turistas occidentales. A nuestro lado se acomoda una joven pareja (ella con un «niqab» por el que asoman una gafas de sol de marca) y enfrente unos recién casados que no paran de fotografiarse desde todos los ángulos posibles. Especial mención merecen las turistas chinas, que se abren paso hasta la barandilla de cubierta contra viento y marea cuando les place y no cejan en su empeño hasta conseguir el botín de la ansiada foto. Aunque para ello tengan que estropear unas cuantas del resto del pasaje.
Büyükada es una isla de apariencia apacible, un lugar bendecido entregado al turismo.

En cubierta a menudo te tropiezas con gente interesante. Por la de popa desfila esta vez una incesante procesión de buscavidas

Junto al muelle se suceden un restaurante tras otro cuyos dueños compiten por convencer a los visitantes de que cocinan la mejor lubina de la isla. Yo ya venía con los deberes hechos. En Kabatas había pegado la hebra con un tipo que, además de facilitarme solícito toda la información que le pedí sobre los horarios y precios de los barcos, se presentó como el dueño del mejor restaurante de Büyükada.

Menudo y vivaracho, no paraba de hablar y gesticular mientras se recreaba en las bondades de su local y me garateaba en una tarjeta las indicaciones para encontrarlo. Sabedor de que en la isla las ofertas a los turistas se multiplican, el dueño del Alibaba, «el restaurante más antiguo de Büyükada», se adelantaba a sus competidores captando a clientes en Kabatas. Sólo por eso merecía la pena escucharle.

En Kabatas había pegado la hebra con un tipo que se presentó como el dueño del mejor restaurante de Büyükada

Nada más poner un pie en la isla, ahí estaba a pie de muelle. Le saludé y volvió a la carga, ahora sin pelos en la lengua, previniéndome contra los engaños de los restaurantes de alrededor. «No les escuches, son unos mentirosos», me advirtió. Me daba una pereza tremenda tropezarme con decenas de tipos como él pugnando por arrastrarnos a su restaurante para tener la fortuna de degustar el mejor pescado de la isla, así que -cruzando los dedos para que el nombre del local no resultase premonitorio- reservé en el Alibaba para dentro de un par de horas.

Queríamos recorrer Büyükada en una calesa tirada por caballos, la principal atracción de la isla sin coches. Mi interesado amigo me indicó el camino hacia la plaza donde esperaban los faetones. Había pensado, ingenuo de mí, en un rincón empedrado con dos o tres carruajes junto a una fuente mecidos por la relajada rutina insular. Ya casi olía las buganvillas y el jazmín.

Había imaginado un rincón empedrado con dos o tres carruajes junto a una fuente mecidos por la relajada rutina insular

Pero, según nos acercábamos, un intenso olor a excrementos me sacó muy pronto de mi error. La pequeña plazoleta estaba repleta de decenas de calesas, prestos los cocheros a recoger a un cliente tras otro. No había un metro cuadrado libre. En una esquina se apiñaban tres contenedores rebosantes de heces frescas de caballo. El olor a mierda era insoportable. En un segundo, la magia de Büyükada había sucumbido a la escatología.

Afortunadamente, al ser temporada baja apenas una docena de turistas nos precedía en la cola, así que muy pronto estuvimos montados en un par de faetones dispuestos a recorrer la isla sin coches. La tarifa eran 75 liras turcas (unos 25 euros), al margen del número de pasajeros (lejos de las 45 liras que, me había asegurado el dueño del Alibaba, costaba el recorrido). No tenía ganas de discutir por diez euros.

El olor a mierda era insoportable. En un segundo, la magia de Büyükada había sucumbido a la escatología

Y así, una calesa detrás de otra, cada una tirada por un par de caballos, recorrimos la isla al trote entre mansiones armenias, judías y otomanas camufladas en el pasado. En una de las que jalonan la avenida principal, Çankaya Caddesi, vivió entre 1929 y 1939 Leon Trotsky. El cochero, en un alarde de entusiasmo por la historia de Büyükada, ni siquiera lo menciona, como tampoco lo hará dentro de un rato al pasar junto al viejo cementerio católico.

Los pobres animales apenas podían con su alma y el cochero, displicente, les espoleaba de vez en cuando. Me fijé en que uno tenía llagado uno de los cuartos traseros, sospechosamente cerca de la zona donde le fustigaban. Íbamos tan despacio que varias calesas nos adelantaron cuesta arriba en dirección a la principal colina de la isla, rompiendo la disciplina de la turística caravana. Pues sí, eran posibles los atascos en una isla sin coches.

Una calesa detrás de otra, recorrimos la isla al trote entre mansiones armenias, judías y otomanas camufladas en el pasado

Sobre el altozano se yergue el antiguo monasterio de San Jorge, pero los caballos se detienen un poco más abajo, en una amplia rotonda rodeada de pinos, tenderetes, un área de recreo y algunos restaurantes, el Lunapark Kir Gazinosu. Paramos cinco minutos, como el resto de decenas de calesas diseminadas por la plaza, un tiempo insuficiente para subir a pie hasta el monasterio y disfrutar de una panorámica envidiable.

Decenas de faetones se dispersan por el lugar. Memorizo el número del nuestro, el 198, para localizarlo por si acaso se mueve del sitio, como finalmente sucederá sin previo aviso. Empiezo a arrepentirme de no haber alquilado una bici. Después de todo, me consuelo, sigue siendo cierto que es una isla sin coches. Pero nada más arrancar de nuevo, hasta esa última coartada se desvanece cuando nos cruzamos con una furgoneta de reparto y, unos metros más adelante, nos adelanta una motocicleta, quiero creer (necesito creer) que eléctrica. Büyükada no ha sobrevivido a su eslogan, el de una isla sin coches, ya un mero reclamo para la grey turística.

La última coartada se desvanece cuando nos cruzamos con una furgoneta de reparto y, unos metros más adelante, nos adelanta una motocicleta

El recorrido finaliza donde comenzó, a un paso de los muelles repletos de restaurantes junto al mar. Las gaviotas revolotean a unos metros, al otro lado de la cristalera, y de cuando en cuando algún gato hambriento asoma por debajo de la mesa suplicando una raspa antes de que el camarero lo ahuyente de un puntapié. En Büyükada es mejor nacer perro que gato o caballo. Al menos los perros se deshacen al sol, rumiando su desgana, en cualquier calle sin que nadie les moleste.

El camarero nos trae en una bandeja una lubina y una dorada, bien hermosas ambas, que nos ofrece cocinar para nosotros. Pesan 2,7 kg. y nos piden 300 liras (unos cien euros). Uno está harto de comprar lubinas y doradas en el mercado y, aunque en este caso estén recién pescadas y nos encontremos en primera línea del Mármara, el precio no me convence.

En Büyükada es mejor nacer perro que gato o caballo. Al menos los perros se deshacen al sol

Nos comemos sólo la lubina, excelente, acompañada de algunos «mezes» (aperitivos turcos) regados con unas pilsen y un vino blanco. El dueño, como había prometido, nos invita a los postres, rematados por unos tragos de raki, el anisete local.

Terminamos de comer con el tiempo justo para subirnos al ferry, que parte a las cinco y media. La travesía de vuelta, digestión de por medio, nos regala un inmenso atardecer en el Mar de Mármara, cuando la fantasía de una isla sin coches ya hace tiempo que se ha desvanecido como la estela de nuestro «vapur».

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