Accettare: cuore malato

Da: Vincent Marian Plédel e Ocaña (testo e foto)
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El escabroso desfiladero por el que asciende renqueante nuestro vehículo nos deja sin habla. La roca ha sido cortada por una cuchilla de agua llamada río Kabul y nosotros vamos trepando por esa cicatriz milenaria de soberbias vistas.

Esta nueva puerta del mundo nos adentra en una zona muy conflictiva. Hemos dejado atrás Jalalabad y nos dirigimos a Accettare. Tras el pueblo de Surobi brotan abruptas montañas y claustrofóbicas gargantas donde un arbitrario señor de la guerra impone su ley. Posicionadas como nidos de águila, ametralladoras pesadas del ejército regular pretenden hacer creer a los viajeros que el Gobierno controla estas montañas. Una auténtica quimera. Aquí nadie está seguro. En esta ratonera sin escapatoria fue donde unos supuestos bandidos de las montañas emboscaron a una caravana de periodistas escoltada, asesinando a sangre fría a tres de ellos. Una placa emplazada por el Gobierno de España revela que uno de los ultimados fue el español Julio Fuentes, corresponsal de El Mundo.

Ametralladoras pesadas del ejército regular pretenden hacer creer a los viajeros que el Gobierno controla estas montañas

«Welcome to Kabul», reza un gigantesco cartel nada más superar el callejón pétreo que conduce a la capital afgana. Bajo ese lema de hospitalidad, una gran ilustración refleja la realidad y el mayor peligro latente. Una mano tachada sobre catorce tipos de explosivos y minas ilustra muy gráficamente que la muerte y las amputaciones acechan en forma de diabólicos ingenios.

Las minas son la pesadilla de Nader, con el que compartimos arroz, naan (si), estofado y alfombra en la última «chaikana» («casa de té») antes de Kabul. Este joven afgano exiliado en Pakistán se ha reinstalado con su familia en Kabul y, con un inglés aprendido por la necesidad de sobrevivir en un país extranjero, nos confiesa que no le da miedo morir por pisar una mina porque Alá el todopoderoso le acogería en su seno por haber sido un buen musulmán. Lo que le aterra de verdad es quedarse mutilado en un país como el suyo, donde ya es difícil sobrevivir estando completamente entero: «Antes la muerte que arrastrarme mendigando por las calles de Kabul». El bocado que tenemos en la boca se nos atraganta.

A Nader le aterra quedarse mutilado en un país como el suyo, donde ya es difícil sobrevivir estando completamente entero

Entramos en Kabul. Potenti fortificazioni medievali dominano i crinali delle sue colline mostrando la loro anima guerriera. Come la polvere, costantemente sospesa per le sue strade sfortunate, la musica filtra attraverso ogni angolo. Suena en pensiones, Negozi, ristoranti, taxi, peluquerías, a través de los ventanucos de las casas. Los talibanes la prohibieron taxativamente en sus vidas junto al cine y la televisión (“la caja de Satán”, la llaman). Existe un dicho popular afgano que dice: “La música nació en la India, pasó su juventud en afghanistan, cayó enferma en Irán y murió en Arabia”.

Pasear por las calles de Kabul es como hacerlo por las arterias obstruidas de un deteriorado corazón enfermo que se ha visto obligado a soportar varios infartos con sus desesperados intentos de reanimación. La huella de un cuarto de siglo de combates ininterrumpidos y de represión es palpable en cualquiera de sus históricos edificios, una herencia envenenada que se abate sobre cada nueva generación.

