Encrucijada de caravanas

Por: Vicente Plédel & Marián Ocaña
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No hay nada más evocador en el infinitamente vasto desierto que la impertérrita imagen de las  legendarias caravanas. Nuestra entusiasta idea de surcar cientos de kilómetros de Sahara para ir desde Ghat hacia la remota ciudad de Ghadames, tiene como objetivo seguir las huellas de las intrépidas caravanas que durante siglos recorrieron las díscolas arenas de este océano de arena.

Pacientemente aguardamos en Ghat la llegada de algún otro 4×4 que quisiese realizar esta aventurada ruta que separan este vestigio tuareg de la ciudad de Ghadames. Nos desaconsejan cruzarlo con un solo vehículo por las dificultades y contratiempos que se pueden producir en una ruta de más de 600 Km. de puro desierto con total incomunicación. Además, hay que inscribirse antes de partir y es obligatorio hacerlo con un guía, no sólo por la facilidad de perderse sino también porque se roza la frontera de Argelia y es muy fácil adentrarse inadvertidamente. Eso acarrearía los consiguientes arrestos y problemas si uno se encuentra con una patrulla argelina de vigilancia de frontera.

Navegar sobre las dunas es una lucha interior, se palpa constantemente el peligro de volcar y anhelas que se termine pronto pero todo es tan hermoso que no quieres salir de ese entorno

Los días pasan y nuestra espera es infructuosa, a veces la impaciencia puede más que la razón y ésta es una de esas ocasiones. Hartos de esperar contratamos al tuareg Ahmed. Nos garantiza que conoce bien ese “gran vacío”. Nos inscribimos en la policía de Ghat y al llegar a Ghadames deberemos volver a registrarnos para cerrar la ruta. Ahmed y nuestro GPS van a ser nuestros únicos “ángeles” en esta solitaria “caravana”. En dos horas compramos víveres y cargamos tantos bidones de agua y combustible como nos permite nuestro limitado espacio. Llega la hora de partir. Apenas abandonamos Ghat… todo rastro de civilización desaparece al instante. Los primeros doscientos kilómetros son aparentemente sencillos pero al poco hacen acto de presencia las grandes dunas. Las carcasas calcinadas de todoterrenos salpican la ruta como espectros amenazantes que nos recuerdan que los dominios de las arenas no son un juego de niños. Las dunas, tan hermosas como agresivas, se nos hacen interminables. Navegar sobre ellas es una lucha interior, se palpa constantemente el peligro de volcar y anhelas que se termine pronto pero todo es tan hermoso que no quieres salir de ese entorno. Tras cabalgar sobre las dunas, los pedregales y las hamadas se van alternando y por muchas precauciones que tomamos acabamos pinchando una rueda. Tan sólo vislumbramos la obra del hombre en un fugaz campamento petrolífero que divisamos en el lejano horizonte y que perdemos  de vista poco después.

Las indicaciones de Ahmed comienzan a ser muy imprecisas, parece dudar. Después de recorrer más de 670 Km. por el desierto… ya deberíamos entrever la ansiada Ghadames pero el GPS nos indica que todavía nos restan 80 Km. en línea recta… y en este entorno no existe la línea recta. Ahmed nos asegura que pronto nos reuniremos con el rumbo correcto pero no es así. La verdad es que ha perdido totalmente las referencias y nos ha introducido en una zona en la que no ha estado en su vida. Nos está haciendo ir a ciegas para ver si reconoce algo. A pesar de las exactas indicaciones del GPS sobre la posición del destino no hay modo de encontrar el camino en este laberinto de rocas, jebeles y trampas de arena.

