El sueño celeste

Por: Laura Berdejo (Texto) Varios (Fotos)
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La Celeste está en cuartos de final. La selección de Uruguay, un país de apenas 3,5 millones de personas, esta entre los ocho mejores equipos del momento, en un Mundial en que las grandes amenazas se van quedando por el camino y donde los charrúas resisten invictos, para alegría y plétora de TODOS sus habitantes. Porque en Uruguay se vive el fútbol.

En Montevideo las tiendas no abren, las calles se cortan y las universidades y los colegios cierran cuando juega la Celeste. Si el partido comienza a las once de la mañana, no importa, qué importan los horarios de Rusia, a las nueve algunas calles ya huelen a la leña del asado y en los supermercados grupos de amigotes, familias o románticos amantes del futbol en solitario se proveen de cervezas, mate, pan, galletitas, magdalenas con foto de Suarez, piruletas con la imagen de Cavani o suculentos chocolates con la silueta del “cebolla” flamante.

Todo empezó en las rondas eliminatorias, todo este movimiento, esta paralización del cotidiano ronroneante oriental empezamos a percibirlo en los partidos del año pasado en los que los charrúas se jugaban la entrada al Mundial. Quienes vivimos aquí desde hace poco tiempo desconocíamos esa dimensión futbolística, que quedó patente cuando, en octubre de 2017, la selección marcó cuatro goles a Bolivia firmando su clasificación directa a la Copa del mundo.

En Montevideo las tiendas no abren, las calles se cortan y las universidades y los colegios cierran cuando juega la Celeste

Aquel día varios compañeros de trabajo salieron antes, en muchos balcones se veían banderas al viento, por la calle pululaban niños con la camiseta celeste y, a medida que el partido avanzaba, disminuía la densidad de los autobuses y con cada gol que metían a Bolivia rugía toda la ciudad. “Madre mía”, comenté sorprendida a un amigo uruguayo, “qué afición”.

“Esto no es nada”, me dijo con el orgullo y la contundencia de un general de alto rango, “Ya verás cuando juguemos en el Mundial. Se para el país”. El uruguayo no suele exagerar, así que guardé aquella advertencia en alguna parte y cada día que pasa no hago más que evidenciarla.

El primer partido de la clasificación de grupos se vivió en Montevideo como en España se viviría una final o cómo lo viven los “aficionados”. Aquí todo el mundo es “aficionado”, mi madre, por ejemplo, – un ser espectacular pero que fácilmente podría afirmar que Casillas es el portero de la selección española hoy -, en Uruguay organizaría un asado para toda la familia, iría vestida de azul a la confitería y comentaría con tino el pase de Godin a Silva.

Caminar por una calle minutos antes del partido era como deambular por un páramo inhóspito de cuyas edificaciones emergieran voces remotas, banderas, olores a provolone y cantos.

Cuando a las 11 de la mañana de aquel primer día de Mundial, viernes 15 de junio, me asomé a la plaza de la Independencia, epicentro de la capital, y vi que no había NADIE, que Artigas y su caballo pasaban la mañana en una bruma solitaria y que la avenida que conduce al centro estaba DESIERTA, me di cuenta de que mi amigo no bromeaba. El país se para.

Si los días de la clasificación de grupos la ciudad se paralizó, a excepción de lugares públicos con pantallas que fueron allanados por hordas celestes, el pasado sábado, día de octavos, nublado y frío, el país entero se colgó del Mundial. La arteria montevideana, la avenida Artigas estaba vacía como un desierto a mediodía. Caminar por una calle minutos antes del partido era como deambular por un páramo inhóspito de cuyas edificaciones emergieran voces remotas, banderas, olores a provolone y cantos.

Quienes no participaban del partido domestico iban llegando por decenas al centro de la ciudad, donde la intendencia había instalado una pantalla gigante. Abrigados con bufandas y guantes de preferencia celeste, y animados por la idea de ver el encuentro con aficionados, amigos, humanidad compacta y sufrimiento conjunto, seguían el encuentro con una mezcla peligrosa de preocupación profunda y adrenalina efervescente.

Las aproximaciones de Portugal a Muslera, los adelantamientos de Ronaldo o el gol fatal fueron digeridos con un amargor profundo que sólo los goles a favor reconvirtieron en un júbilo nunca visto, en una algarabía sin precedentes, en una carga emotiva tan intensa que las lágrimas eran pocas para la ocasión

los goles a favor reconvirtieron en un júbilo nunca visto, en una algarabía sin precedentes, en una carga emotiva tan intensa que las lágrimas eran pocas para la ocasión

Yo nunca había visto eso. Nunca había visto que gente de tan variada edad, condición y naturaleza encarara con un vigor tan flagrante un partido de futbol y que un pueblo entero se movilizara de esa forma para unos octavos de final. Nunca habría imaginado, además, que fuera aquí, en un país manso hasta en su forma de hacer chistes, donde el personal se pusiera “el mundo por montera” y sacara su garra charrúa más afilada y pura en un arrebato conjunto de solidaridad y furor.

No sé qué nos espera este viernes. No puedo imaginarme hacia donde irá encaminada esta nave. Los foráneos estamos divertidos y expectantes. Dividimos nuestro foco y nuestras ansias entre el estudio antropológico del comportamiento de los uruguayos, y una corriente desconocida que no sabemos identificar.

Empieza atravesando las nacionalidades derrotadas, las selecciones que regresan con la cabeza agachada, y va llenando los vacíos futboleros de una masa celeste y fiera que, casi en vísperas de la batalla campal, siembra una semilla charrúa pura y una militancia incondicional.

 

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