Pasear por las calles de Kabul es como hacerlo por las arterias obstruidas de un deteriorado corazón enfermo

A medida que nos aproximamos al Palacio Real de Darulaman nos da la sensación de introducirnos en un cementerio de elefantes. Enormes estructuras de edificios, que albergaron ministerios o antiguas embajadas parecen colosales paquidermos dejándose morir. Un entorno desolador donde ni los habitantes de la capital se aventuran a sobrevivir. Il Museo de Kabul, cerrado al público, hubo de sufrir la ira iconoclasta de los talibanes, que redujeron a polvo más de 2.000 piezas irremplazables. Comprobamos que mejor suerte le ha deparado el destino al Mausoleo de Timur, cerca del río Kabul, donde su arquitecto nos cuenta que la fundación del Aga Khan es la responsable de restaurar la reliquia arquitectónicabasándose únicamente en fotos antiguas.

Pero es en los mercados donde mejor sentimos el pulso del pueblo afgano. Todo se compra y se vende menos la sonrisa, que nos la regalan constantemente. Nos invitan a tes, nos preguntan sobre nuestras vidas y nos cuentan sus historias personales, a veces negras, a veces repletas de esperanza, pero todos con la ilusión de una paz duradera… que no acaba de llegar. Todos en Kabul estaban pletóricos con el fin de los talibanes y, aunque al principio estaban agradecidos a la coalición internacional por haberles expulsado, ahora quieren que se vayan todas las fuerzas extranjeras. Su máxima es «ningún extranjero gobernará Afganistán» y el rechazo a Estados Unidos, como líder de la alianza, se acrecienta cada día que pasa.

Nos invitan a tes, nos preguntan por nuestras vidas y nos cuentan sus historias, a veces negras, a veces repletas de esperanza

Pero la realidad es tristemente amarga y desesperanzadora. Entre los talibanes, constantemente hostigando, los integristas y los incontables señores de la guerra el país estallará de nuevo en mil pedazos si la coalición internacional se retira sin haber dejado antes un Gobierno central afgano aceptado por la mayoría, misión imposible con una idiosincrasia tribal como la afgana. Improvvisamente, un rumor lejano nos saca de nuestra contemplación y terminamos de cruzar rápidamente el puente sobre el río Kabul para dejar paso a los carros de combate de las fuerzas de seguridad internacional que hacen acto de presencia. Sin apenas asimilarlo desaparecen velozmente de nuestra vista dejando tras de sí un halo polvoriento. La gente sigue con sus quehaceres cotidianos como si no los hubieran visto.

Las mujeres no pasan inadvertidas, precisamente por su uniformado y característico atuendo, los burqas azulados, que se mueven como olas entre el polvo. Mientras nos bebemos una cálida taza de «cha» (té verde), Ghafoor, un estudiante universitario, nos explica que no fueron los talibanes los que impusieron el uso del burqa, pues las mujeres afganas ya lo vestían tradicionalmente. Su uso se dejaba a la elección de cada familia pues en la época monárquica (1926-1973) no era obligatorio.

Los burqas azulados de las mujeres afganas se mueven como olas entre el polvo

La diferencia estribaba en que los talibanes convirtieron a las mujeres en furtivas sombras y les impusieron la cárcel de tela dentro del rígido paquete de reglas fundamentalistas que la pena de muerte velaba si no se cumplía a rajatabla. “Ahora vuelvo a tener compañeras en la universidad, pero los talibanes prohibieron la educación a las mujeres, pues consideraban las escuelas “la puerta del infierno”, nos matiza Ghafoor. Pero la triste realidad es que, a pesar de la expulsión del ignominioso Gobierno talibán, muchas familias siguen siendo amenazadas por enviar a sus hijas a estudiar y algunos colegios femeninos son incendiados.

Al corazón enfermo de Kabul le quedan todavía más infartos y más descargas de desfibriladores para que vuelva a la vida una y otra vez. Ha llegado la hora de abandonar la capital de Afganistán para traspasar una puerta de las montañas del Hindu Kush e intentar alcanzar un valle que ha hecho derramar lágrimas a Buda en su descanso eterno: Bamiyan.

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Commenti (2)

  • Mayte

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    Magnifica storia! y que valor para adentrarse en tal país!! Admirable.

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  • Tito Livio

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    Siempre hay que ir buscando estrellas nuevas!

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