Góriz: el llegendari refugi d'Ordesa

Per: Ricardo Coarasa (text i fotos)
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En les seves habitacions mai es feia de nit. Les hores es feien sorolls i els sorolls, impaciència. Volies dormir i, al mateix temps, aixecar-te com més aviat millor perquè la entreson estava solcada de feixos de llanterna, petjades de botes que estremien el silenci i de l'metàl·lic entrexocar dels grampons i piolets. Cuando todavía era hora de acostarse, algunos empezaban a levantarse, un rosario que ya no se interrumpía. Se escuchaban toses, carraspeos, sonoras ventosidades, ronquidos guturales que parecían anunciar el apocalipsis. Y tú allí, acurrucado dentro del saco, rodeado de adultos en las literas de somier corrido, tenías miedo de la oscuridad que acechaba, de la cima que esperaba a más de tres mil metros.

El refugio de Góriz, uno de los más legendarios del Pirineu, si no el que més, está anclado en el hondón de mis recuerdos montañeros. Pasar allí una noche (lo de dormir no pasaba de ser un eufemismo) camí de Monte Perdido (3.355 metres) era una especie de doctorado en montaña, la sublimación de esa incipiente afición infantil por las cumbres. Dejar atrás la concurrida Cua de Cavall, donde la mayoría pone el punto final a la caminata desde la pradera de Ordesa, significaba, ni més ni menys, pasar de excursionista a montañero.

Pasar allí una noche era una especie de doctorado en montaña, la sublimación de esa incipiente afición infantil por las cumbres

El sol resbala por las laderas donde muere la Faixa de Pelay, en el zig zag que, curva a curva, te aleja de la cascada y te eleva sobre el majestuoso cañón de Ordesa. Salvado ese desnivel, la senda continúa ganando altura sin sobresaltos, aunque el refugio se esconde a la vista casi hasta que lo tienes encima, como si un súbito encantamiento lo hubiera desvanecido para poner a prueba la paciencia del caminante.

En 1979, cuando llegué allí por primera vez, costaba pasar la noche, crec recordar, 150 pesetas (menys d'un euro) con el desayuno incluido. Tony era entonces el guarda del refugio, el hombre al que todo el mundo pedía consejo sobre las condiciones meteorológicas, el estado de la temida escupidera o ésta o aquella ruta. Era un montañés curtido por una vida a 2.200 metros de altitud y ejercía con sus respuestas aceradas y economía de gestos. O quizá estaba demasiado acostumbrado a escuchar siempre las mismas preguntas. Para un niño como yo, su figura se engrandecía con la misma contundencia que la profundidad del paisaje, que se volvía colosal a medida que el día declinaba, llenando de sombras el cañón de Ordesa.

El refugio se esconde a la vista casi hasta que lo tienes encima, como si un súbito encantamiento lo hubiera desvanecido

En Góriz viví ese verano mi primera frustración de montañero cuando, tras una noche de horas sin reloj, el día amaneció huraño y los mayores juzgaron prudente no intentar la cima. Conservo aún alguna foto de ese descenso hacia la Cola de Caballo, con mi decepción a cuestas y mi recién aprendida lección, primordial e inolvidable: cuando la montaña dice no, es que no.

Regresamos al año siguiente a Góriz. En esa ocasión, pasamos la primera noche en tienda de campaña a los pies de la cascada, donde nos sorprendió una tormenta que en la oscuridad acentuaba aún más la sensación de aventura. Era una de esas viejas tiendas pesadas con capacidad para dos personas en la que dormimos cuatro alineados a lo ancho. Y eso que uno de nosotros, Vicente, se acercaba al 1,90. Allí dentro nos refugiamos del diluvio. Parecía como si el mismísimo Júpiter estuviese descargando enrabietado toda su artillería de rayos y truenos sobre nosotros. Al matí següent, el día concedió una tregua y seguimos hasta Góriz, con el que me reencontré como un viejo amigo, sin olvidar que teníamos una cuenta pendiente que saldar: subir a la cima del Perdido.

El día se desvanecía sumiendo a todos los huéspedes de Góriz en la soledad de nuestros anhelos

Pasamos el día ociosos en las praderas que rodean el refugio, entrando y saliendo, calzados con esas alpargatas de goma con las que era obligatorio caminar por el interior para no ensuciar el suelo con las botas. Y de nuevo el día se desvaneció por las laderas del cañón con la misma magia que el año anterior, sumiendo a todos los huéspedes de Góriz en la soledad de nuestros anhelos. La cena en las mesas de madera de la planta baja, con Tony repartiendo las camas a los montañeros más rezagados, era un mero trámite en espera de una noche que ya sabías que no era noche. Y no lo fue. Se repitió idéntica coreografía salpicada de ruidos y sucesivos despertares en una interminable búsqueda de la posición en la que te sorprendiese el sueño. Que no llegaba nunca. Per això, cuando mi padre me sacudió el hombro para que me levantara yo hacía horas que estaba imaginándome el camino hasta el Perdido.

Echo de menos esas horas en Góriz en las que mi padre me educaba en los valores de la montaña

Esa vez hubo suerte y pudimos hacer cumbre. Un any després, volví de nuevo a Góriz, en esa ocasión para llegar hasta las grutas de Casteret i la Bretxa de Rolando. Ya casi me sentía como en casa en el refugio. El mito se había hecho carne y nutría mis recuerdos. Tampoco conseguí dormir demasiado, però això era el de menys. Amb els anys, he regresado varias veces a Góriz, pero no he vuelto a dormir en el refugio, ahora una parada para reponer fuerzas antes de encarar el siguiente tramo hacia la cima del Perdido. I, la veritat, echo de menos aquellas noches donde se forjó mi espíritu montañero, esas horas en Góriz en las que mi padre me educaba en los valores de la montaña, de la vida misma. Y algún día, segur, intentaré transmitírselos a mis hijos. También en Góriz, el refugio donde las noches siempre son de luna llena.

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Comentaris (3)

  • Macdilus

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    Precioso relato y bonitos recuerdos, m'ha encantat.

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  • Eugenio Hernández

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    Además de la imposibilidad de pegar ojo y los desayunos de café con galletas, Góriz tenía alguna otra peculiaridad, al menos hasta los años 80: los burros que surtían regularmente al refugio de lo imprescindible para mantenerlo abierto también subían y bajaban (creo que sin guía alguna) el correo de los montañeros.

    Podías comprar y enviar desde allí postales en cuyo matasellos (si es que era oficial y no simple merchandising) se leía «Correo por burro».

    Imprescindible para dar envidia a los amigos que no quisieron subir a Monte Perdido. Una abraçada!

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  • Ricardo Coarasa

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    Así es Eugenio. Esa recua de burros era peculiar y llegué a conocerla en mis primeras excursiones por Ordesa. Lo del correo lo desconocía. Pero al margen de nostalgias, creo que la subida a Goriz está mucho mejor sin burros. ABZ!

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