Cacaxtla: murales en pie de guerra

Por: Ricardo Coarasa (Fotos: Reo)
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Hemos salido del DF por la calzada Zaragoza, en la parte oriental de la ciudad, que discurre paralela a la antigua de Itzapalapa -por donde entró Hernán Cortés en 1520 a Tenochtitlan por primera vez- para enfilar el valle de Puebla. Queremos acercarnos a Cacaxtla, baluarte de la civilización olmeca.

Transitamos por un sinfín de minúsculos poblados sin horizonte que comienzan a mostrarnos el rostro apacible y resignado de los supervivientes. Son gentes que no pasan hambre gracias a la frugalidad de su dieta, que gira en torno al maíz y los frijoles, y a la fertilidad de la tierra, pero que agotan sus perspectivas en la humildad de sus moradas que jalonan los márgenes de la carretera como tiradas a cordel. Sus posibilidades de prosperar son nulas, porque la economía de subsistencia a la que están condenados les niega cualquier capacidad de ahorro. Ellos lo saben y están resignados a sobrevivir.

Transitamos por un sinfín de minúsculos poblados sin horizonte que comienzan a mostrarnos el rostro apacible y resignado de los supervivientes

Un viaje por las carreteras secundarias de México es sumamente recomendable para el que quiera conocer la trastienda de este país espléndido que todavía tiene muchas asignaturas pendientes en los más de 2.000 pueblos repartidos por su dispar geografía si desea avanzar en el camino hacia el progreso y la igualdad social.

En San Miguel Xochitecatitla, estado de Tlaxcala, un grupo de niños desfila marcial por el arcén coreando consignas patrióticas. En todas las escuelas del país se organizan desfiles para conmemorar el día de la independencia, cuando se canta a voz en grito el himno de México y se corean los nombres de todos los libertadores. Estos pequeños están muy metidos en el papel, precedidos por una escolta que porta con orgullo la bandera tricolor. Es un privilegio que hay que ganarse día a día durante el curso, por lo que formar parte de la escolta colegial que abre el desfile de la independencia es uno de los honores a los que aspira cualquier estudiante cada 15 de septiembre.

Cacaxtla es el legado de 200 metros cuadrados de murales sobre la desaparición de la ciudad tras una cruenta batalla con los teotihuacanos

Las ruinas arqueológicas de Cacaxtla, descubiertas a finales del siglo XX, se recortan sobre un cerro desde el que se atisba el valle de México, por un lado, y la ciudad de Tlaxcala, por el otro. Sus antiguos moradores olmecas crearon la ciudad sobre esta loma a mediados del siglo VIII. Cacaxtla es, sobre todo, el legado histórico de 200 metros cuadrados de murales que dejaron constancia de la desaparición de la ciudad tras una cruenta batalla con los teotihuacanos, sus enemigos acérrimos.

La antigua acrópolis, la que habitaba la casta privilegiada de sacerdotes y caciques, está techada en su totalidad por una moderna cubierta, tan necesaria como abominable. Aquí vivían cerca de mil personas en permanente hostilidad con la vecina Tlaxcala, la ciudad cuya colaboración abrió las puertas de la conquista de México a Hernán Cortés. Un septuagenario, sentado al aire libre en una silla y con una sencilla mesa como único mobiliario, hace las veces de guarda y nos cobra 30 pesos por permitir grabar imágenes del recinto, una práctica habitual en todo México con la que los descendientes de los aztecas se resarcen de expolios pasados.

El sosiego que se respira lo agradece el viajero que sólo quiere escuchar el murmullo del viento y las confidencias de los espíritus olmecas

Cacaxtla está apartada de las rutas turísticas habituales y el sosiego que se respira lo agradece el viajero que sólo quiere escuchar el murmullo del viento y las confidencias de los espíritus olmecas. Somos los primeros en llegar y nadie nos molesta durante la visita a la acrópolis, que obliga a detenerse frente a cada pintura intentando leer en sus trazos el horror de la guerra y el abandono de la ciudad. El mural de la batalla, con sus 22 metros de largo el más extenso de Mesoamérica, te sumerge en un escenario de temor y violencia.

