La yurta mongola: 30 metros cuadrados llenos de vida

Por: María Traspaderne (texto y fotos)
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El sonido del fuego rompe el silencio. Está alojado en una estufa cuadrada de hierro. En un extremo se mete la leña o el carbón y del otro sale una chimenea que atraviesa el techo por su centro. El fuego es el corazón del hogar mongol, la yurta o “ger”, una tienda de unos 30 metros cuadrados orgullo y base del estilo de vida de los mongoles.

De los tres millones de habitantes de Mongolia, la mitad reside en Ulán Bator y la otra mitad desperdigados por sus inmensas llanuras, montañas y el desierto del Gobi. En el campo, todos viven en yurtas e incluso en sus pequeñas ciudades y en la capital estas tiendas de quita y pon se intercalan con los edificios de hormigón. Habitarlas no es una cuestión de bajo estatus social, sino más bien de tradición.

El sonido del fuego rompe el silencio. Está alojado en una estufa cuadrada de hierro.

En su superficie redonda caben una o dos camas, un armario de madera con utensilios de cocina, alguno más para ropa y otros objetos, e incluso un altar budista. Con el fuego de la estufa, sagrado porque alberga los espíritus, se calienta rápido y se cocina también gracias a grandes calderos que se acoplan en la parte superior de la estufa. Es en este pequeño espacio donde los mongoles pasan gran parte de su tiempo en invierno, cuando el frío llega a 40 grados bajo cero. La electricidad, si la hay, se consigue con un panel solar o se genera con gasolina. Algunas tienen hasta televisión por parabólica pero el baño hay que buscarlo fuera, a un centenar de metros, en esa pequeña caseta de colores con un agujero en el suelo.

Algunas tienen hasta televisión por parabólica pero el baño hay que buscarlo fuera

En el corto y lluvioso verano mongol en la “ger” se duerme, se habla junto al fuego, se juega, se bebe y se cocina. La dieta es nutritiva aunque básica: carne, lácteos y algún tubérculo. Los mongoles viven de sus vacas, ovejas, cabras, caballos y yaks en un frenesí de actividad veraniega. Se les ordeña mañana y tarde y con su leche se hace el té mongol; luego el “arc”, una bebida ligeramente alcohólica que se obtiene fermentando la leche; más tarde el yogur, que se seca al sol para comer en invierno, y finalmente el queso. La carne se come fresca en verano y se deshidrata también para el invierno, cuando los animales se alimentan de hierba seca en espera de las lluvias estivales. Las recetas son básicas: sopa, pasta y arroz que se puedan cocinar en 15 minutos porque, dicen los mongoles muy orgullosos, con el trabajo que requieren los animales no hay tiempo para la gastronomía.

Las familias nómadas pueden plantar sus yurtas donde quieran, en el campo no hay propiedad privada, y lo hacen dos veces al año en tiempo récord: dos horas. En esos 120 minutos ensamblan en cuidadoso orden todos sus elemento, que cuestan entre 1.500 y 2.000 euros: maderas, lana, cuerda y una gran funda de plástico. Sin clavos, sin pegamento. Unas rejas de madera plegables sirven de pared, sobre la que se acoplan pequeñas vigas que convergen en el centro del techo hasta una especie de rosetón de madera, la única ventana y del que parten dos columnas hasta el suelo. Todo se ata con cuerdas y sobre la pared y el techo se ponen grandes planchas de lana. Encima de toda la estructura, una gran funda de plástico blanca, que se ajusta también con cuerdas.

Las familias nómadas pueden plantar sus yurtas donde quieran y lo hacen dos veces al año en tiempo récord: dos horas

Y si el fuego es el rey, la reina de la yurta es la puerta, de madera pintada con rojos, naranjas y amarillos. Es pequeña, y dicen los mongoles que a propósito para mostrar humildad al entrar en hogar ajeno. La puerta es uno de sus dos puntos que la iluminan, además del tragaluz del techo, que se puede tapar con una tela cuadrada.

La yurta tiene sus propias reglas, forjadas en siglos de historia. No pisar el marco de la puerta, no pasar entre las columnas y nunca echar al fuego nada más allá de madera, carbón y papel. Los espíritus se pueden ofender. Al entrar, la parte izquierda es la masculina y por eso la cocina está siempre a la derecha, la femenina. Son las mujeres las que guisan y también ellas las primeras que dan la bienvenida con un plato de panecillos dulces en la mano.

La yurta tiene sus propias reglas, forjadas en siglos de historia

La yurta tiene un guardián, el perro, por lo que el visitante, al aproximarse, lo primero que pide es que lo agarren antes de agachar la cabeza y entrar en 30 metros cuadrados llenos de vida.

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