Hernán Cortés: un conquistador sin estatua (I)

Por: Ricardo Coarasa
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La exposición de Hernán Cortés en Madrid llega con unos siglos de retraso. El conquistador extremeño es, sin duda, uno de los personajes más relevantes de la historia de España y de América. Protagonizó una de las mayores gestas de todos los tiempos, la conquista del imperio azteca, que empequeñece a la más osada película de aventuras y hace palidecer a las fantasías caballerescas más disparatadas. Pero, sin embargo, las puertas de la gloria están cerradas para él. A poco de cumplirse los 500 años de esa epopeya, ni siquiera tiene una estatua en Madrid, capital de esa España acomplejada cuyos dominios ensanchó hasta el México actual y el sur de los Estados Unidos. No digamos ya en el DF, donde un busto suyo seguramente no resistiría en pie más allá de unas horas.

Cortés se tiene que contentar con una estatua en su Medellín natal, el obligado reconocimiento del municipio pacense a su hijo más ilustre. Pero ni siquiera allí la memoria del conquistador está a salvo de los desaprensivos. Hace unos años, coincidiendo con el bicentenario de la independencia de México, su efigie amaneció pintada de rojo. Los botarates que perpetraron la patochada reivindicaron el ataque contra el «fascista» Cortés en un comunicado.

A poco de cumplirse los 500 años de esa epopeya, Hernán Cortés ni siquiera tiene una estatua en Madrid

Cortés es el principal damnificado de la leyenda negra que los enemigos de ese imperio donde nunca se ponía el sol propalaron a conciencia por la vieja Europa para intentar cambiar el rumbo de la historia. Y lo consiguieron -gracias, sobre todo, a que España puso mucho de su parte-, dejando eso sí unos cuantos cadáveres por el camino. El más ilustre es el del conquistador extremeño, cuya memoria sigue, 500 años después, soterrada bajo un cúmulo de prejuicios y palabras gruesas, tan pesado como una gigantesca montaña de escombros.

No soy un historiador, sino sólo un periodista que se hace preguntas por el camino del conocimiento. Llevo más de veinte años leyendo todo lo que cae en mis manos sobre Hernán Cortés, sobre todo crónicas originales de la conquista (quizá por esa deformación profesional de acudir siempre a las fuentes directas de la noticia), y todavía sigo haciéndome la misma pregunta: ¿por qué?
Los anaqueles de la Historia están repletos de forjadores de imperios que delimitaron sus fronteras con un reguero de sangre. Dos de los más grandes, Julio César y Alejandro Magno (indudables referentes para el conquistador de México) no triunfaron en sus campañas militares con una rama de olivo entre los dientes. Cortés tampoco, pero a él no se le ha perdonado.

Los anaqueles de la Historia están repletos de forjadores de imperios que delimitaron sus fronteras con sangre, pero a Cortés no se le ha perdonado

En el imaginario colectivo, a menudo construido con materiales tan débiles como la choza de paja del cerdito de la fábula infantil, Cortes es un cruel conquistador que sometió al mayor imperio de América, con permiso de los mayas, con sólo 400 hombres tras quemar sus naves en las costas de Veracruz. Ninguna de las dos cosas es verdad. Apenas un par de soplidos, como los del lobo del cuento, son suficientes para desbaratarlas.

Cortés conquistó el imperio de Moctezuma con 400 españoles, sí, pero si esa gesta pudo culminarse con éxito fue, sobre todo, gracias a las tropas indígenas que se sumaron a su causa, hartos como estaban sus pueblos de la tiranía azteca, de que sus hijos terminasen sacrificados en el templo mayor de Tenochtitlan (el actual DF) y de los abusivos impuestos que les imponían. La conquista de México, liderada por Cortés, es por encima de cualquier otra cosa una empresa mexicana. Esa aparente contradicción, todavía pendiente de asumir por el México moderno, tan mestizo como lo deseó el conquistador extremeño, es un nudo gordiano que impide, cinco siglos después, que México se reconcilie con Cortés «con sus virtudes y sus defectos», como deseaba el gran Octavio Paz.

