Ouagadogou y las estrellas fugaces

Por: Enrique Vaquerizo (texto y fotos)
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“A follar empecé a los trece. A viajar supongo que un poco después, a viajar en serio quiero decir. Mi primer viaje fue con un tío a Nigeria, allí la gasolina es más barata, bajamos una camioneta y la subimos cargada de bidones. Así empezó el negocio. Por las tardes trabajaba de camarero en el Centro Cultural Francés, lo pasaba bien, siempre les he gustado a las blancas… ¿Crees que en Amsterdan habrá buen café?” Tabsoba  mira por la ventana con preocupación mientras atravesamos las primeras chabolas de Ouaga.

Desde hace diez días, duermo en autobuses y furgonetas que recorren el Sahel como peregrinos tristes

Vivo en la carretera y creo que me están saliendo ruedas. Desde hace diez días, duermo en autobuses y furgonetas que recorren el Sahel como peregrinos tristes. Dhoso, Niamey, Segou, Kayas, Bobo, Bánfora…Me estoy volviendo adicto a este deambular frenético con el que trato de maximizar tiempo y recursos. Bajarme en cada ciudad con las primeras luces de la mañana, echar un vistazo al mercado, compartir unas cervezas y reservar plaza en el primer vehículo que salga para el destino siguiente. Mientras maldigo al conductor y esperamos a que todas las plazas del coche se llenen, hago amigos.

Tabsoba es el último de ellos, se ha instalado a mi lado en esta camioneta de veinte plazas que nos lleva a Ouagadogou (Ouaga para los amigos) la capital de Burkina Faso. Está emocionado, en dos días se casa. Su novia, una holandesa veinte años mayor que él, le ha enviado el pasaje de avión y un poco de dinero para el camino. Doce horas de vuelo  con escalas le esperan a la mañana siguiente. Como la mayoría de burkinabeses Tabsoba tiene un grupo de música y todas las noches sale a bailar por los “maquis” de la ciudad. Así conoció a su futura mujer, trabajadora de una ong holandesa.

 Si en Amsterdam no hay buen café como ella le ha prometido piensa divorciarse al instante

Tabsoba está muuuuy enamorado, para él la edad no es un obstáculo, por supuesto siempre y cuando su futura esposa le prepare un buen café. Porque si hay algo sin lo que él no puede pasar, menos aún que las mujeres, es el café. Relamiéndose me cuenta que toma más de ocho tazas diarias, es en lo primero que piensa al levantarse y en lo último cuando se acuesta. Eso sí, asegura  suspicaz, si en Amsterdam no hay buen café como ella le ha prometido piensa divorciarse al instante.

Asiento distraído, Tabsoba, Yobou, Soufiane…los últimos días y conversaciones se confunden en mi cabeza. Ya sólo presto atención a la nueva banda sonora de mi vida; el run-run del motor combinado con el asfalto que crepita bajo nosotros, y a mis ruedas, sobre todo presto atención a mis ruedas. Si a Tabsoba le preocupan sus dichosas tacitas yo estoy obsesionado con la idea de que mis pies se están recubriendo de un caucho áspero y pegajoso. Ingobernables giran y giran, hacen un ruido de mil demonios y me preocupa enormemente no haber revisado correctamente el estado de mis yantas. Paso mis días encogido en una postura imposible, trato de aprovechar al máximo el espacio mientras  ajusto el tétris de mi vida. Si miro hacia delante, contemplo un bosque de cabezas oscuras que se balancean con los baches del camino, en ocasiones aparto alguna que ronca sobre mi hombro. Si tengo suerte y logro una plaza junto a la ventanilla, adormilado sueño un paisaje pardo y monótono endurecido con acacias y rebaños. A veces me despierto y leo.

El espíritu enloquecido de Kerouac pronto estará muerto y enterrado

Pero a esta historia ya le queda poco, el espíritu enloquecido de Kerouac pronto estará muerto y enterrado. En unos instantes estaré en Ouaga, después  me esperan quince horas atravesando Benin, dos días más tarde  tengo una cita en Cotonou. Vacaciones familiares, una semana de oasis, playas y palmeras, una cama y almohadones blandos. Sólo falta un pasito más.

Al bajar de la camioneta me despido de Tabsoba, le deseo una vida feliz, repleta de amor e hipertensión. Cojo un taxi y le pido que me lleve a la estación situada en la otra punta de la ciudad. El autobús para Cotonou sale en tres horas.

