Los refugiados abandonados de las montañas de Chiapas

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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Este reportaje lo realicé en febrero de 2018, antes de dejar voluntariamente la corresponsalía de El Mundo en el mes de abril. El periódico no lo ha publicado aún y sigo recibiendo mensajes semanales del conflicto, vídeos de desplazados, declaraciones de más violencia  y la petición expresa de los colectivos de víctimas para que por favor lo publique y así se conozca un conflicto del que apenas hay información sobre el terreno. Cuando estuve allí, una zona rodeada por paramilitares y con cortes de carretera, me dijeron que era el primer periodista que accedía hasta ese lugar (la nueva oleada de violencia comenzó en el mes de octubre). Había por mi parte un compromiso moral en hacer esta historia de desplazados que es un cáncer que pudre la zona desde hace décadas. Espero que esta publicación ayude a dar visibilidad al grave problema y a aportar soluciones, por eso he decidido publicarla en este medio del que soy uno de sus creadores.

Finales de febrero de 2018.

«Es mejor vivir aquí que perder la vida», dice Néstor Gómez. Lo dice bajo una lona de plástico, sin apenas comida ni medicinas, rodeado de refugiados, entre ellos ancianos y niños, que viven en medio del campo desde hace meses cuando empezaron los ataques, los disparos, las quemas de las casas, las tomas de tierras, la muerte y los partos en medio del monte de mujeres embarazadas que apenas tuvieron tiempo de tomar a sus otros hijos y llevarlos a esconderse a las montañas.  En total silencio, sin testigos, sin que las autoridades apenas hagan nada, hay cientos de desplazados ocultos en diversos puntos de las montañas de los Altos de Chiapas, entre los municipios de Chenalhó y Chalchihuitán.

En el recuerdo de todos ellos, con pánico de regresar a sus casas pese a sobrevivir en la indigencia en las montañas, hay un nombre maldito, Acteal, y aquella matanza del 22 de diciembre de 1997 en el que en el mismo municipio de Chenalhó un grupo paramilitar entró en una iglesia y masacró a 45 indígenas tzotziles. Entonces hubo en total 6.332 desplazados, 62 muertes violentas y 42 heridos en el marco de aquel conflicto La relación entre el Estado y los atacantes, también indígenas tzotziles, que usaron armamento propio de las fuerzas de seguridad, sobrevoló un juicio que acabó entre 2009 y 2012 con la liberación de la mayoría de los detenidos por irregularidades en el proceso.

«Existen grupos civiles armados que históricamente han actuado de manera violenta e impune en la región. Estos grupos se originaron en el marco de la estrategia contrainsurgente del Gobierno mexicano en el contexto del alzamiento zapatista, como lo indica el plan de campaña Chiapas 94, que planteó armar a sectores de la población afines al PRI. Esta situación provocó la formación de grupos paramilitares cuya acción derivó en graves y constantes violaciones a derechos humanos como ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, desplazamiento forzado…”, dice un informe de la asociación Fray Bartolomé de las Casas para enmarcar el conflicto actual.

«Cuando oyen reír a los niños comienzan a disparar»

Chiapas mantiene, por tanto, un escenario de guerra oculta con grupos paramilitares e insurgentes que llevan décadas sembrando el terror en el estado del sur de México. «Cuando oyen reír a los niños comienzan a disparar», ejemplifica María Girón, una refugiada, sobre el grado de pánico con el que los amedrentan los hombres armados para que abandonen sus tierras.

Ella, que habla el español a tropezones, es una de las mujeres tzotziles que habita en uno de los campamentos de desplazados, a las afueras de Chenalhó, en el que hay 195 personas. Desde su lona de plástico ven por las noches las fogatas de los paramilitares que han tomado sus tierras y sembrado la milpa en sus terrenos. Llora al decirlo. «Nos colgaron los puercos de los árboles. Nos quitaron todo», recuerda con amargura Lorenzo Pérez que detalla que «llegaron aquellos hombres armados, con capuchas, vestidos como militares y salimos corriendo».

En otra parte del poblado la escena es significativa. Allí convergen los municipios de Chenalhó y Chalchihuitán, los dos bandos aparentemente enfrentados por más de 300 hectáreas de tierra. A un lado hay casas quemadas, con sus muros llenos de disparos de armas de alto calibre, y al otro, puerta con puerta en algunos casos, viviendas intactas.

La advertencia de que el peligro es constante se hace con balas. «Aquí nadie duerme. En cuanto escuchamos los disparos estamos alerta por si debemos huir más adentro en las montañas» dice Javier Pérez, el agente municipal armado con una radio que anda siempre atento para dar la voz de alarma en uno de los campamentos de refugiados.

