Manila: ¿qué es 1861, 1981? (II parte)

Por: Miquel Silvestre (texto y fotos)
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(Viene del post anterior)

Sólo los dos últimos días han sido tan duros que parecen imposibles. Dejé atrás Catbalogan sobre las 9 de la mañana y me dirigí hacia el norte de Leyte. Tuve mucha suerte y no llovió. Casi un milagro. La carretera se alternaba. A veces muy buen firme y otras asfalto agrietado. Mucho calor. Sudaba a mares dentro de mi traje a pesar de llevarlo abierto. Sobre las 12 y media llegué a Allen, punto desde el que zarpan los ferrys hacia Luzón. Mi llegada causó la sensación habitual. La pobreza de esta gente es tal que se fijan hasta en los detalles menores de mi equipo, como mis gafas de sol. Para mí ya no existen, son invisibles. No son como mi reloj suizo que ya me he quitado y sustituido por el de plástico que traía en esta previsión. Pero para ellos no son invisibles. De un vistazo detectan todo lo que tienes y ellos no.
—¿Cuánto cuesta la moto?—inquiere un joven marinero.
—Mucho. Qué más te da.
—¿Y las gafas? ¿Cuánto cuestan?
Me sorprendió la pregunta. No la esperaba. No sé lo que cuestan estas gafas. Me las proporcionó Adidas Eyewear como patrocinio. Son fabulosas pero ignoro su valor.
—¿Son originales?—insiste.
Preguntar si son originales significa si no son una falsificación.
—Sí, originales.
—Entonces son caras.

Sí, lo son, sin duda lo son para este desgraciado que navega de ida y vuelta entre dos orillas por el salario mínimo, si es que eso existe en Filipinas. Sin embargo, tiene más suerte que los chiquillos que veo nadando en el puerto. Sin escolarizar, muy delgados y morenos, fibrosos pero haciéndose adultos demasiado deprisa. Me refiero a esa forma viciosa de adultez. Con apenas 12 años ya fuman como carreteros sin que nadie les reprenda. Los pasajeros les arrojan monedas y ellos bucean para alcanzarlas. Suben por las maromas a las cubiertas superiores ante la indiferencia de la tripulación y se lanzan al agua haciendo cabriolas. Son acróbatas y tienen sangre pirata en sus venas. Pero lo que no tienen es futuro.

Con apenas 12 años ya fuman como carreteros sin que nadie les reprenda. Los pasajeros les arrojan monedas y ellos bucean para alcanzarlas.

Cogí mi bolsa de depósito y salí de la bodega. Un hijo de puta mantenía encendido el motor de su autobús y resultaba asfixiante permanecer en ese espacio cerrado. En la cubierta todos los asientos estaban ocupados. Me senté en el suelo y el cansancio se apoderó de mí. Me quedaba todavía una hora y media hasta cruzar el estrecho de San Bernardino. Me tumbé cuan largo soy sobre la dura plancha de hierro, cerré las cremalleras de los bolsillos de pantalón para evitar hurtos, apoyé la cabeza en la bolsa y me quedé profundamente dormido. Desperté atontado y perplejo. Miré mi reloj. Había pasado una hora entera a pierna suelta tendido entre una multitud que iba y venía sin importarme ni la suciedad ni la incomodidad del lecho metálico.

Ya me da todo igual. Comer con las manos, la mugre, las cucarachas, el agua no potable

Me di cuenta en ese momento de lo lejos que había llegado en mi viaje y no sólo geográficamente. Mi cuerpo y mi espíritu se habían transformado. Se habían endurecido, sí, pero también embrutecido. Ser capaz de dormir en semejante situación significaba que ya estaba hecho de otra pasta, de una pasta similar a la de todos esos tipos desarrapados que he visto durmiendo en la calle en África, India, Nepal o Asia. Ya me da todo igual. Comer con las manos, la mugre, las cucarachas, el agua no potable. Al mismo tiempo, dormir así significaba que estaba muy cansado. Que estoy muy cansado. Que me exijo mucho, quizá demasiado, que cada día es una prueba más a superar conduciendo, escribiendo, haciendo fotos y grabando vídeo.

En cuanto pasan la pubertad se apaga el brillo, se torna mate el fondo de su mirada, se embrutecen y se convierten en hombres gastados antes de tiempo

1861, 1981, 1861, 1981. Alcanzar Luzón solo fue el principio de otro largo viaje. El ferry atracó y la escena de los niños se repitió. Saltaban desde nuestra cubierta y el horizonte verdísimo de palmeras y azul del mar les hacía de perfecto marco a su insensata libertad. Envidié su agilidad, su esbeltez, su juventud, su alegría espontánea, pero no su porvenir. En poco tiempo se repetirá en ellos el triste fenómeno que he visto en África. Los críos africanos miran el mundo como estos críos. Con grandes ojos llenos de curiosidad. En cuanto pasan la pubertad se apaga el brillo, se torna mate el fondo de su mirada, se embrutecen y se convierten en hombres gastados antes de tiempo. No me gusta ese salto dramático entre la inteligencia infantil y la idiocia del adulto, tal vez causada por la inercia, el no pensar y el exceso de alcohol. En los países musulmanes odio que no se pueda beber cerveza a gusto; pero en los cristianos odio las dimensiones de su consumo, especialmente entre los más pobres.