¡Toque de queda, toque de queda!, grita

La noche de Ouaga es hermosa, no hace excesivo calor y  las estrellas cuelgan enormes y relucientes como arañas. Agotado contemplo el firmamento, una luz  de un azul eléctrico lo atraviesa como una exhalación,  pido un deseo. De golpe el cielo se puebla de decenas de fogonazos brillantes que se cruzan en todas direcciones, a lo lejos se oye un repiqueteo amortiguado y sordo. El taxista frena bruscamente, todos los sentidos alerta. ¡Toque de queda, toque de queda!, grita mientras da media vuelta. ¿Pero qué hace? El rumor suena ahora peligrosamente cerca y puedo identificar el ruido ¡Disparos!

Mientras volvemos a la estación el taxista me explica que el ejército está en huelga. Hartos de que no se les mejoren sus salarios, amenazan desde hace varias semanas con emprender un toque de queda. Parece que han decidido iniciarlo esta noche. El toque se inicia a las doce de la noche y dura hasta las siete de la mañana, queda prohibido circular por las calles ni en coche ni a pie. Las consecuencias pueden ser el arresto inmediato o algo peor. Aquí los piquetes sacan los tanques a la calle y las consignas se miden su calibre cuando estallan perdidas en la oscuridad. Quien ha tenido la mala suerte de tratar con el ejército o la policía en cualquier rincón de África  sabe que si les asiste algo de de razón lo mínimo que puedes esperar es que te desplumen vivo.

Al doblar una avenida aparecen los primeros tanques

Cruzamos Ouaga a toda velocidad bajo una balicera que intenta abatir las estrellas, al doblar una avenida aparecen los primeros tanques. El coche da un volantazo  y se sumerge en la noche de la ciudad. Minutos después estamos de nuevo en la estación de autobuses, respiramos aliviados. La mayoría de pasajeros han vuelto, silenciosos se arremolinan en el suelo y comparten sus provisiones en una cena improvisada, un niño llora. Tabsoba se ha instalado en un banco de metal, me sonríe divertido, su avión no sale hasta las diez de la mañana. Extiendo el saco de dormir y me tiendo a su lado mientras afuera arrecian las descargas. A la gente parece no importarle, duerme a pierna suelta, un coro de ronquidos resuena en la estación indiferente al espectáculo nocturno. Lo único que me preocupa es perder el siguiente autobús, mi taxista escucha la radio desde su coche y me tranquiliza, nadie puede circular a esta hora por la ciudad. No puedo dormir y me levanto a estirar las piernas, la noche se ilumina con un resplandor eléctrico, inusualmente bello. Parecen fuegos artificiales.

Al alba los pasajeros se desperezan, emprendo con el taxista el camino a la estación. Con un poco de suerte aún podré coger el autobús hasta Cotonou. La ciudad vuelve poco a poco a la vida y por las avenidas se desparrama un reguero de coches calcinados, algunos de sus dueños evalúan los daños. Cruzo la mirada con un chaval que contempla desconsolado los restos humeantes de su ciclomotor. A lo largo de los meses siguientes aún tendré que pasar tres veces más por Oauagadogou, el toque de queda seguirá vigente, en un conflicto irresoluble y eterno entre ejército y Gobierno, mutilando la vida nocturna de una de las ciudades más alegres de África, sazonando con pólvora y miedo sus madrugadas.

Sazonando con pólvora y miedo sus madrugadas

Llegamos a la estación cuando una furgoneta está a punto de salir, un tipo encaramado al techo acomoda fardos de mercancías y vocea el destino ¡Cotonou, Cotonou! Compro el billete y me acomodo en la última fila entre dos gigantescas “madames” y sus cestas de fruta. Conmigo se completa el pasaje. Arrancamos, nos esperan 15 horas de trayecto. Exhausto me duermo y sueño con mis ruedas. Y ahí están, giran y giran indiferentes en la carretera mientras se suceden los controles de policía, el claxon, la espera, los atascos, las dudas,  los vendedores ambulantes, el calor,  la soledad…la vida.

 

 

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Comentarios (4)

  • Daniel Landa

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    Genial el relato, Enrique, con África a flor de piel en cada línea.

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  • Jaime

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    Kike, mira que dudo de la calidad del café de tatsoba…bueno imaginarte compartiendo disparos y noches a la intemperie.el recuerdo de malasaña se antoja inaceptable como los recuerdos de Italia a primo levi en auschwitz.un fuerte abrazo desde la selva colombiana…

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  • Enrique Vaquerizo

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    Muchas gracias Daniel. Jaime el recuerdo de Malasana siempre es aceptable. Espero te vaya bien por tus cuarteles de invierno:::

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  • Isabel

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    ¡Vaya bagaje de experiencias vitales ! . Estupendo , continúa así

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