Kairouan: la ciudad santa del Magreb

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Me resulta difícil pasar de largo por un cementerio. Hay demasiadas ilusiones enterradas para no dedicarle siquiera unos minutos. Había llegado a Kairouan como casi todos los que la visitan: a la carrera. La cuarta ciudad santa del Islam tras La Meca, Medina y Jerusalén sigue siendo, muy a su pesar, un lugar de paso. Durante siglos, de la ruta de las caravanas. Ahora, de las numerosas excursiones de autobuses llenos de turistas que se acercan a las puertas del Sahara desde las playas tunecinas de Hammamet, Port El Kantaoui y Monastir.

Y eso que Kairouan tiene suficientes señuelos para atraer la atención del visitante. Sobre todo, su espectacular mezquita y un minarete de planta cuadrada que pasa por ser el más antiguo del mundo (si algo me han enseñado veinte años de periodismo es a relativizar afirmaciones tan categóricas). Por si fuera poco, las escaleras que conducen a la parte superior del alminar se construyeron con trozos de lápidas de antiguos cementerios romanos (piedras romanas también adornan los capiteles de la gran mezquita).

Me resulta difícil pasar de largo por un cementerio. Hay demasiadas ilusiones enterradas para no dedicarle siquiera unos minutos

Pero a mí lo primero que me llamó la atención fueron sus murallas, encendidas por la luz vespertina, que con sus muros de más de dos metros de grosor dan a la mezquita un aspecto más de fortaleza que de lugar de culto. Quizá sea porque el fundador de Kairouan fue un general, Oqba Ibn Nafaa, quien tras ver brotar el agua de una llanura asediada por el sol decidió levantar allí mismo, en el año 671, la primera gran ciudad musulmana del Magreb. Todavía hoy, peregrinar siete veces a Kairouan equivale, para los fieles musulmanes, a un viaje a La Meca.

Y allí, junto a las murallas, está el camposanto ante el que no pude pasar de largo. Sus lápidas blanquecinas parecían capillas de sal asomando por encima de la tierra seca. La piedra encalada dulcificaba la cercanía de la muerte. Paseando entre las tumbas del viejo cementerio con un telón de fondo tan magnífico tenía muy pocas ganas de acercarme a ver la mezquita sorteando grupos de turistas. Me senté en una piedra y disfruté de esa estampa de otro tiempo escuchando el silencio de los muertos, quizá el más estruendoso de los silencios, porque retumba sin remedio en las honduras del alma humana, allí donde se acurrucan nuestros miedos.

Me senté en una piedra y disfruté de esa estampa de otro tiempo escuchando el silencio de los muertos, quizá el más estruendoso de los silencios

Saqué unas cuantas fotografías y tras recorrer con parsimonia un tramo de la muralla, cuyos ladrillos utilizaron los nazis durante la Segunda Guerra Mundial para construir una pista de aterrizaje, caminé hacia la mezquita y me derretí al sol en su inmenso patio porticado. Aunque se permite la entrada a los turistas, hay que conformarse con ver la sala de oración desde fuera.

Ya había tenido suficiente. Quería contemplar la ciudad santa del Magreb con más perspectiva. El dueño de uno de los comercios aledaños pronto me ofreció subir a la azotea del edificio para disfrutar de esas vistas. Desde arriba la ciudad perdía algo de magia, pues las construcciones modernas desmerecían el entorno. Era mejor recorrer sin prisa su medina y perderse entre los numerosos zocos, escuchando el soniquete de los comerciantes voceando sus ofertas. Todos tenían, por supuesto, las mejores alfombras y a unos precios incomparables.

Kairouan asume su condición de ciudad más antigua de Tunez sin estridencias ni alharacas. Con el paso del tiempo como único aliado

La raigambre de Kairouan asomaba en cada esquina, en cada una de sus numerosas mezquitas, en las puertas de su muralla, en la vida detenida de sus teterías. Esas calles de la medina tenían algo especial, distinto a todo lo que había visto en cualquier otra ciudad tunecina. Quizá era la naturalidad con la que Kairouan asumía su condición de ciudad más antigua de Tunez, de ciudad olvidada al fin y al cabo. Sin estridencias ni alharacas. Con el paso del tiempo como único aliado.

Para los creyentes, la visita no está completa sin acercarse a la Mezquita del Barbero, que guarda un relicario de gran valor para los musulmanes: un mechón de pelo de Mahoma conservado con devoción por su barbero. Sus azulejos son asombrosos. Ya en el zoco del cuero, otra mezquita, la de las Tres Puertas, seguro que suscita la curiosidad del viajero, quien sin embargo tendrá que conformarse con disfrutarla desde la calle, pues no se permiten visitas.

Un ciudad que recibe a sus visitantes con un cementerio no puede olvidar jamás su pasado. Sus lápidas inmaculadas me parecían ahora, sin embargo, las páginas en blanco de un libro por escribir

De vuelta al cementerio, pensé que Kairouan está obligada a mirar hacia atrás. Un ciudad que recibe a sus visitantes con un cementerio no puede olvidar jamás su pasado. Sus lápidas inmaculadas me parecían ahora, sin embargo, las páginas en blanco de un libro por escribir. El de un Kairouan que merece ser algo más que una parada para autobuses de turistas con prisas.

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