La «dura» Policía de frontera de los Estados Unidos

Por: Miquel Silvestre (texto y fotos)
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Estoy en Vancouver. Volé desde Manila. Me gusta el frío después de tanto calor pero empiezo a sentirme prisionero. No puedo irme porque mandé a Atrevida, mi moto, por barco y tardará unos días en llegar. Me entretengo escribiendo, haciendo ejercicio físico y preparando el viaje a Alaska. Vuelvo a vivir en algún tipo de rutina. Aunque hoy he hecho algo diferente. Hoy ha sido un día de turismo. Hoy he ido a Estados Unidos. Aunque probablemente haya sido el viaje más corto a Estados Unidos de la Historia. Visto y no visto.

Creo que habré circulado por ese inmenso país no más de 500 metros. Bueno, un kilómetro si contamos la vuelta desde el primer cambio de sentido tras dejar la frontera. En tiempo, tirando por lo alto, no más de cinco minutos. Y no, no es que me haya entrado un repentino aborrecimiento por la nación norteamericana, más conocida como El Imperio. No, me he ido tan rápido porque no tenía nada que hacer allí salvo una cosa. Entrar. Que no es poca faena.

Descontando Israel, no creo que haya nación con más tipos repartidos por el mundo con ganas de darle duro

Los Estados Unidos de América son uno de los países con más rigor fronterizo del planeta. No se fían de nadie, y se entiende. Descontando Israel, no creo que haya nación con más tipos repartidos por el mundo con ganas de darle duro. De modo que entrar en corral del campeón de la libertad tiene su aquel y su puntito dictatorial. Y puede salir mal. Lo sé por otros motoviajeros. No es inusual que pretendiendo cruzar por una frontera terrestre, ya sea Canadá o Méjico, los hayan rechazado sin posibilidad de apelación.

Supongo que el 95% de los europeos que ingresan en Estados Unidos lo hacen por avión. En los aeropuertos están acostumbrados a despachar rápido a estos ciudadanos especiales que no necesitan visado pero si una autorización electrónica que se obtiene mediante un procedimiento que llaman ESTA. Se rellena por Internet, se pagan 14 dólares con tarjeta de crédito, y te la aprueban rápido. Pero eso está pensado para los aeropuertos. En el formulario ESTA figuran los casilleros para número de vuelo y compañía aérea y es obligatorio rellenarlos.

¿Qué podría pasar si uno se presenta en una frontera terrestre con una flamante ESTA? Cualquiera que haya viajado a Norteamérica sabe cuan puntillosos pueden ser preguntando sobre tus verdaderas intenciones. Unos funcionarios estrictos o inexpertos podrían poner muchas pegas ante cualquier cosa que se salga de lo habitual. Pero si consigues que el oficial de aduanas te entregue un papelito verde, durante sus tres meses de vigencia puedes entrar y salir por cualquier frontera terrestre estadounidense como Pedro por su casa.

La aduana de Washington está a unos 60 kilómetros de Vancouver; la de Alaska a unos 2000. Si por la razón que fuera en la de Alaska me decían que nones, iba a estar bien jodido. Si en Washington lo hacían, tenía otros recursos más a mano y sobre todo tiempo para resolver el problema. Así que la razón de mi brevísimo viaje estaba clara. A Washington del tirón a conseguir la tarjeta verde y una vez con ella, para Alaska con total tranquilidad.

El día no acompañaba. Frío y lluvioso. Esa cortina de lluvia persistente aunque no torrencial de los climas septentrionales. Un coñazo para andar en moto

El día no acompañaba. Frío y lluvioso. Esa cortina de lluvia persistente aunque no torrencial de los climas septentrionales. Un coñazo para andar en moto. Afortunadamente, Kelly Anderson, el director del concesionario Vancouver Motorrad, me ha proporcionado algo de equipo para subsistir mientras llega el mío junto con la moto. Una chaqueta y un pantalón. Son buenos. Ligeros e impermeables aunque me vienen algo grandes; están pensados para canadienses. Con eso y la RT 1200 que como unidad de prensa me ha dejado BMW Canadá gracias a las gestiones de BMW Motorrad España, estaba listo para surcar el mar de autopistas y puentes que permiten la huida de Vancouver.