Escuchamos nítidamente las voces de un tiangui que ni siquiera acertamos a ver y que debe estar situado a unos cuantos kilómetros

Hace fresco y nuestros pasos retumban en la cúpula y se esparcen por el verdor del valle, que ofrece una acústica excelente. Escuchamos nítidamente las voces de un tiangui (mercado local) que ni siquiera acertamos a ver en la lejanía y que debe de estar situado a unos cuantos kilómetros de distancia, mientras César, nuestro guía, niega que haya constancia de que hubiese sacrificios humanos en Cacaxtla. Siempre la obsesión por mitigar los horrores de antiguas civilizaciones que, como la olmeca o la azteca, no estaban exentas de episodios abominables, entre los que los sacrificios rituales ocupaban un prominente lugar.

Los aztecas creían que había que alimentar a sus dioses con sangre humana para que su mundo no se extinguiese. Esta creencia les obligaba a una frenética actividad guerrera que les garantizase víctimas para los sacrificios. La presencia de la hostil Tlaxcala a pocos kilómetros de Tenochtitlan aseguraba cuantas batallas fueran necesarias para surtir de efectivos a la piedra de inmolación. Miles de tlaxcaltecas terminaron así sus vidas, algo que ayuda a explicar la brutalidad inmisericorde que emplearon sus paisanos con los aztecas en la toma de Tenochtitlan, desoyendo incluso las órdenes de Cortés.

Los aztecas creían que había que alimentar a sus dioses con sangre humana para que su mundo no se extinguiese

Los sacrificios humanos estaban generalizados en México en ese tiempo. A la víctima se le tendía sobre la piedra de sacrificios, generalmente situada en lo alto de una pirámide, y cuatro sacerdotes le sujetaban mientras otro le extraía, con un cuchillo de obsidiana, el corazón palpitante, que era ofrendado a los dioses. El cuerpo del sacrificado se tiraba entonces escaleras abajo del templo. Inmediatamente después, se cortaba la cabeza del infeliz, que se ensartaba en una empalizada poblada de cráneos, el tzompantli, testimonio ante las divinidades de la fidelidad de su pueblo. El ritual concluía con la degustación del cuerpo del sacrificado, tal y como relata Fray Toribio de Benavente, que debió de conocer estas prácticas por boca de los conquistadores o de los propios indígenas, pues cuando llegó a Nueva España, en 1524, los sacrificios ya habían cesado:

«Los corazones, a las veces los comían los ministros viejos; otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por las gradas abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo prendió, con sus amigos y parientes llevábanlo, y aparejaban aquella carne humana con otras comidas, y otro día hacían fiesta y le comían»

Algunas crónicas aseguran que con motivo de la inauguración del templo mayor de Tenochtitlan, en el año 1487, cuando reinaba Auitzol, antecesor de Moctezuma, se sacrificaron a los dioses más de 80.000 víctimas en tres o cuatro días, una cifra, como casi, todas, sujeta a controversia.

“En tiempos de los olmecas se podía oír el eco hasta DF”, comenta nuestro guía mientras abandonamos Cacaxtla

César me rescata de mis pensamientos de sacrificos y cuchillos de obsidiana. “En tiempos de los olmecas se podía oír el eco hasta DF”, comenta mientras abandonamos Cacaxtla. Teniendo en cuenta que la capital federal está a más de 100 km de aquí, todo escéptico que se precie está obligado a desconfiar de una aseveración como ésa. Yo también. Nos cruzamos con otro pequeño grupo de curiosos. Quizá sean los únicos que hoy visiten las ruinas. Son escasos los turistas que se acercan hasta aquí. Teotihuacán, Chichen Itza o El Tajín tienen mucho más tirón. Quizá sea mejor así.

Pdta.- Estas líneas están incluidas en mi libro «Hernán Cortés. Los pasos borrados» (Espejo de Tinta, 2007), reeditado por Editorial América Ibérica en 2011.

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