Trujillo: memoria de los hombres audaces

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Desplegó el mapa sobre el mostrador con la misma desgana que merece una factura de la luz. Señaló después mecánicamente con unos círculos los sitios que no debía perderme y nos preguntó, eso sí, de dónde veníamos. No asomaba ni un ápice de pasión en sus palabras. La pasión, al parecer, había que traerla de casa. Supuse, ingenuo de mí, que en la ciudad natal de Francisco Pizarro alguien habría tenido la feliz idea de editar un folleto guiando los pasos del viajero por los lugares de Trujillo vinculados al conquistador del Perú, una «Ruta de Pizarro» o algo así. Pero no. La Junta de Extremadura, que por fin ha sido capaz de sacudirse el centenario complejo de culpa y promocionar turísticamente la Ruta de los Descubridores («conquistadores» sigue siendo una palabra maldita) debería hacer un esfuerzo más para sacar brillo a la memoria de uno de sus hijos más ilustres. «Si quiere, lo puede comprar en alguna librería», se excusó la señora mientras daba los buenos días al siguiente visitante, dispuesta a garabatear en legítima defensa el enésimo mapa.

Salí de la oficina de turismo contrariado ante la evidencia, una vez más, de la desidia con la que España trata a sus hijos más audaces, a los elegidos capaces de arrancar unas líneas a la Historia, una osadía que los españoles solemos hacer pagar cara. Afortunadamente, en una plaza mayor tan bella como la de Trujillo los disgustos duraban poco. Frente a nosotros, una casa solariega que ni siquiera me habían señalado en el plano destacaba por encima de cualquier otra. El Palacio del Marqués de la Conquista se levanta sobre el mismo lugar donde presumiblemente estuvo situada la casa de Gonzalo Pizarro, el padre del conquistador. Aquí vivió su hermano Hernando, el único de los cuatro que regresó del Perú, y su hija Francisca Pizarro Yupanqui, que tuvo con la hermana del emperador inca Atahualpa, Inés Huylas Yupanqui. En su esquinazo, como la orgullosa proa del linaje, un monumental escudo recuerda, con el aval de Carlos V, la conquista del Perú.

No asomaba ni un ápice de pasión en sus palabras. La pasión, al parecer, había que traerla de casa

A un lado de la estatua de Pizarro, subiendo las escalinatas de la iglesia de San Martín, por la calle de los ballesteros asciendes por el empedrado mientras respiras linajes. A nuestra derecha, el hotel NH presume de edificio: el antiguo palacio de Francisco de las Casas, primo de Hernán Cortés. Un poco más adelante, en la casa de las cadenas, donde se hospedó Felipe II, se levanta la torre gótica del Alfiler, coronada, como casi todo por aquí, por un nido de cigüeñas.

La cuesta atraviesa la puerta de Santiago, una de las cuatro que se conservan del recinto amurallado. En la iglesia del mismo nombre, la más antigua de Trujillo, junto a una recoleta plazuela con un velador, se amontonan los enterramientos de rancio abolengo, entre ellos los de los Tapia. Las seis cabezas de cuervo de su escudo (cuentan que estando sitiados por los árabes en Pancorvo estos pájaros se encargaron de traerles pan con el pico) denotan la procedencia de sus antepasados.

Salí de la oficina de turismo contrariado ante la evidencia, una vez más, de la desidia con la que España trata a sus hijos más audaces

Caminando unos minutos más hasta coronar el cerro, conocido como «Cabezo de zorro», se encuentra el castillo de época musulmana, vigía de buena parte de la comarca. Dentro, en la capilla de Nuestra Señora de la Victoria (en agradecimiento a la reconquista de la ciudad en enero de 1232) la imagen de la Virgen da vueltas sobre sí misma, algo que yo no había visto ni en México, un país pródigo en surrealismos en la imaginería religiosa. Desde el patio de armas, hay que recorrer los lienzos del castillo entre torreones, baluartes, barbacanas y coches aparcados a pie de muralla que afean considerablemente el espejismo medieval.

Bajando el cerro en dirección a la plaza mayor uno se tropieza con la casa museo de Pizarro, que luce el escudo de la familia. En la planta superior se repasan someramente los principales episodios de la vida de Pizarro. Es un pequeño museo a la antigua, sin chispa, con sus vitrinas de otro tiempo y una vieja maqueta del recorrido del conquistador como único alarde. No había ni siquiera una tienda donde adquirir libros sobre la conquista del Perú o un mísero pin para la nevera. Pizarro, sin duda, se merece mucho más. Me interesó, eso sí, un panel situado en la planta baja con el árbol genealógico de los Pizarro. No se podía hacer fotos, pero a la gente le daba igual. Al turista, en general, le importan una higa las recomendaciones de los museos.