El GPS lo tengo ya cargado con mapas de Norteamérica (los que me manda puntualmente David (Brainwood) Serrano. Lo he sujetado a la moto con cinta aislante y a tirar millas. Niebla y suelo húmedo no ayudan a disfrutar. Prudencia entre tanto mastodonte de mucho cubicaje, aunque que los canadienses, que se sienten mejores intelectualmente y se creen superiores moralmente a los estadounidenses, es cierto que no abusan tanto de los doce cilindros. Con “solo” ocho se salva más y mejor el planeta.

La moto va de fábula. Suave, manejable, una joyita con el típico corazón bóxer que tanto nos apasiona a los amantes de la marca. La carretera es buena y avanzamos rápido. Carteles van anunciando el tiempo de demora en frontera. De 10 a 20 minutos. ¡Les parecerá una eternidad! Menudo contraste con otras fronteras donde el tiempo es algo que no existe. Esas donde puede llevar un día de trámites pasarlas. Cuando llego a la linde, no hay puesto de salida de Canadá. Una cola de coches no muy larga y llego a donde el madero. Es amable, hace algunas preguntas, me da una tarjeta naranja y me manda al edifico. Allí hay una cola de peatones más larga. Son los tipos como yo. Los que no son canadienses, los que no pueden adquirir un documento, la tarjeta Nexus, que los habilita para cruzar fácilmente.

Los que estamos aquí somos los necesitamos un examen particular. Hindúes, algún europeo, unos pocos árabes muy occidentalizados… la chusmilla, vamos. Y enfrente, ellos, los dioses. Oficiales de policía de frontera. Uniformados de azul combate, con pantalones de bolsillos, botas altas, correaje negro y un completo arsenal colgando, que si un pistolón, que si una linterna, que si una porra, que si el cargador, que si las esposas… y todo para estar sentado delante de una pantalla.

Inmediatamente tenía a mister-cachas-pelo-de-cepillo-magum-45 pidiéndome por favor que la guardara en el bolsillo

Eso sí, al loro están. Mi cámara Contour HD ha sido detectada cero coma dos milésimas de segundo después de entrar en el sacrosanto hogar de la Homeland Security. Y eso que mi preciado artilugio suele pasar bastante desapercibido si va pegado al casco. Pero inmediatamente tenía a mister-cachas-pelo-de-cepillo-magum-45 pidiéndome por favor que la guardara en el bolsillo, que de hacerlo por las buenas me estaría muy agradecido. Yo también he dado gracias por no verme reducido con descargas eléctricas mientras me rociaban los ojos con spray de pimienta y un pastor alemán de afilados colmillos desgarraba los bajos de mi prestado, y dos tallas grandes, pantalón de motorista.

Un largo rato de espera después me ha llamado un tipo calvo y menos atlético. Las fuerzas del orden en casi todo el planeta, y USA no es en esto una excepción sino quizá el modelo, se suelen dividir en dos biotipos: cachas de marciales actitudes o fondón de donut. Y este era de los donuteros. Entregado el pasaporte, comienza a mirar los sellos de todos esos países revoltosos. Que si un Indonesia, que si un Sudán, que si un Malasia, un Jordán o un Siria. Vamos, lo normal en estos casos de que un fulano con casco y barba de chivo pretenda entrar desde Canadá con un pasaporte español y una moto matrícula de Ontario.

