Palencia, al final del camino

Por: Daniel Landa (Texto) Luis Landa y Cristina Carlón (Fotos)
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A 40ºC bajo cero todo quedaba congelado, las máquinas quitanieves, las pestañas y nuestro ánimo aventurero. Estábamos en la Pequeña Isla de Diomedes, en los confines de Alaska, en mitad del Estrecho de Bering. Un esquimal picaba el hielo para formar un agujero en el que pudiera lanzar su caña. Los vientos polares aumentaban la sensación de frío sobre aquel mar gélido. Miré al esquimal con una mezcla de admiración y condolencia: “¿por qué sigues viviendo aquí?”, pregunté. Entonces él dejó de picar el hielo. Me miró con una sonrisa limpia, encogiéndose de hombros: “Porque éste es mi hogar”.

Era irrebatible, no había nada más que explicar. Su hogar, su infancia, sus muertos, todo eso estaba allí, en una isla tan inhóspita que daba miedo. Aquel lugar formó parte de una expedición que me llevó a recorrer el planeta en un todoterreno durante más de dos años.

Si uno se desprende de las raíces corre el riesgo de dejar de viajar y empezar a huir.

Conozco a muchos viajeros que asumen con orgullo su condición de “ciudadanos del mundo”. Ignoro qué significa eso, tal vez un arrebato de libertad, en mi opinión, mal entendido. Yo vivo en Madrid y he tenido el privilegio de cruzar más de 80 países con mi cámara, en busca de historias, de hogares ajenos. He visto ríos volando en las montañas de Canaima, he cruzado el Amazonas, he hollado la Antártida, he atravesado el desierto del Gobi, he disfrutado las noches de Moscú y las mañanas de Cartagena de Indias, he perdido todo en Las Vegas y encontré la paz en el Ngorongoro. He caminado junto a arroyos de lava y rinocerontes blancos, en valles sagrados y sobre ruinas mayas… pero es en Palencia donde me encuentro en casa, porque siento la compañía de lo que he sido. Las raíces forman parte del viajero. Si uno se desprende de ellas corre el riesgo de dejar de viajar y empezar a huir.

Nada tiene que ver la sensación de pertenencia con una postura provinciana. En la comparación radica el error. Sé que hay puentes más emblemáticos que nuestro Puente Romano y la Bella Desconocida no es tan bella como otras catedrales. La Calle Mayor o el Cristo del Otero no alcanzan la grandeza de otras calles y otros monumentos. Pero esos lugares son los nuestros, los que paseamos con dignidad, los que hemos compartido.

Las ciudades no son nada, nada en absoluto, si no se comparten, si no se crea el vínculo con quienes moran en ellas.

Las ciudades no son nada, nada en absoluto, si no se comparten, si no se crea el vínculo con quienes moran en ellas. Las ciudades son experiencias, son el primer amor, un poema escrito en la distancia, el recuerdo de un abuelo, la tienda de al lado, un amigo y una rencilla, retazos de la Historia que forjaron los que se han ido y el porvenir de los que están por llegar. Sin eso, una ciudad es piedra y cemento, espacio yermo con más o menos adorno y arquitectura.

De Palencia me quedo con su luz sin playas, sus trigales y sus fiestas. Entiendo su lenguaje y hablo su idioma con afecto, porque esta ciudad invita a la conversación amable, sin rencores patrios, sin la ansiedad nacionalista. Yo diría que Palencia es una ciudad inteligente porque combina la humildad castellana con el orgullo de los palentinos. No necesitamos gritos ni pancartas para presumir del esplendor de nuestros parques, ni apelamos a la identidad del pueblo mientras contemplamos la torre de San Miguel. Tenemos, como todos, nuestras guerras, nuestros santos y nuestra Virgen, que hasta ella es de la Calle para que esté más cerca, sin grandes altares.

Palencia es una ciudad inteligente porque combina la humildad castellana con el orgullo de los palentinos

A Palencia la vamos haciendo entre todos, con el alboroto de las peñas o el sonido de castañuelas, con el sueño de ver un ascenso en la Balastera, con nuestros olímpicos atletas, con las coplas a la muerte de un padre o las conversaciones al calor de la Trébede.