El volcán era mío, lo contemplé unos instantes y me fui. Los siguientes kilómetros los hice casi sin sentir, aupado por mi felicidad de cazador de mariposas

Subí hacia el norte. Luzón es diferente. No sé como describirla ni por qué, pero es diferente a las otras islas. Dejé a mi lado el volcán Bulusán como preludio del Mayon, en las cercanías de Legazpi City. Cuando llegué a sus estribaciones eran ya las 4 de la tarde. Llevaba conduciendo desde las 9 y estaba muy cansado. Pero quería hacer la foto del cono. Según me iba acercando, las nubes lo cubrían y la perspectiva no era buena. No quería dormir en Legazpi. La ciudad era mediana pero populosa y sucia. No vi ningún hotel apetecible o al menos tolerable. Preferí seguir y dejar de lado la oportunidad de una fotografía al amanecer. Me consolé pensando que tampoco era tan importante. Que al fin y al cabo yo no había venido a Filipinas para hacerle la foto a un cráter, por muy perfecto que fuera. Me alejaba de la ciudad cuando de pronto, a derecha vi un claro. Un pedazo de prado refulgente de verde y al fondo, imponente y grandioso, el gran cono perfecto del Mayon. Metí la moto a lo bestia. El piso estaba encharcado pero la ocasión lo merecía. Aparqué, me bajé y chapoteé en el arrozal hasta tener un buen encuadre y disparé. Lo atrapé. El volcán era mío, lo contemplé unos instantes y me fui. Los siguientes kilómetros los hice casi sin sentir, aupado por mi felicidad de cazador de mariposas.

1861, 1861, 1981, 1861. En una pequeña aldea llamada San Miguel vi un edificio sólido y macizo. Una construcción moderna pero de aspecto castellano. O al menos de lo que en Filipinas se puede considerar castellano. Pensión Casa de Piedra. Me gustó. Una corazonada. 900 pesos es un precio más que razonable. La habitación limpia y con una buena cama. Dejé mis cosas y pregunté por un lugar para comer. Me encontraba hambriento y sediento. Desde el desayuno no disfruté bocado alguno y este maldito calor… Había un restaurante un poco más allá. Le pregunté a la dueña si tenía cerveza. Respondió que no, pero que cuántas quería, porque podría ir a comprar las que necesitara.

Joe era como llamaban a los soldados americanos. Los blancos somos todos joes

En la casa trabajaban cuatro mujeres. La encargada, hija de la dueña, dos sobrinas de 17 años y una camarera de 24. Me convertí en la estrella de la noche. Todas me atendían solícitas, encantadas de tener a un Joe, porque aquí soy un Joe. He dejado de ser un mister. Joe era como llamaban a los soldados americanos. Los blancos somos todos joes. Así me saludan por la calle. “Ey, Joe”. Y yo les respondo igual. “Ey Joe”. Y todos reímos y nos lo pasamos bien.
—¿Por qué solo?
—Porque me gusta.
—Pero ¿y tu esposa?
—No tengo esposa. Ni hijos. Solo tengo una moto. Me gusta así. Está bien como está. Soy libre de ir y venir.
—Eso es muy triste.
—A veces lo es. Pero no hoy. Estoy encantado de estar con vosotras.
—Pero ¿por qué no tienes esposa?
—Porque nadie me quiere.
—Eso no puede ser cierto. Eres muy guapo. Quédate en San Miguel y verás como encuentras esposa.
—No lo dudo. Pero tengo que irme. Mi casa es el camino.
—Eso es muy triste.
—Puede ser. Pero no esta noche. Ponme otra cerveza.

En cuanto te apartabas veinte metros del arañazo asfaltado de la Panphilippines highway, aparece la senda de barro, las casas sin saneamiento, las vacas, los perros, los gallos, los críos descalzos…

Recuerdo que tras acabar con las seis que había pedido regresé caminando por la carretera mientras pasaban incesantes los camiones. Desperté aturdido y resacoso. Tome el café con agua fría y cuando me espabilé algo salí a correr. El tráfico ya bien de mañana era espeso y el aire irrespirable. En cuanto vi un camino que se desviaba de la carretera me metí por él. Entre las palmeras y los arrozales, pronto arribé a otro mundo. El de la Filipinas rural. En cuanto te apartabas veinte metros del arañazo asfaltado de la Panphilippines highway, aparece la senda de barro, las casas sin saneamiento, las vacas, los perros, los gallos, los críos descalzos… hacía atrás cuarenta años. Pero con televisión. Ese altavoz de ilusiones falsificadas. Los monigotes que veían en los anuncios no tenían nada que ver con estas personas tan rústicas. Los protagonistas de los comerciales son jóvenes urbanos de flequillo engominado que tal vez existan en algún barrio pijo de Manila pero que en absoluto son representativos de la realidad existente en el país. Pero ahí estaban. Danzando en la pantalla como si fueran el símbolo de la normalidad guay a la que se aspira.

Regresé empapado, tan bañado en mi sudor como ahora. 1981, 1861, 1981, 1861. Me duché y arranqué en dirección Manila.

(Continuará)

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Comentarios (1)

  • Lisetta

    |

    Sigo en vilo….., me encanta este relato de vida. Tengo una mezcla casi masoquista de querer que se acabe y que no….

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