La conquista de México, liderada por Cortés, es por encima de cualquier otra cosa una empresa mexicana

Tampoco ordenó quemar sus naves para que los soldados no pudiesen regresar a Cuba y le siguiesen camino del corazón del imperio azteca. Aunque la escena rezume épica por todos lados, lo cierto es que (como atestiguan sobradamente los cronistas de la época), Cortés ordenó hundir los barcos en el arenal, inutilizarlos para que no hubiese vuelta atrás. Pero no hubo llamas ni más fuego que el que ardía en el corazón del conquistador por adentrarse en lo desconocido al encuentro de Moctezuma.

¿Quién? La leyenda negra sobre Cortés debe mucho al fraile dominico Bartolomé de las Casas y su «Brevísima relación de la destrucción de las Indias». De las Casas, indulgente con otros muchos conquistadores, fue muy severo con el extremeño, y denunció con ahínco la crueldad con la que los españoles trataban en la Nueva España a los indígenas, esclavizándolos en su provecho. La imagen de los conquistadores ávidos de oro torturando a los indios ha quedado esculpida en la conciencia colectiva. Todo, por supuesto, era culpa de Hernán Cortés.

Fray Bartolomé de las Casas denunció una realidad que existía, pero en pos de la justicia que anhelaba terminó comportándose de forma injusta

Lo que De las Casas no cuenta es que esos mismos indígenas estaban esclavizados por los aztecas, que eran dueños de sus vidas, pudiendo incluso entregarlos para que fueran sacrificados a sus dioses. Lo que De las Casas no cuenta es que él mismo llegó al Nuevo Mundo desde España con un cargamento de esclavos… negros, porque la esclavitud de la raza negra no le deparaba, al parecer, demasiados reproches morales. Lo que De las Casas no cuenta es que la primera legislación laboral de México, en 1524, ya prohibía a los colonizadores hacer trabajar en el campo a las mujeres y a los menores de doce años (cuando hoy en día nuestra civilización aún no ha podido terminar con la explotación infantil). Eran comportamientos brutales en unos tiempos brutales.

Lo que De las Casas no cuenta es que, en esos años, en España todavía se herraba a los esclavos y se quemaba a los homosexuales. Comportamientos que, cinco siglos después, ni siquiera hemos sido capaces de erradicar en todo el mundo (lamentablemente, en el siglo XXI se sigue torturando y esclavizando e incluso los homosexuales son perseguidos en muchos países). El dominico denunció una realidad que existía, pero en pos de la justicia que anhelaba terminó comportándose de forma injusta, al generalizar esos comportamientos a todos los colonizadores y achacar la elevada mortandad de los indígenas a la crueldad de los españoles, que la hubo, cuando lo cierto es que fueron las epidemias y las enfermedades las causantes de la gran mayoría de las muertes.

Eran comportamientos brutales en tiempos brutales: en esos años en España todavía se herraba a los esclavos

Tlaxcala es, seguramente, el exponente más significativo de la renuencia de la mayoría del pueblo mexicano a asumir que fueron sus antepasados, tan mexicanos como ellos, quienes fulminaron al imperio azteca y culminaron con éxito la conquista a las órdenes de Hernán Cortés. Los tlaxcaltecas fueron los principales aliados de Cortés, su principal sostén en los momentos de apuro, su cuerpo de ejército en el avance hacia Tenochtitlan. Y, sobre todo, resultaron determinantes tras la Noche Triste y la heroica batalla de Otumba, cuando el puñado de españoles supervivientes, derrotados y exhaustos, hubiese sido fácilmente aplastado de no ser por la lealtad de Tlaxcala, que acogió a los conquistadores y engrosó con sus soldados las huestes de Cortés que regresaron después a la capital azteca para someter definitivamente al imperio mexica.

La cabeza visible de esa alianza con los españoles fue su cacique, Xicotencatl «el Viejo», que desde luego no tiene ninguna estatua en Tlaxcala. Sí la tiene, sin embargo, su hijo Xicotencatl «el Joven», que traicionó a los españoles y fue ahorcado sin contemplaciones por orden de Cortés con el aplauso de su padre. Ni siquiera Tlaxcala es fiel a la memoria del conquistador. Muy al contrario, la alianza con los españoles es un estigma que aún perdura para el pueblo que, por encima de cualquier otro, abanderó el mesticismo del México actual, el México moderno que alumbró Hernán Cortés, un padre todavía repudiado por sus hijos.

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