Inhambane: no pedirás agua al sediento

Por: Ricardo Coarasa (fotos R. C. y Juancho Sánchez)
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La vida se detuvo de repente en el arcén de la carretera. Cuando se viaja en coche, casi siempre pasa demasiado rápido ante nuestros ojos y, contrariada, a veces te frena en seco para obligarte a serenar la mirada, que ya no distingue, entre la incesante barahúnda de imágenes, los ojos llorosos de un niño o la mueca indolente del joven que esculpe su sombra sobre la tierra roja.

En un punto indeterminado de la provincia de Inhambane entre las localidades de Inhacongoo y Cumbana, en el sur de Mozambique, el motor del todoterreno entró en ebullición y no hubo más remedio que arrimarnos a la cuneta. Había que intentar refrigerarlo a toda costa y necesitábamos la mayor cantidad de agua posible si queríamos continuar sin sobresaltos. Muy pronto habíamos vaciado las botellas que llevábamos en el coche, un maná que el motor devoraba entre una batahola de vapor que consumía el líquido sin remisión. Hacía falta más agua.

A veces la vida te frena en seco para obligarte a serenar la mirada, que ya no distingue, entre la incesante barahúnda de imágenes

El lugar, maldecido por el sol, no parecía el más propicio para encontrarla. En la carretera había vendedores de cacahuetes, que colgaban de las ramas de un árbol sus bolsas de plástico, y puestos de gasolina embotellada; ambulantes que ofrecían «piri piri» (salsa local de guindilla) y hasta centollos. En el rincón más inesperado te tropezabas con una motocicleta con una bandera roja de Frelimo, el partido gubernamental (las elecciones se celebraban dentro de poco). Pero no, ahí no parecía fácil conseguir más agua para enfriar las entrañas del coche.

A nuestra derecha asomaban las chozas de un pequeño poblado. Sólo mirarlo daba calor. Era lo que teníamos más a tiro y nos acercamos a preguntar con dos botellas de plástico en la mano. Estaba vacío. Jeremías, nuestro conductor, propuso entonces cruzar la carretera en busca de otro poblado cercano. Según nos aproximábamos, parecía que íbamos a correr la misma suerte, aunque pronto distinguimos a una mujer con sus tres niños observándonos bajo un suspiro de sombra de una de las construcciones de la aldea desierta.

El motor entró en ebullición y no hubo más remedio que arrimarse a la cuneta. Había que intentar refrigerarlo a toda costa

Junto a ellos había un pozo de unos tres metros de diámetro, semitapada la boca con una plancha de chapa, en el que desaguaba una rudimentaria tubería encargada de recoger el agua de lluvia. Quizá almacenara agua suficiente para ofrecer a unos «mulungus» desconocidos, pensé. La ilusión se esfumó enseguida. Bastaba con asomarse para darse cuenta de que el pozo estaba completamente seco. O no había llovido hace tiempo o tenía más filtraciones que cemento. Crucé una mirada de desasosiego con mi amigo Juancho. No porque presumiese que nos quedábamos sin agua, sino por la contrariedad que me provocaba pedirla a alguien tan necesitado de ella. Los sedientos del mandato evangélico eran ellos, no nosotros, que sólo necesitábamos enfriar el motor de un coche, los ruidos del progreso que estos campesinos escuchaban todos los días. ¿Qué derecho teníamos siquiera a pedírsela?

Mientras se nos agrietaba la conciencia, Jeremías ya estaba dialogando con la joven exponiéndole nuestro problema. Casi me habría alegrado de que nos hubiese negado el agua pero, sorprendentemente, esa mujer se estaba excusando por no poder dejarnos llenar las dos botellas, pues necesitaba el agua para sus hijos. Sólo podíamos llenar una, lamentaba.

Esa mujer se estaba excusando por no poder dejarnos llenar las dos botellas, pues necesitaba el agua para sus hijos

Me preguntaba cómo reaccionaría yo si un buen día abriera la puerta de mi casa y un desconocido me pidiese el último mendrugo de pan. Recordé entonces a esa niña africana que, terminadas unas breves vacaciones en España gentileza de alguna ONG bienintencionada, respondía en la tele, tras una pregunta que no se merecía, que su mayor deseo sería tener en su casa «un grifo del que siempre saliese agua». Esa mujer que venía hacia nosotros con la botella de plástico llena se comportaba, verdaderamente, como si de su grifo siempre saliese agua y esa hospitalidad que nosotros hemos olvidado hace tiempo me admiraba y, al mismo tiempo, me desconcertaba.

Nosotros pronto beberíamos cerveza fría o refrescos con cubitos de hielo, aunque no sin antes enfriar el motor del todoterreno con ese mismo agua que ella daba a sus pequeños. Sin tiempo para fustigarnos, regresó con la botella llena y se la entregó a los tres desconocidos. No nos pidió nada a cambio y, la verdad, no le dimos siquiera unos meticales por su hospitalidad. A mí ni se me pasó por la cabeza y tampoco estoy seguro de que lo hubiera aceptado. Sólo acertamos a musitar nuestro tímido agradecimiento. Los dos niños más pequeños, indiferentes, seguían mientras trasteando sobre una tela en la que su madre preparaba algo de comer.

Esa mujer que venía hacia nosotros con la botella de plástico llena se comportaba como si de su grifo siempre saliese agua

Esto no es una historia de buenos y malos. Ni nosotros éramos los malos, ni ella la buena, que cada cual, al margen de su procedencia y situación social, carga con su correspondiente hatillo de miserias. Quizá un poco más allá había otro pozo rebosante de agua. Quién sabe. Nosotros pudimos continuar nuestro camino a trompicones, porque hasta llegar a Maxixe aún tuvimos que parar unas cuantas veces a dar de beber al todoterreno. El agua del sediento. Allí, en una gasolinera, afortunadamente había un grifo. De esos de los que siempre sale agua.

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