Lisboa: la ciudad de las sombras

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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La ciudad de la luz me sedujo sobre todo a oscuras, cuando el sol del atardecer languidecía entre el enigmático horizonte del Cais de Colunas o se deshacía con parsimonia por las desconchadas paredes de Alfama. Desde cualquiera de sus miradores -el de San Pedro de Alcántara, en el Bairro Alto, es uno de mis preferidos-, Lisboa se sume en la penumbra con la compostura de una urbe ensimismada en sus saudades pero, al tiempo, muy consciente de su grandeza. Era entonces, al caer la noche, que Lisboa renacía como ciudad de las sombras y ahí me parecía mucho más seductora, por momentos canalla en los aledaños de Rossio, siempre bulliciosa en los locales de copas a espaldas de la plaza Luis de Camoes, tan sorprendente que apetecía dormir de día.

Lisboa se deja querer a la luz del día con la calculada desidia de una gran dama acostumbrada a las lisonjas, pero es al anochecer cuando, encerrados bajo llave los prejuicios y los pesados recuerdos de su historia, la ciudad reniega de su espíritu apesadumbrado y seduce al visitante con su magia al son del característico traqueteo del tranvía por las laberínticas calles del barrio alto.

Al anochecer, encerrados bajo llave los prejuicios y los pesados recuerdos de su historia, la ciudad reniega de su espíritu apesadumbrado

Resulta imposible pasear por Baixa, donde late el corazón del viejo Lisboa, y no detenerse ante la iluminación de la estación de tren de Rossio (desde la que podemos llegar a Sintra y su Palacio da Pena en 40 minutos), la monumental fachada desde la que el niño Don Sebastián, nieto de Carlos V, llora el desgarro del imperio de los intrépidos navegantes, cuando Portugal tuvo la osadía de asomarse al mundo con la determinación de las almas soñadoras. La bajada por la peatonal calle Augusta en dirección al estuario del Tajo, con el arco del triunfo al fondo, es sencillamente espectacular. Y allí al final, donde Lisboa se acaba, fundiéndose con el río, la plaza de Comercio rezuma simbolismos con sus columnas bañadas por las aguas, un perenne monumento a la melancolía que acompaña a los atardeceres.

Otros tesoros de Baixa pasan más desapercibidos, como el Hospital de Bonecas (hospital de muñecas) de la céntrica Praça da Figueira, junto a la concurrida de Restauradores, seguramente uno de los comercios más originales del mundo, donde se reparan muñecas de toda clase y condición. La entrada sólo cuesta dos euros, pero se amortizan de sobras escuchando las historias de Manuela Cutileiro entre el abarrote de miradas de la niñez.

Resulta imposible no detenerse ante la iluminación de la estación de tren de Rossio

Persiguiendo sombras volvemos sobre nuestros pasos en dirección al casi siempre concurrido elevador de Santa Justa, obra de un discípulo de Eiffel. Es la opcion más turística para remontar el Chiado, tradicional refugio de literatos ahora nutrido de veladores y rumores de conversaciones políglotas, en dirección al Bairro Alto, pero no la única. Si no queremos subir a pie, podemos tomar un ascensor y unas escaleras mecánicas, en el centro comercial Chiado, que nos permitirán salvar el desnivel sin esfuerzos.

El primer mandamiento del Bairro Alto es callejear, a poder ser sin rumbo. Y sorprenderse en cualquiera de sus miradores, como el ya apuntado de San Pedro de Alcántara, junto a la iglesia jesuita de San Roque, viendo morir el día en las murallas del castillo de San Jorge, antorcha de la noche lisboeta. Dando la espalda a la plaza del universal Camoes, remontando la rua do Loreto entre agonías de tranvías, abocamos nuestros pasos a otro mirador, el de Santa Catarina, éste mucho menos concurrido y en el que abundan, en lugar de los bustos de prohombres del anterior, los jóvenes ociosos aburridos de tanta crisis.

El primer mandamiento del Bairro Alto es callejear, a poder ser sin rumbo, y sorprenderse en cualquiera de sus miradores viendo morir el día

Y luego, los bares de copas, y las ofertas en cinco idiomas del «mejor fado de la ciudad» voceadas por los cazaturistas a comisión, y un restaurante, tan sencillo como memorable («glorioso» según reseña del New York Times), La Casa del Buen Comer, memoria de un rodaballo inolvidable.

Alfama es su castillo de San Jorge y sus tranvías remontando cuestas interminables a la vera de la Se, la catedral lisboeta. Pero Alfama es, sobre todo, la esencia del viejo Lisboa, las calles empinadas, la sucesión de escaleras y barandillas, las calles estrechas y las coladas al aire, las fachadas cenicientas que parecen llorar y los matojos de hierba en las aceras. Alfama huele a pueblo de la infancia y a sardinas asadas, a viejo barrio de pescadores donde los vecinos se dan los buenos días de balcón a balcón, en el que todavía se escuchan las pisadas de los niños que no se han olvidado de jugar en la calle. Alfama no tiene necesidad de mostrarse europea ni de hacer gala de modernidad alguna, porque sus raíces están ancladas en la Edad Media.

Alfama huele a pueblo de la infancia y a sardinas asadas, a viejo barrio de pescadores donde los vecinos se dan los buenos días de balcón a balcón

Un tranvía, el 15, nos acerca a Belém, al oeste de Lisboa, y a su imponente monasterio de los Jerónimos, donde hay que ir aunque sólo sea para rendir homenaje a la memoria del gran Vasco de Gama, que descansa entre sus muros, y a la de tantos marinos portugueses que rezaron aquí sus últimas oraciones antes de hacerse a la mar en busca de rutas imposibles y rincones a oscuras en los mapas. Frente al monasterio, a orillas del Tajo, Portugal mantiene vivas las hazañas de sus hijos que la hicieron grande con un moderno monumento erigido con motivo del 500 aniversario de la muerte de Enrique el Navegante. A sus pies, una gigantesca rosa de los vientos que, desde el mirador que culmina la sucesión de descubridores, es una permanente invitación a partir en busca de horizontes desconocidos.

Al monasterio de los Jerónimos hay que ir aunque sólo sea para rendir homenaje a la memoria del gran Vasco de Gama

Muy cerca de allí, en la Torre de Belém, antigua fortaleza militar del siglo XVI, debemos perder unos minutos buscando una cabeza de rinoceronte tallada en su muro norte, que deja constancia del animal que el sultán de Cambaia regaló al rey Don Manuel I. La expectación fue tal que intentaron medir sus fuerzas con las de un elefante a orillas del río, pero el combate no se celebró porque el paquidermo salió huyendo. Después, el soberano quiso agasajar al Papa León X enviándole el rinoceronte, aunque el regalo no llegó a su destino, pues el animal murió durante la travesía. Otro rincón especial donde ver caer las sombras sobre la ciudad de la luz.

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