La piel azul de Libia

Por: Vicente Plédel y Marián Ocaña (Texto y fotos)
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Sabha, punto de encuentro y partida para las actuales expediciones por el desierto, se va desdibujando en nuestro retrovisor pero pronto alcanzamos la cercana, enjuta y desconocida Murzuk. Antaño era la capital del Fezzan y su compacto fuerte otomano, levantado en el lejano siglo XIV, fue otro enclave de vital importancia en la historia del Sahara y la llave para abrir la puerta de un mutante mundo de arenas y rocas. Se erigió en este oasis como un esencial asentamiento para afianzar el control de la zona y como punto de partida de las exploraciones británicas en el siglo XIX que partían en busca del lago Chad y la legendaria Tumbuktú. Exploradores como Denham, Clapperton o Oudney alcanzaron Murzuq con la intención de obtener la protección del Sultan y aprovisionarse de víveres para proseguir sus expediciones hacia el sur.

Al sur, muy al sur, alcanzamos Ghat. Su fastuoso oasis alberga una ciudad agazapada en el umbral del magnánimo desierto. Su laberíntica medina conserva el sabor de tiempos remotos, cuando era una importante etapa de las rutas caravaneras transaharianas que cruzaban el desierto desde los reinos africanos del oeste hasta las costas mediterráneas.

Sus rostros se hallan cubiertos por el característico velo añil, a través de los cuales sólo es posible distinguir su inquietante y penetrante mirada.

Cuando nos acercamos al mercado no es difícil reconocer la figura emblemática de Ghat: el tuareg. Esta población en medio de arenas arenas nos abre la puerta a los dominios de los señores del desierto. Sus rostros se hallan cubiertos por el característico velo añil, el «tagelmoust», a través de los cuales sólo es posible distinguir su inquietante y penetrante mirada. La sudoración destiñe sus hábitos y confiere a su piel un tono azulado.

Levantamos la vista y un fuerte italiano se encresta en la colina más alta, todavía parece velar por la capital tuareg de Libia. Cuando nos posicionamos en lo alto de sus torreones divisamos las imponentes murallas de los montes Akkakus y las grandes dunas acechando a su alrededor. La naturaleza, hermosa y salvaje, desafía al viajero, indicándonos claramente las dificultades que nos encontraremos cuando comencemos a rastrear los tesoros que albergan sus dominios pétreos.

Los Akkakus son unos escarpados macizos rocosos que se alzan por encima de dunas que van modificando sus colores. A medida que avanzamos entre ellas vamos pasando de un pálido dorado a un rojizo intenso en medio de un paraje encantado con mil formaciones rocosas que modelan el paisaje prodigiosamente. Unos tesoros esculpidos por la naturaleza que cobijan otros trascendentes tesoros creados por el hombre desde la prehistoria.

Al abrigo de las paredes rocosas se conservan las imágenes de la vida que se sucedió a lo largo de los últimos… ¡10.000 años!

Al abrigo de las paredes rocosas se conservan las imágenes de la vida que se sucedió a lo largo de los últimos… ¡10.000 años! Los frescos del Akkakus suponen un libro rico de imágenes atestiguando un modo de vida varias veces milenario y recreando el medio ambiente de una región que la evolución del clima ha transformado en un mundo mineral. Gracias a estos artistas del pasado hemos podido trasladarnos a los orígenes de nuestra humanidad y podemos observar a los pastores vivir de nuevo, a los cazadores moviéndose en un marco reproducido con un naturalismo asombroso, como la espontaneidad con la que aparecen representadas mujeres lavándose el pelo o preparando la comida. Seres extrañamente personificados, hombres con cabeza redonda y cuerpos estilizados, que las teorías más atrevidas relacionan con seres extraterrestres. También aparecen los habitantes del Imperio Garamante trasladándose en carros tirados por caballos, aquellos romanos que alcanzaron estas apartadas pero transitadas tierras. Podemos observar como los tuaregs comenzaban a usar un tipo de escritura primitiva permitiéndoles dejar mensajes sobre las rocas cuando cruzaban con sus caravanas el vasto desierto.

Se descubre a través de las numerosas pinturas que cubren las rocas del Akkakus la transmutación que se produjo por estos lugares con la evolución del clima cambiando la fauna, la flora, las costumbres y las gentes que la habitaron. Como los hipopótamos, rinocerontes, elefantes fueron dando paso a los animales más propios de un paraje que comenzaba a desertizarse: avestruces, cérvidos, bovinos… hasta llegar finalmente a las representaciones del camello, cuando el desierto ya había devorado todo vestigio de vegetación… una inagotable extensión de arte rupestre.

Estamos asistiendo a un universo de formas y colores compuesto por columnas que parecen diseñadas por Gaudí

Estamos asistiendo a un universo de formas y colores compuesto por espectaculares arcos, rocas en forma de dinosaurio, agujas afiladas, columnas que parecen diseñadas por Gaudí,  esbeltos picos en forma de dedos unida a una valiosa iconografía que embellece sus paredes rocosas y que convierten al Akkakus en una hechizante galería de arte al aire libre.

Nuestros únicos contactos humanos se producen con aislados asentamientos tuaregs, de itinerante vida nómada, que se dispersan por esta singular atmósfera sahariana. En pequeñas zeribas y al abrigo de las rocas ubican sus sencillas y limitadas pertenencias, familias enteras con numerosa prole nos reciben tímidos y sorprendidos a nuestra llegada. Como siempre, el cabeza de familia es el que más contacto establece con nosotros mientras el resto de la familia no deja de observarnos… como nosotros a ellos. Es el encuentro de dos mundos nómadas bien diferentes y que vagando por el desierto se encuentran sorpresivamente.

Las noches de acampadas se van sucediendo junto a un buen fuego de leña. Estos relajantes momentos nos permiten olvidar los pinchazos, el trabajoso esfuerzo de salir de las trampas de arena, las fatigosas eventualidades surgidas por el camino y disfrutar bajo un intenso cielo estrellado de un cálido vaso de té junto a las brasas ardientes de nuestro reconfortante fuego nocturno.

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