La casa de Pizarro es un pequeño museo a la antigua, sin chispa, con vitrinas de otro tiempo y una vieja maqueta como único alarde

A un paso del museo se encuentran las ruinas del monasterio de la Coria, donde Francisca González, madre del conquistador, de una familia de campesinos conocida como «los roperos», servía como criada a Beatriz Pizarro, tía abuela de Francisco, que nació de los amoríos de la sirvienta y Gonzalo Pizarro. Ahora alberga un museo sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo gestionado por la Fundación Xavier de Salas. Sólo abre los sábados y festivos por la mañana. Estaba cerrado.

A nuestras espaldas, camino de la iglesia de Santa María la Mayor, junto a un limonero una callejuela empedrada, la de Garguera, casi pasa inadvertida. Baja en picado, cada vez más estrecha entre la roca viva que se abraza a los muros de las casas. Mientras la recorres, inmerso en un aroma de otra época, se escucha el castañear de las cigüeñas y el piar de los pájaros que anuncian la primavera.

La memoria de Magallanes ha sucumbido entre sus paisanos, inevitablemente, a la de Pizarro

Volviendo sobre nuestros pasos hacia la iglesia de Santa María la Mayor, un busto escoltado por coches aparcados en batería frente a la puerta principal del templo. Es el de Francisco de Orellana, descubridor del Amazona e hijo también de Trujillo, cuya memoria ha sucumbido entre sus paisanos, inevitablemente, a la de Pizarro. No tiene museo alguno que glose su pionero descenso del gran río, una de las grandes aventuras de la Historia.

Dentro de la iglesia, en un rincón oscuro del baptisterio cuelga una corona de flores de plástico con una desvaída cinta con la bandera de Perú. Y una inscripción en un pequeño marco polvoriento me alegra a la vez que me desconcierta: «El Perú a Francisco Pizarro. Con motivo del IV centenario de su muerte. 1541-1941». Perú, a lo que se ve, mira a Pizarro con bastante más admiración que Mexico a Hernán Cortés.

El suelo de la iglesia de Santa María la Mayor es una deslumbrante alfombra de linajes y señeros abolengos

El suelo de este templo es una deslumbrante alfombra de linajes y señeros abolengos. Caminas pisando las tumbas de los Vargas, Heras, Hinojosa, Loaysa o Altamirano, apellidos ilustres que se enseñorearon de la historia de Extremadura durante siglos. Parece que en cualquier momento va a tronar una voz de ultratumba reclamando un padrenuestro. En una de las naves destaca el enterramiento de Diego García de Paredes, «el Sansón extremeño», a quien Cervantes inmortalizó en un capítulo de El Quijote. Si se quiere disfrutar de unas vistas inmejorables de Trujillo y sus alrededores hay que subir, por angostas escaleras de caracol, a las dos torres de la iglesia.

De vuelta a la plaza mayor (de donde sale un tren turístico, muy solicitado por las familias con niños, que sube hasta el castillo recorriendo el casco histórico) y siguiendo precisamente los pasos de Cervantes, me acerco por un pasadizo bajo un arco situado al lado de los juzgados, el Cañón de la Cárcel, hasta el Palacio Orellana Pizarro, que adquirió un primo del conquistador, Juan Pizarro de Orellana, a los Vargas tras regresar del Perú.

Ya se está poniendo el sol y Trujillo bulle en sus terrazas de la plaza mayor y en las últimas compras de los turistas

Como se ve, la historia de Trujillo es una partida de ajedrez jugada siempre por los mismos apellidos. Aquí estuvo alojado el autor de El Quijote cuando se dirigía Guadalupe a cumplir su promesa de llevar a la Virgen las cadenas de su cautiverio en Argel. Antiguo ayuntamiento, fue también casa de la contratación donde se enrolaban los expedicionarios al Nuevo Mundo.

Ya se está poniendo el sol y Trujillo bulle en sus terrazas de la plaza mayor. Los turistas hacen sus últimas compras en los comercios que compiten con sus lotes de pimentón de la Vera, torta del Casar o vino de Pitarra. Pizarro, desde su pedestal, supongo que se ríe de todos nosotros.

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Comentarios (2)

  • Tu Anciana Abuela

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    También he estado en trujillo, he pasado por la misma Oficina, y he notado ese triste desencanto del funcionario que pasa de todo menos, en efecto, de mi lugar de procedencia (¿¡¡?).

    …y la mezcla de aburriemiento/desprecio cuando he intentado demostrar entusiasmo por la Tierra de los Conquistadores…

    …no me han tratado mejor ni peor que on otra muchas oficinas de turismo.

    …disfrutes o no de la visita, ellos van a seguir cobrando igual..

    Por cierto. No te alargues contando que aunque eres de tal sitio, estás pasando el verano en tal otro. No existe esa casilla en su formulario, y les aburre tu historia particular.

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  • Ricardo

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    Tristemente, así es. Normalmente eres pasto de la estadística. Deberían darse cuenta de que no hay mejor manera de hacer su trabajo que intentar transmitir al visitante la pasión por los lugares que va a conocer, y de los que ellos viven, por cierto. De todos modos, y para ser justos, diré que en la oficina de turismo de Mérida me trataron extraordinariamente y se interesaron por mi interés, facilitándome hasta un libro sobre la ciudad que tenían en el almacén.

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