No hay modo de alcanzar Ghadames. Ahmed no tiene ni idea de  como salir de aquí y el GPS nos indica dónde estamos y el destino pero no el camino

Las horas van pasando y la ruta cada vez se complica más. Los pedregales se suceden uno tras otro, los bajos pagan su tributo y perdemos la segunda rueda de repuesto, ya vamos con lo puesto. Para colmo, nos metemos en una inmensa llanura de fech-fech, la traicionera arena tan fina y volátil como la harina. Planchas, sudor, palas, arena hasta los lugares más recónditos y el limpia-parabrisas funcionando porque el fech-fech se nos pega en los cristales. No hay modo de alcanzar Ghadames. Ahmed no tiene ni idea de  como salir de aquí y el GPS nos indica dónde estamos y el destino pero no el camino. No sabemos por donde franquear los jebeles que nos rodean. Recordamos el campo petrolífero que distinguimos esta mañana y decidimos intentar localizarlo siguiendo a la inversa los puntos GPS grabados.

Cae la noche pero seguimos adelante, llegamos al punto donde lo divisamos. Nos detenemos, paramos el motor, apagamos todas las luces y esperamos a habituarnos a la oscuridad con la esperanza de ver alguna luz en la lontananza. Y así fue, a los cinco minutos nos pareció percibir unas pequeñas luces y nos dirigimos hacia ellas. Cuando entramos en el recinto no dan crédito a la aparición de un solitario vehículo en plena noche. Superada la sorpresa, el encargado del mismo, un agradable y hospitalario libio, nos acoge con los brazos abiertos. A la mañana siguiente revisamos los bajos del coche pero, aunque abollados, los golpes con las rocas no han fracturado nada. Tan sólo un estribo doblado. El propio taller del campamento nos mete una cámara en la menos malograda de las ruedas reventadas y partimos de nuevo con el rumbo corregido.

Ya reorientados, conseguimos llegar a nuestra meta: Ghadames, «La perla del desierto» Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Esta encrucijada de caravanas comerciaba con lucrativos productos como animales salvajes, oro, marfil y… esclavos. Son muchos los que por sus angostos pasillos deambularon: africanos, árabes, bereberes y tuaregs, dejando sus huellas en esta acogedora ciudad del desierto. Romanos y bizantinos también conquistaron esta estratégica plaza y el primer europeo que traspasó sus puertas fue Alexander Gordon Laing en 1824, en su camino a Tombuctú. Lo que más sorprendió al osado explorador fue la concordia y hospitalidad entre la que vivían sus gentes.

Romanos y bizantinos también conquistaron esta estratégica plaza y el primer europeo que traspasó sus puertas fue Alexander Gordon Laing en 1824, en su camino a Tombuctú.

El enclave es realmente asombroso y, aunque solitario, a veces nos cruzamos con ancianos, que nos saludan con simpatía y en un italiano un tanto olvidado, charlan unos minutos antes de proseguir su camino hacia la mezquita, donde emprenderán sus rezos. ”Salam alekum… m’alekum salam”. Su atractiva historia compite con la belleza y magia que encierra su incomparable medina con arquerías y laberínticos pasillos. La blancura que cubre las paredes, de esta intrincada maraña de corredores, se contrasta con las oscuras galerías que se abren a un lado y otro de los pasadizos que componen la medina. Nos perdemos por sus callejones estrechos y oscuros, donde las puertas de troncos de palma sellan las tradicionales viviendas del pasado. Por fin recibimos un soplo de aire fresco. Los habitantes del desierto tuvieron que ingeniar mecanismos de construcción creando sombras y corrientes de aire que les permitiesen sobrellevar su estancia en estas rudas latitudes. Y entre la hospitalidad y la singularidad de uno de los emplazamientos más simbólicos del país ha llegado a su fin nuestro recorrido por Libia.

Durante miles de años la tierra libia ha sido habitada y recorrida por gentes y pueblos de muy variados orígenes y temperamentos. Y todo ello rodeado de un escenario tan seductor y misterioso como es el  Gran Sahara que ha permitido transformar este desierto olvidado en un desierto inolvidable… pero la guerra civil ha cerrado la puerta de este prodigioso destino que tardará largo tiempo en recuperarse de tan brutal revés.

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