Bloquearon carreteras, cortaron la luz en algunos lugares y se quemaron casas mientras miles de personas en pánico se escondían en cerros y bosques

Todo comenzó, o recomenzó, el pasado 18 de octubre, cuando fue asesinado a balazos por supuestamente paramilitares de Chenalhó un vecino, Samuel Luna Girón, y todos entendieron que el conflicto había vuelto a estallar. Durante días se escucharon disparos al aire hasta que el pasado 5 de noviembre el ataque se produjo entrando en las casas. Bloquearon carreteras, cortaron la luz en algunos lugares y se quemaron casas mientras miles de personas en pánico se escondían en cerros y bosques. «Mi abuelo murió el pasado 10 de febrero. Se cayó al huir de la casa con el ataque y por las heridas acabó falleciendo finalmente aquí», explica Néstor Gómez, líder de otro campamento en el que viven más de cien personas. Hay doce víctimas mortales, muchas por el frío del pasado invierno, desnutrición o falta de cuidados médicos. «Nosotros no podemos comprar medicinas en la farmacia de Chenalhó por miedo a bajar al pueblo. Si necesitamos algo urgente vamos andando por la montaña hasta Chalchihuitán «, dicen estos refugiados.

Chenalhó es para ellos el enemigo, en medio de un conflicto donde también hubo personas de este municipio que huyeron, y donde un enfrentamiento político interno terminó por echar más gasolina al incendio. «Este grupo paramilitar lo lleva preparando desde 2016 la alcaldesa de Chenalhó, Rosa Pérez», denuncian en diversos campamentos de refugiados. Pérez es integrante del Partido Verde, el partido que gobierna ahora en Chiapas (entonces gobernaba), y está envuelta en una constante guerra de poder que le costó hasta ser expulsada de la alcaldía durante diez meses por sus opositores.

Regresó de la mano de 200 policías armados a su cetro municipal y desde entonces la polémica acompaña a esta tzotzil que por primera vez gobierna el municipio. Su retorno provocó también el desplazamiento de 200 personas que abandonaron sus casas, aún no han vuelto, por temor a represalias. Ha habido cuatro muertos.

Denunciaron que la maquinaria pesada con la cual los agresores destruyeron parte de la carretera municipal para sitiar a la población de Chalchihuitán pertenece a la presidencia municipal de Chenalhó

En el caso de Chalchihuitán, lo sorprendente es la impunidad con la que se desenvuelve un conflicto con miles de refugiados.  «El grupo civil armado culpable de la violencia generalizada en Chalchihuitán está protegido por Rosa Pérez presidenta municipal de Chenalhó y por el Gobierno estatal, como ha sido denunciado por líderes comunitarios de Chalchihuitán. Pese a estas denuncias, las autoridades estatales no han perseguido a los responsables de los actos de violencia, al punto de que sus acciones ya son públicas y se realizan en la total impunidad. Incluso denunciaron que la maquinaria pesada con la cual los agresores destruyeron parte de la carretera municipal para sitiar a la población de Chalchihuitán pertenece a la presidencia municipal de Chenalhó», manifiesta la organización civil Fray Bartolomé de las Casas. La alcaldesa, por su parte, niega las acusaciones de estar detrás de los ataques.

Lo cierto es que los cortes en la vía son evidentes, están aún las marcas de cómo se destruyó la carretera que ha sido ahora rellenada con tierra, y miles de personas quedaron sitiadas en medio de un duro invierno por habitantes de Chenalhó que controlaban todos los accesos. «Bloquearon la carretera y cobraban 50 pesos por permitir pasar», explica el padre Sebastián, cuya parroquia de Chalchihuitán sirvió de refugio de cientos de personas en los inicios del conflicto.

Hoy el Gobierno estatal, que en un principio negaba que hubiera miles de desplazados hasta que finalmente reconoció una catástrofe humanitaria que se desenvuelve en todo caso sin apenas testigos, habla de una calma aún inexistente. Los afectados denuncian presiones constantes para que la gente retorne a sus casas, estamos en periodo electoral, y que las ayudas que daba Protección Civil se han detenido para incentivar el abandono de los campamentos. «Desde principios de febrero que ya no nos traen nada», denuncian en un campamento en el que hay 29 familias y un niño de dos meses que nació en medio de las montañas. «Nos robaron hasta la ropa, no tenemos ni vestimenta, y no nos dan nada», explican Fabiola y Marcela, suegra y nuera, entre lágrimas. «Aquí hace 20 días que no viene Protección Civil», asegura Javier Pérez.

