Lusaka: la ciudad que huele a polvo, sin alma
Lusaka huele a polvo seco. Su luz, blanquecina, oculta el horizonte. La ciudad es un caos, como otras urbes africanas, en el que la polución del tráfico aglomerado y el calor que emana del suelo confunden la vista. Lusaka es fea, muy fea, sin ningún encanto aparente. Lusaka es ciudad de paso para los turistas, que vienen y huyen en busca de los increíbles paisajes que hay fuera de la capital de Zambia. Los gallos cantan, a coro, antes de que asome el sol despertando a una urbe de ambiente extraño, distante, canalla.
Mi llegada a Lusaka no fue buena. Cogí un autobús desde Livingstone que me trajo hasta la capital. Delante de mi se sentaba la única blanca que iba en el bus: compró dos asientos para ir más cómoda. Cada estación de autobús de África es un caos en el que todo está en venta. En cada parada que hicimos se repitió la escena. Gente que vende cosas inverosímiles; gente tirada por el suelo, rodeada de decenas de paquetes y bolsas. De comida para el viaje ofrecen huevos duros con salsa de Chilli y fruta, mucha fruta. Es divertido mirar por la ventanilla y observar la alocada vida que hay fuera. Es genial ver como las mujeres llevan las maletas sobre sus cabezas en perfecto equilibrio.
Al llegar a la estación de autobuses de Lusaka me encendí un cigarro. Un grupo de tipos se abalanzó sobre mi diciendo que estaba prohibido y que quedaba arrestado. El líder era un tipo con un chaleco fluorescente que ponía seguridad. Un hombre esmirriado, que gritaba mucho y que acabó pidiéndome dinero cuando le dije que no se preocupara, que íbamos a la comisaría, que por suerte vi a lo lejos. “Te saldrá más caro”, me decía. “Vamos, sin problema”, fue mi respuesta. Se despidió diciéndome que no lo repitiera y pidiéndome que le comprara una coca cola. Lo mandé a la mierda. Sin embargo, entre toda la refriega alguien me robó el cuaderno de notas en el que llevaba un diario con todas las notas del viaje. Un duro palo que, por suerte, se arregló cinco días después, cuando la policía me informó que el cuaderno se había encontrado (cuando hablé con los tipos de la oficina de turismo se descojonaban y me decía que recuperarlo en Zambia era una gran historia para escribir un libro).
Las dos siguientes noches, y tras un jaleo con un taxista que se equivocó de lugar, dormí en un ¿hotel?, el Confort Zone, de una familia siciliana. 40 euros la noche por una habitación sin agua en el lavabo y sin agua caliente en la ducha. Decidí quedarme porque había conexión a Internet y estaba agotado (la pasta, eso sí, la hacían cojonuda). Hablé mucho con Crhistian, un siciliano de 33 años que me recomendaba llevar pistola. “¿Viajar solo sin ir armado es arriesgado?, me decía. Una exageración, sin duda, hay cientos de viajeros pateando este continente. ¿No serás de Corleone?, le pregunté. “Soy de un pueblo de al lado”, me explicaba entre risas.
¿Viajar solo sin ir armado es arriesgado?, me decía. Una exageración, sin duda, hay cientos de viajeros pateando este continente. ¿No serás de Corleone?, le pregunté. “Soy de un pueblo de al lado”, me explicaba entre risas
Tras dos noches en Lusaka volé hasta el Bajo Zambeze (contaré en el siguiente post este lugar; el mejor hotel en el que he estado en mi vida; el mejor safari que he hecho). Pasé tres noches de lujo y regresé a la maldita capital. Me voy directo al Cha Cha Cha, un hotel de mochileros. Me cuesta 30 euros dormir en una habitación que tiene una cama vieja y nada más. Los baños, compartidos, son limpios y el jardín tiene una pequeña poza. Es lo más barato que puedes encontrar. Ya digo que comparada con otros continentes África es muy cara. (Una habitación mejor en India me costaba 3 euros por noche).
A la mañana siguiente me recorrí parte de la ciudad. Casi cinco horas andando. Entré en el mercado central: un laberinto de callejones donde se venden restos estropeados del mundo. Había zonas de un olor nauseabundo, pero era fascinante mirar cada tenderete. Se ofrecen rastrillos rotos, tornillos torcidos, revistas porno, pelucas, cd de hace seis siglos… No había comida, sólo cosas inservibles a mis ojos y que en este lugar se ponen en venta.
Entré en el mercado central: un laberinto de callejones donde se venden restos estropeados del mundo. Había zonas de un olor nauseabundo, pero era fascinante mirar cada tenderete
Luego fui a la Tazara House, a pedir información sobre el tren que lleva desde Lusaka a Dar es Salaam. ¿De dónde eres? “Español”. “Ohhhhh. Yo soy fan de España. Díselo, dile que yo era fan de España”, le decía al hombre de seguridad. Me daba palmadas y chocábamos la mano mientras me explicaba: “Soy de España por Torres. Es el mejor del mundo. Y Xabi Alonso. Soy del Liverpool. ¿Sabes?, Xabi Alonso marcó el gol más lejano de la Premier, 60 metros. El de Beckham fue sólo de 50”. “Ya, ahora juega en mi equipo, el Real Madrid”, le digo. “¿Real Madrid? Ah no, vete, vete, nos robasteis a Alonso”, me dice entre bromas. El fútbol, siendo español, es la conversación que mejor funciona en África.
Tras la información del Tazara, que creo que al final, por desgracia, no cogeré, me fui al Museo Nacional de Arte. Como muchos museos africanos mezcla política, etnografía, naturaleza. Sin embargo me sorprendió gratamente algunas de sus pinturas modernas y me morí de risa leyendo un recorte de periódico de los años 60 en el que un científico local aseguraba, tras la independencia, que Zambia llegaría a Marte antes que la URSS y USA. “En siete años, Lusaka puede ser más importante que NY o París”, decía. Fue algo común a todos los procesos independentistas del continente, que creyeron al principio que la democracia sería un maná de riqueza para acabar años después comprendiendo que sólo algunos estómagos de sus hermanos habían crecido (en Ébano, de Kapuscinski, se explica a la perfección el fenómeno).
Luego, acabé comiendo en un restaurante, el Lusaka Club, que en la Lonely dicen que ofrece el mejor steak de Zambia. Un homenaje tras la noche anterior en la que cené unas Oreo y luego no tuve desayuno. La carne era cojonuda y el ambiente distinguido a la africana (en alguna camisa de hombre no cabían más flores).19 euros.
Mañana acaban mis días por Lusaka, un lugar donde he pasado cinco noches en las que siempre me he querido ir y siempre he optado por quedarme. Espero, porque en África todo es posible, que en cinco días esté en Chitambo, frente al árbol bajo el que está enterrado el corazón de Livingstone. “¿A Chitambo? Nadie quiere ir a Chitambo me decían en la oficina de turismo. 800 kilómetros me separan del lugar. Ya dije en el primer post de este país que venía buscando a David Livingstone.