Шанхай: неоновые огни и караоке

По: Daniel Landa (Текст и фото)
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Shanghái se nos presentó desordenada sin acabar de decidir donde acaban los rascacielos y dónde empieza el olor del pato laqueado. Sostuvimos el equipo de cámara con una mueca de duda, mirando los edificios estirados hacia arriba y aturdidos por el ruido de chatarra a ras de suelo.

Las rascacielos se explican más fácil, pues el lenguaje del ladrillo es elemental. Por eso nos sumergimos en las callejuelas donde los niños descalzos juegan al bádminton entre los desperdicios y las mujeres desescaman el pescado y los hombres fuman sin camiseta sobre sus bicicletas. Lejos de las postales, las ciudades muestran sus entrañas.

Shanghái es demasiadas cosas. No se puede describir juntando líneas, pues hay demasiados puntos y aparte, que no dan tiempo a enumerar. Nosotros recorrimos la urbe a trompicones para encuadrar un lugar con más de 20 millones de humanos, pero tal cantidad de gente cohabitando calles acaba precisamente deshumanizando Shanghái.

Un método infalible para apaciguar el alma de los paseantes es creando karaokes.

Y es entonces cuando los chinos se inventan sus burbujas, para poder respirar. Un método infalible para apaciguar el alma de los paseantes es creando karaokes. Esta actividad se ha extendido en toda Asia pero en la ciudad de Shanghái descubrimos un concepto nuevo del canto social. Yeray y yo buscamos refugio en un local que invitaba al ocio, pero tardamos en entender el tipo de entretenimiento que allí tenía lugar. Había un bar enorme, un DJ pinchando música disco y un tipo vestido de oso bailando en el centro de la pista. Luego estábamos nosotros, no había nadie más. El complejo era una discoteca enorme con pantallas de televisión retransmitiendo partidos de fútbol. Estaba tan vacío y tan triste que amagamos con marcharnos. Entonces se nos acercó una camarera para preguntarnos qué tipo de sala queríamos. Aquello nos sonó sórdido y declinamos la oferta, fuera lo que fuera aquella sala. Tardamos en entender que lo que ofrecían allí era un espacio para cantar. En un pasillo que no habíamos visto había decenas de habitaciones, con un cristal oscuro a través del cual se podía intuir que tipo de atmósfera del interior. Había salas llenas de botellas con chicos fumando y cantando rock and roll. También había otras decoradas con peluches y corazones, para las adolescentes que imitaban a sus estrellas del Pop chino. Había salas pequeñas para el canto de las parejas, salas como de negocios para fiestas de empresas, había tantas salas como estados de ánimo caben en Shanghái. Era allí, en el recinto privado, donde los chinos se desahogaban a voz en grito, sin extraños.

Era allí, en el recinto privado, donde los chinos se desahogaban a voz en grito, sin extraños.

Yeray y yo nos colamos en fiesta ajena, en la sala de los chicos del rock and roll y duramos lo que tardaron los de seguridad en sacarnos de allí. El bar seguía vacío, excepto por el hombre vestido de oso, bailando solo. Nos fuimos al hotel.

El día en la ciudad se atraganta en las avenidas, se estorba en el vaivén de gente y se cuela por las alcantarillas de los arrabales. Es por la noche cuando Shanghái se engalana. Lo habíamos visto ya en otras ciudades: a los chinos les apasiona decorarlo todo con luces de neón que van cambiando de color.

El paseo por The Bund es el lugar idóneo para ver, al otro lado del río, los perfiles del barrio de Pudong, que concentra los edificios más emblemáticos de Shanghái. Los rascacielos están, конечно, iluminados con neones rosas y morados, verdes y naranjas, que van cambiando cada minuto. В то время как, los barcos atraviesan el río como árboles de navidad, luciendo un sin fin de destellos coloridos que acaban restando cualquier solemnidad a la estampa más moderna de Shanghái.

El día en la ciudad se atraganta en las avenidas, se estorba en el vaivén de gente y se cuela por las alcantarillas de los arrabales.

Otro laberinto de neón ilumina las fachadas y los tejadillos tradicionales de los jardines de Yuyuan, tan abarrotados y tan coloreados de luz y centros comerciales, que acaban perdiendo la gracia.

Yeray y yo seguíamos sosteniendo el equipo de cámara sin saber cómo grabar la ciudad. Habíamos retratado pedazos de vidas, burbujas, cristal y neón y nos fuimos con la sensación de que allí no cabía nadie más.

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