Cofete: la playa más espectacular de Canarias

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Fue lo primero que pregunté al taxista nada más aterrizar en Fuerteventura. Había leído que llegar hasta la playa de Cofete, un paraje virgen situado a barlovento de la península de Jandía, al suroeste de la isla, era complicado. La pista de tierra aconsejaba, decían, un todoterreno para evitar sustos. Había alquilado el coche más barato que encontré, un Corsa, y estaba empeñado en llegar a toda costa. El taxista, con una cadencia majorera ayuna de cualquier énfasis, me tranquilizó. Se podía llegar, con precaución, con un simple turismo.

Cinco días después, y tras recorrer buena parte de la isla de norte a sur, el asfalto se terminó de pronto nada más dejar atrás el muy turístico Morro Jable. Esfumando, de paso, las esperanzas de que la carretera continuase en buen estado unos kilómetros más. Una indicación, “Cofete 19 km”, mostraba el camino a seguir, al comienzo paralelo a la costa y bastante llano, compartiendo la misma pista que lleva al confín suroccidental de Fuerteventura, el Faro de Jandía.

Tras recorrer buena parte de la isla de norte a sur, el asfalto se terminó de pronto

A ocho kilómetros del faro, un desvío a mano derecha indica la dirección a Cofete. A partir de ahí, la pista se encabrita, salpicada de socavones traicioneros. En apenas 200 metros, el coche que nos precedía se arrimó a un lado y se dio la vuelta (por la ventanilla pudimos ver los resoplidos del conductor) y, un poco más adelante, otro vehículo pinchó. Todo muy estimulante.

Bamboleándonos a 5 km/h, el Corsa iba remontando la pronunciada pendiente para salvar la pequeña cordillera montañosa emboscada en el centro de la península, mientras ensartábamos plegarias para que los neumáticos resistiesen.

En apenas 200 metros, el coche que nos precedía se dio la vuelta y, un poco más adelante, otro vehículo pinchó

Cada maniobra era un sobresalto (¿llegará hasta aquí una grúa?, me preguntaba anticipándome al percance) pero, a medida que ascendíamos y nos acercábamos al mirador Degollada Agua Oveja, íbamos ganando en confianza y desterrando malos augurios. Una vez allí, apenas un recodo en la pista con espacio para media docena de coches asomados al abismo, la recompensa compensaba todo.

Soplaba un viento furioso que alborotaba el pelo y la ropa y que parecía querer alejarte de sus dominios. Allá abajo se extendían, con una pureza de colores inimaginable, los doce kilómetros de arena virgen de la playa de Cofete, protegidos por una sucesión de montañas que parece levantarse sobre toneladas de hollín y que contrasta con la vasta extensión de arena azafranada que le separa del Atlántico. La imagen era absolutamente salvaje, idílica, y desde luego no invitaba a darse la vuelta. Muy al contrario, Cofete ejercía desde ese punto toda su magia y un poder de atracción que hacía imposible cualquier renuncia.

En el mirador Degollada Agua Oveja soplaba un viento furioso que alborotaba el pelo y parecía querer alejarte de sus dominios

La pista descendía ahora, arrimada a la ladera de la montaña, hasta el pequeño poblado de Cofete. A un lado, una cruz con flores de plástico recordaba a la víctima de algún accidente, mientras yo seguía dándole vueltas a cómo demonios sería capaz de maniobrar una grúa para sacar a un coche de una pista tan estrecha coqueteando con el precipicio.

A la desaparecida aldea, de aspecto ceniciento y rudimentarias casas de piedra, sólo le faltan las banderas de oración para pasar por un olvidado poblado tibetano. Contra la que pueda parecer, en este rincón agreste donde reina el viento y el oleaje, las primeras familias de campesinos y ganaderos, y pescadores por fuerza, se establecieron a partir de 1819 y en los años 60 del siglo XIX llegaron a vivir en Cofete casi un centenar de vecinos. La parroquia más cercana, en Morro Jable, quedaba muy lejos, y empezaron a enterrar a sus muertos a escasos 100 metros del mar. El cementerio sigue ahí, junto a la explanada donde aparcamos el coche. Allí yacen los muertos de un pueblo muerto.

A la cenicienta aldea, de rudimentarias casas de piedra, sólo le faltan las banderas de oración para pasar por un poblado tibetano

Semienterrado por la arena, el camposanto parece un decorado de una película de Mad Max. Un puñado de piedras volcánicas, un cabo marinero o unas cruces de maderas señalan los enterramientos, horros de nombres o de fechas en su mayoría. A unos metros, un par de burros asilvestrados ramonean unos hierbajos. Un poco más allá, las olas baten con fuerza contra la orilla, una proximidad que ha jugado malas pasadas al cementerio, anegado cuando la marea lleva el agua hasta las tumbas. En esa pugna entre la arena y el agua, los muertos tienen las de perder. El olvido de sus historias va de la mano del olvido del municipio, despoblado a mediados del siglo pasado.

El cementerio de Cofete es, sin duda, el hallazgo más impactante de Fuerteventura para el visitante, una de esas estampas que te obligan a escarbar en el pasado. Y el pasado tiene un nombre: Gustav Winter, un ingeniero alemán que en los años 30 del pasado siglo se convirtió en arrendatario de toda la península de Jandía (que llegó a separar con una valla del resto de la isla) y que concitó, y sigue concitando, un buen número de leyendas y habladurías.

El cementerio de Cofete, que parece arrancado de una película de Mad Max, es el hallazgo más impactante de Fuerteventura

El que fue su hogar esporádicamente (la residencia principal la tenía en Morro Jable), la Casa Winter, aún sigue en pie con su llamativo torreón, erguida en las laderas del Pico de la Zarza como un viejo galeón encallado en el olvido. En su día, fue la primera construcción de dos plantas en la isla, y aún hoy sigue cargando con una leyenda estigmatizante que apunta a que, durante la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en residencia de los oficiales nazis de los submarinos que paraban a aprovisionarse en una base secreta situada en la playa de Cofete. Cierto o no, la casa sigue estando habitada y, al parecer, se puede visitar.

La Casa Winter arrastra la leyenda de que fue residencia de oficiales alemanes de submarinos nazis durante la Segunda Guerra Mundial

Dando la espalda al enigmático caserón, acercarse a la playa y pasear por la orilla es la mejor manera de percibir la grandiosidad del lugar, tan bello como inhóspito. Las olas rompen de manera salvaje y las acometidas espumosas del Atlántico mantienen a raya a los escasos bañistas (en el aparcamiento apenas hay una veintena de coches). La playa parece interminable e invita a empaparse de la singular belleza de un paisaje cincelado por condiciones hostiles, mientras el viejo cementerio sigue retando al mar a devorar su frágil memoria.

 

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Comentarios (2)

  • carlos

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    Me encanta como escribes, la verdad que me gustó encontrar tu publicación y leerla. Cofete es algo único!, mi web es wildcanarias.com y ahora estoy publicando mis rutas que hice hace muy pocas semanas atrás por Fuerteventura. Un abrazo desde Barcelona.

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  • Ricardo Coarasa

    |

    Gracias Carlos. Desde luego, Cofete es un tesoro al que su inaccesibilidad y fuerte oleaje preservan, afortunadamente, de la masificación de otras playas. Muy interesante tu web, y bien escrita. La tendré en cuenta para próximas visitas a Canarias. Un abrazo de vuelta desde Madrid

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