—¿Y usted que ha venido a hacer aquí, si puede saberse?
—Pues verá, señor agente, yo es que doy la vuelta al mundo en moto, ¿sabusté?
Y el tipo venga a mirar el pasaporte. Y venga a pasar los ojos por el sello de Siria.
—¿En esa moto que está ahí fuera?
—No, sabusté, es que la moto es Canadiense, bueno, es alemana, es BMW, una RT, muy buena, eh, pero la matrícula es de Canadá, de Ontario mismamente.
—¿Pero de quién es la moto?
—¿La moto dice? Uy, la moto es de BMW.
—No le pregunto la marca, sino el propietario. ¿Es suya?
—¿Mía dice? Quiá, ¡qué va a ser mía, si es una RT 1200! Le digo que es de BMW Motorrad Canadá, que me la han dejao por ser de la prensa.
El tipo deja el pasaporte sobre la mesa y me mira fijamente con sus ojos azul látigo.
—¿Trabaja usted para BMW?
—Algo así, sí, doy la vuelta al mundo en moto, y a BMW eso le gusta, porque hago unas fotos muy bonicas, ¿sabusté?
—¿Ha consultado la información sobre esa actividad en Estados Unidos?
—¿Qué actividad?
—Periodismo. Tiene que declararlo y obtener un permiso de trabajo, si le paga BMW…
—¡Anda la osa! ¿pero qué dice este gachó? ¿Qué me va a pagar BMW? Yo hago las fotos porque quiero, porque son muy bonicas. ¿Quiere que le enseñe unas de las que hago con el ipone? Con el fistrogram me quedan de lo más aparente, así como con colorines y eso.
—Puede sentarse ahí unos minutos, por favor.

¿Qué secretos nuestros no tendrá recopilados este Leviatán fabuloso? Imposible engañar a sus muchas agencias de seguridad y espionaje

iré donde me señalaba. Era el mismo lugar donde había estado esperando diez minutos antes de conseguir hablar con él. Me devolvían a la casilla de salida. El tipo apuntó mis datos y llamó a una colega. Una nazi rubia y madura. Juntos se sentaron delante de la pantalla del ordenador mientras se iban pasando mi sospechoso pasaporte. Ora lo examinaba él y ella miraba la pantalla, ora se cambiaban los papeles. Muy de vez en cuando levantaban la vista en mi dirección, y allí estaba yo, mirándoles a ellos, anhelante como un chucho hambriento de pan y cariño, pensando que en ese supercerebro electrónico gigante tipo Hal 9000, el ordenata loco de 2001 Odisea en el Espacio, estaría toda la información sobre mí y mi familia desde hace tres generaciones. ¿Qué secretos nuestros no tendrá recopilados este Leviatán fabuloso? Imposible engañar a sus muchas agencias de seguridad y espionaje-

Y los minutos pasaban. Y mi preocupación aumentaba mientras me preguntaba por qué coño no había cogido un avión como hace todo el mundo. Pero no, ahí estaba yo con mi pasaporte con más sellos raros que la casa de un filatélico friki, con una moto canadiense que BMW no me había autorizado a sacar del país, con ropa prestada y dos tallas grande, las maletas vacías y cuatro cámaras de foto y vídeo. Carajo, la verdad es que sí era rematadamente sospechoso. La cosa no iba a salir bien. Ya podía olvidarme de Alaska. Entonces me hicieron un gesto. Acerqueme solícito y servil. Donut man sonrió y me pidió que pusiera mis diez dedos en el escáner, aunque también solicitó que lo hiciera por orden, primero los de una mano y luego los de la otra y no todos al truño.

La compañera sentada a su lado me dijo que estaba deseando irse a España de vacaciones, pero no para ir a la playa sino a Sevilla, a vivir la vida de los barrios y disfrutar la arquitectura

Mientras yo dejaba que una luz amarilla acariciase mis yemas, él tipo me preguntó cuanto tiempo pensaba estar en el país. Su tono era totalmente cordial. La compañera sentada a su lado me dijo que estaba deseando irse a España de vacaciones, pero no para ir a la playa sino a Sevilla, a vivir la vida de los barrios y disfrutar la arquitectura. Sorprendido por su súbita amabilidad, me pregunté que diablos les había dicho sobre mí aquel gran Hermano de la seguridad nacional. De qué misteriosa e infalible fuente habían deducido que yo no eran el peligroso terrorista prosirio que todas las apariencias indicaban.

Cuando me incline para recoger mi pasaporte con la ambicionada tarjeta verde, forcé el gesto lo suficiente para ver con el rabillo del ojos una esquina de la pantalla plana que los había tenido tan ensimismados. Fue apenas medio segundo, pero descubrí que tenían abierta una página del youtube y veían sin sonido un vídeo de un tipo que se hace llamar Big Monkey. O al menos eso leí sobreimpresionado en horribles subtítulos.

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