La enloquecida historia de las cebras de La Paz

Por: Enrique Vaquerizo (texto y fotos)
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El año que viví en La Paz, la sombra del monte  Illimani me arropaba las noches y los quiosqueros vociferantes me jaraneban las mañanas. Uno se levantaba  con las pestañas de plomo, estrellando la resaca contra la pared, para comprobar como el sol de la ciudad te caía de golpe sobre la certeza desoladora de no haber dormido más de un par de horas.

En La Paz no se duerme, al menos no se duerme bien en el sentido de que hay mucha altura y sobre todo hay  muchos bares, y los bares hacen mucho ruido y a veces uno hasta entra y entonces  no sabe bien cuando va a salir. El Flor de Caña se te enreda entre las piernas mordisqueándote juguetón el bajo de los pantalones hasta que miras el reloj y ves que apenas te quedan tres horas para ir a currar.

Si Paris era una fiesta, La Paz sobre todo en sus mañanas era un velatorio

Si Paris era una fiesta, La Paz sobre todo en sus mañanas era un velatorio. Uno se paraba en un puestecito a desayunar una salteña y veía una procesión de cadáveres. Cadáveres exquisitos eso sí, jóvenes trabajadores de Naciones Unidas, cooperantes de mil madres y becarios de embajadas que trastabillaban como zombies por las calles de la ciudad diligentes y responsables. El futuro del primer mundo, la flor y nata de la juventud profesional europea. Algunos se manejaban con el mismo brío a esa hora, como si en vez de ir a la oficina acabasen de salir del after.  Teníamos puestos de tan alta responsabilidad y había que tomárselo tan en serio que de lunes a viernes decidimos pasarnos todo el año borrachos.

Nos saludábamos con ligeras inclinaciones, a veces volvíamos discretamente  la cabeza, avergonzados porque el joven trajeado y seriote, limpio, de buena familia y madridista que cruzaba ahora a tu lado, apenas unas horas antes era una responsable de la ONU bailando desenfrenado encima de un taburete del bar. Si te encontrabas con amigos el asunto era distinto, te saludabas con efusión y te parabas en la esquina a  olisquearte  las heridas ¿Pero bueno y tú cuanto has dormido? Le soltabas entre la envidia y la conmiseración, Al volverse comentabas -¡Este hoy va fino al curro, bronca segura! Y así nos iba la vida. En esas condiciones cruzar los 70 metros que separaban mi casa de la oficina, se convertía en una autentica odisea. Enfrentar dos avenidas infernales como dragones enfurecidos atestadas del variopinto tráfico paceño podía resultar algo absolutamente desolador según  en qué días y condiciones.

Correteaba por la acera buscando desesperadamente  un lugar  donde tuviese al menos un 10% de posibilidades de conservar la vida al cruzar

Recuerdo que era  mi segundo día de trabajo, acudía ya a la oficina jovial y expansivo, corriendo directamente desde  algún bar, cuando al intentar cruzar la calle me quedé perplejo, paralizado, incapaz de sumergirme en aquel disparate rodante. Como el que mete el pie en el agua para comprobar si está fría, correteaba por la acera buscando desesperadamente  un lugar  donde tuviese al menos un 10% de posibilidades de conservar la vida al cruzar. Tras diez minutos de saltitos ridículos con las gafas de sol caídas sobre la nariz, y enseñando unas ojeras del tamaño de un condor, las cholitas que vendían maní en la esquina comenzaron a menear sus cabezas  entristecidas cerciorándose de que estaban delante de otro kara (blanco) con síntomas evidentes de retraso mental.

Cuando estaba considerando una salida digna, o sea la posibilidad de llamar a la ofi para decir que estaba enfermo ya en mi segundo día, un par de sombras me asaltaron de improviso por la espalda y me cogieron por las axilas. – “¡Vaya, lo que faltaba, resaca y secuestro express para desayunar!,  ¡Y sólo llevo dos días!- Pensé con resignación. Estaba  preparando la cartera y las excusas para decir que me lo había gastado todo en cuba libres, cuando miré a mis captores, que me arrastraban ya desbocados hacia el suicidio seguro del tráfico paceño.

Pero parecían reales o al menos todo lo real que puede parecer una cebra que se mueve en dos patas

Y ahí estaban;  Enormes, alegres   y rayadas…¡Dos cebras! En aquel momento la vida y mis pecados pasaron todos por delante. Muy buena tenía que haberla liado para tener aquel delirium tremens a las nueve de la mañana. Pero parecían reales o al menos todo lo real que puede parecer una cebra que se mueve en dos patas. Sintiéndome como en Mogambo opté por dirigirme a la de mi derecha  -Pero tío…¡Tu eres una cebra! Las cebras se pararon y por un momento no supieron si reírse o darme una coz allí mismo.  Al final agarrándome cada una de un brazo decidieron ayudarme  a cruzar la calle. Y así, cantando el Hakuna Matata, fuimos sorteando combis, motos, camiones y demás artefactos del demonio dejándome sano y salvo  al otro lado y lanzándome un beso con sus pezuñas al despedirse.

Aterrado llegué al trabajo palpándome aún las neuronas, ¡En La Paz, hay cebras! Anuncié triunfante  al entrar. Mi jefa, una chilena de setenta años que ya comenzaba a sospechar que le habían colado en la oficina un caballo lleno de griegos, me miró con severidad -¿Qué huevadas dices Vaquerizo?,- ¡Que sí, que dos cebras majísimas me han ayudado a cruzar la calle, se lo juro!-Cuando ella ya estaba llamando a Aerosur para preguntar por el primer vuelo de vuelta a Madrid, mis compañeros bolivianos intercedieron y explicaron que en efecto en La Paz había cebras.

Jóvenes estudiantes de la escuela de teatro de la ciudad regulaban disfrazados de cuadrúpedos  todos los días el desastroso tráfico de la ciudad

El alcalde de La Paz como medida para hacer que el tráfico rodado respetase a los peatones y los pasos de cebra había decidido que en estos hubiese….Pues sí, los lectores de Vap lo habrán imaginado, nada mejor que unas cebras de verdad. Así pues jóvenes estudiantes de la escuela de teatro de la ciudad regulaban disfrazados de cuadrúpedos  todos los días el desastroso tráfico de la ciudad. En rayadas parejas las veía casi siempre por la Santa Isabel, la 20 de Octubre  o el Prado deteniendo a  los coches, haciendo morisquetas y ayudando  a cruzar la calle a ancianitas y jóvenes profesionales curdas y desamparados.

A partir de aquel día  en mañanas particularmente difíciles me paraba en la acera, ajustaba bien mis pantalones, ponía los brazos en jarras y esperaba el contacto salvador de mis amados equinos. Entonces, me dejaba mecer por ellos dulcemente mientras los camiones rugían a nuestro paso como fieros leones del Serengueti y yo con el corazón exultante  de dicha y alivio entonaba a pleno pulmón, ¡Hakuna Matata, sin preocuparse es como hay que vivir…!

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