A esta ciudad se vuelve como se vuelve a la tregua después de la tempestad. Éste es para mi el lugar de mis sobrinos, de los veranos con chaquetilla por la tarde y de los regalos de Navidad. Puedo entender que cuando se pasa aquí el invierno uno llega a anhelar paisajes de mar, pero Palencia se reinventa con el olor de las castañas asadas y la libertad de los niños jugando en los soportales. A veces siento ganas de echarla de menos para, al volver, reconciliarme con su serenidad, pero qué le voy a hacer, tiendo a alejarme.

Soy periodista por vocación y viajo por necesidad. Es la curiosidad la que me embarca en rutas nuevas, quiero vivir otras formas de alegría, perseguir horizontes y encontrar el sobresalto de otras culturas. Viajar es tal vez la forma más sensata de perderse en ese laberinto que llamamos vida. Y así andamos, perdidos aún. He conocido destinos que se me antojaban familiares, podría vivir en Morelia o en Buenos Aires, hartarme de picante y rendirme a la melancolía del tango, podría incluso asentarme en los confines de Rusia, o en las orillas del Nilo, o en las cabañas de Noruega, o bajo las palmeras de Fortaleza. Podría vivir allí, sí. Tal vez son sitios más alegres, más hermosos o más divertidos, pero no son los míos.

Viajar es tal vez la forma más sensata de perderse en ese laberinto que llamamos vida

Tendemos a pensar que los lugares interesantes hacen interesantes a las personas, pero es más bien al contrario: es la gente la que hace que un lugar merezca la pena.

Durante la travesía que nos llevó a dar la vuelta al mundo pudimos acercamos a las comunidades indígenas de Asia, América y África. Aquellas tribus nos mostraron una forma inédita de respeto a su tierra. Amaban todo aquello que les hacía ser como eran, no se comparaban, porque el valor de las raíces es intransferible. Aprendimos a apreciar la magia de los baobabs o de las ceibas, no porque sean árboles más esbeltos que otros sino porque formaban parte de sus bosques. Y ellos compartían esos bosques y esas raíces.

Nada es prescindible en el lugar donde uno nace. A mi ciudad le faltas tú y le falto yo cuando nos vamos. Hoy siento lo que sentía el esquimal picando el hielo: en Palencia está mi hogar, están mis muertos y está mi infancia, por eso me sigue esperando, al final del camino.

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Comentarios (4)

  • Rubén Suárez

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    Siempre tan intenso Daniel como todos los que escribís en esta página. Siempre he debatido con todos aquellos que nunca hablaban bien de su pueblo o su tierra, porque siempre hay algo que solo se encuentra allí, partiendo de las propias raíces.
    Un saludo

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  • Lydia

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    Me ha conmovido. Un texto precioso, Daniel.

    He terminado de leer tu libro y me ha encantado. Me lo iba dosificando, para pensar en lo que iba leyendo. Tiene mucho mérito vuestro viaje, después de todas las dificultades que superasteis.
    Me han interesado especialmente las actitudes, emociones, comportamientos, tanto entre vosotros como con las personas que se cruzaron en vuestro camino.
    Se necesita mucha templanza, educación y generosidad para convivir durante dos años en las más variopintas circunstancias.

    Y me alegra saber que vas a realizar el viaje que ya llevabas en mente a tu vuelta a Sevilla.

    Cuando se vuelve de uno, ya se empieza a planear el siguiente.

    Que te vaya muy bien.

    Un saludo

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  • Isabel Alconero

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    Me encanta cuando leo algo y me identifico con ello, como es el caso.
    Nací y crecí en Palencia y luego la vida me llevó por el mundo. 19 años y 37 países más tarde, se me eriza la piel al leerte.
    Aunque vivo en Madrid, no entiendo la vida sin viajar y conocer otros lugares y sus gentes (será por ser acuario -errantes por naturaleza-, o quizás por el tren que oíamos a través de los árboles de la Huerta Guadián -pues éramos casi vecinos- ), pero a mi Palencia, que no me la toquen… siempre al final del camino, es más, siempre en mi horizonte.

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  • Laura B

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    Texto maravilloso, lleno de corazón, de literatura y de verdades.
    Enhorabuena.

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