Justo debajo de ese campamento hay cuatro policías estatales enviados para evitar nuevos choques que viven en dos chozas endebles. Los desplazados denuncian que no tienen armas y que cuando oyen disparos corren despavoridos a las montañas como el resto. «No llevamos armas, fue por un problema hace un año en otro lugar que se decidió eso. No hay voluntad del Gobierno estatal de arreglar esto y aquí toda la población está armada», confiesa uno de los agentes.

Estamos muertos de miedo, sin dormir cada vez que llegan los paramilitares. Sabemos por escuchas de radio que van a volver a atacar

Mientras, persiste una tensa espera a que se desencadene de nuevo la violencia. «En Chenalhó sólo están esperando a que se calme todo para volver a por nosotros», explica Rosa Díez. «Estamos muertos de miedo, sin dormir cada vez que llegan los paramilitares. Sabemos por escuchas de radio que van a volver a atacar», dice María Girón sobre una violencia que les rodea a escasos metros.

No es algo único en todo caso esta violencia territorial en Chiapas donde los desplazados, las muertes y los conflictos por tierras y poder son una constante. En Oxchuc, el pasado 24 de enero, un grupo armado entró en una iglesia y mató a tres personas y dejó más de diez heridos disparando armas de gran calibre. Aldama es otro caso de desplazados que ha dejado a 52 personas sin tierras que viven hacinadas en barracas y con el temor constante de que se puedan repetir ataques de sus vecinos de Santa Martha, una localidad también perteneciente al extenso municipio de Chenalhó.

Aquí un conflicto agrario por 60 hectáreas, que se arrastra durante décadas y que se arreglaba con acuerdos entre las partes, desembocó el 19 de abril de 2016 en un ataque de cien hombres armados y una huida de unos vecinos que han perdido todo desde entonces. «Finalmente el 21 de mayo fuimos sacados a balazos. Nos fuimos a un cerro y vimos como tomaban nuestras casas. El 11 de junio destruyeron las casas y los cafetales», explica Lucas Giménez que junto al resto de damnificados señala el cercano lugar de conflicto. Se matan entre vecinos en medio de un juego de intereses donde se arma a unos para que acaben con los otros.

Finalmente el 21 de mayo fuimos sacados a balazos. Nos fuimos a un cerro y vimos como tomaban nuestras casas

Los desplazados viven amontonados en unas casas de suelo de barro en época de lluvias, sin agua, en las que duermen amontonados. «En el terremoto del 9 de septiembre pensamos que moriríamos todos aplastados», recuerdan entre los muros medio derruidos de su vivienda. Pagan 400 pesos (19 euros) al mes por el alquiler. Muchos días confiesan que comen sólo tortillas sin nada dentro y algunos, cuando no hay trabajo, «no comemos nada».

Aquí son ellos, la gente de Aldama, los que han cortado la carretera con Santa Martha para evitar nuevos ataques. «Sólo nos humillan, ni trabajan la tierra que nos han robado», dice llorando Claudia Lino. «Todo el municipio corre el riesgo de ser invadido, escuchamos las amenazas por la radio y sus disparos», dice el mayordomo de la Iglesia, Mariano Ruiz. La miseria y desesperación de todos es palpable. Es su tierra, la tierra de sus padres y abuelos, y sin ella ninguno sabe a dónde ir. «Algunas veces es mejor estar muerto que estar vivo», susurra, mirando la que era su casa, a no más de un kilómetro, Lucas Giménez, uno de esos desplazados invisibles de Chiapas.

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Comentarios (4)

  • Luis

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    Qué duro toda esa gente viviendo así en las montañas! Gracias por publicar estos temas!

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  • Daniel Landa

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    ¡Tremendo! Es un privilegio poder contar con artículos así en esta revista. Después de leer este drama silenciado, uno entiende aún menos que un periódico como El Mundo no haya publicado la historia. Como si el diario quisiera dar la espalda a los relatos que merecen la pena, a conflictos humanos que deberían ser gritados. El día que este tipo de noticias abra informativos habrá vuelvo el Periodismo. Enhorabuena Brandoli por haber estado ahí para contárnolso.

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  • javier brandoli

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    Hay mucha gente contando grandes historias. Creo que hoy vivimos un momento donde los periodistas están por encima de los medios de comunicación y también de los lectores (que somos todos). En VaP, que lo dirigimos tres periodistas, nos podemos permitir el lujo de publicar buenas historias, sin más, sin cálculos ni pejaes. Lo dicho, un lujo.

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  • Ricardo

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    Que ya no haya papel para estas historias en los grandes medios de comunicación es sintomático de hacia dónde camina el periodismo, cada vez más trinchera de pugnas políticas y más alejado del reporterismo. Un orgullo ser parte de un proyecto que sí cree que estas crónicas periodísticas merecen la pena. Enhorabuena Javier y toda mi solidaridad con estos refugiados

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