Caravanas de piedra: en el Adrar des Iforhas

Por: Josep M. Palau
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Aunque luego te mate, estoy obligado a darte la bienvenida”, soltó a modo de saludo Bakshim cuando entramos en su casa de Kidal, muy cerca de la inestable frontera de Mali con Argelia. Bakshim fue uno de los líderes de la famosa revuelta tuareg de los años 90, y por su rango social tenía que guardar las distancias mucho más de lo habitual entre los tuaregs. O mejor dicho, el pueblo Kel Tamasheq, que es como les gusta ser llamados. A pesar de una bienvenida tan poco prometedora, al rato accedió a acompañarme Tamaradan, en el remoto Adrar des Iforhas, tradicional refugio de los tuaregs desde la llegada de los árabes al Magreb. Precisamente por eso, según me habían contado, en las enormes rocas de basalto que sobresalen de la arena dorada se pueden ver grabados que representan caravanas y escenas de danza, así como atractivas inscripciones en caracteres tifinagh, la escritura consonántica de estos nómadas. Por eso quería ir hasta allí.

Bakshim me había dado a entender que quizá mi idea no era la mejor del mundo, pero su orgullo y las recomendaciones que me habían franqueado su puerta le impedían explicitarlo, de manera que al día siguiente montamos en un viejo Toyota con rumbo norte. Las horas pasaban mientras dábamos tumbos dentro de aquel cacharro cuya suspensión era un lejano recuerdo, mientras mi guía indicaba la dirección, atento a señales que yo era incapaz de distinguir en aquella monotonía reseca. En una ocasión me pareció que pasábamos por segunda vez por un mismo lugar, y cuando hice una insinuación al respecto, Bakshim me soltó otro proverbio: ”Es mejor moverse sin saber hacia dónde que quedarse quieto sin nada que hacer”. Me resigné a seguir adelante sin más debate.

Es mejor moverse sin saber hacia dónde que quedarse quieto sin nada que hacer

Cuando el sol empezaba a descender, apareció en medio de la nada, detenido entre unos arbustos de escaso follaje, un automóvil con el capó levantado y un par de hombres mirando debajo con aire perplejo. Nos detuvimos a echar una mano, pero antes de que hubiéramos descendido del Toyota, nos rodeó un pequeño grupo de hombres armados con rifles. Sus víctimas habituales eran los camiones que transportan inmigrantes ilegales hacia las costas mediterráneas y atlánticas, a los que despojan de sus ahorros si miramientos. Tampoco le hacen ascos a posibles negocios ilícitos, como el tráfico de drogas. De pronto, Bakshim dio algunas voces haciendo saber quién era a aquellos piratas y ordenó al chófer que apretara el acelerador sin más. Salimos zumbando sin atropellar a nadie de puro milagro.

La noche pasó en una duermevela salpicada de horribles presagios. Hacer vivac esperando que nadie nos hubiera seguido parecía insensato. Por suerte, al cabo de unas horas se levantó un fuerte viento que nos obligó a pasar el resto de la noche dentro del coche para no tragar arena. Yo confiaba en que también borraría nuestro rastro. Sin embargo, el nuevo día se levantó despejado en todos los sentidos, y por fin pude cumplir mi sueño de ver aquellos gravados que me habían llevado tan lejos. Alrededor todo era silencio, y aquellas rocas desafiaban el paso del tiempo con sus mensajes cifrados y sus figuras estilizadas. Pero el episodio de los bandidos me había dejado un mal sabor de boca, y quizá no disfruté tanto de la visión como había imaginado.

Le pregunté entonces si creía que aquellos hombres podían ser salafistas próximos a Al Qaeda. Me miró y me dijo: “el integrismo es propio de cobardes”

De regreso a Tombuctú, cuando le conté lo sucedido a un marabout u hombre santo que me había dado el contacto de Bakshim, éste guardó silencio. Le pregunté entonces si creía que aquellos hombres podían ser salafistas próximos a Al Qaeda, que al parecer se entrenan en el desierto argelino. Me miró y me dijo: “el integrismo es propio de cobardes”.

Un tiempo más tarde, en la seguridad de mi hogar, supe con preocupación de las noticias que llegaban de Mali. Y no pude evitar pensar que aquellos supuestos guerrilleros de las noticias se parecían mucho a los asaltantes del desierto que conocí: gentes sin nada que perder, cuya principal ideología consiste en comer un día más. A cualquier precio.

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