Pingüinos, canguros y otros habitantes de Tasmania

Por: Laura Berdejo
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Tasmanian experience empezó a ser realmente una experience desde los spaghettis que nos unieron aquella vez. Jeff era un artista de las relaciones sociales y del medio ambiente. A partir del segundo día éramos un equipo con una misión que se dirigía a Campbell Town, un pueblo arrancado de cualquier cuento de los hermanos Grimm, con patos, puentes bucólicos e iglesias impecables. De ahí saltamos a Bicheno donde, caída la noche, nos escondimos por parejas detrás de las rocas y empezamos a contar los pingüinos que volvían a dormir a tierra para echar una mano a los biólogos del departamento de medio ambiente y que pudieran hacerse una idea del tamaño de la población local.

Los pingüinos azules de Bicheno son pequeños, torpecillos y algo tímidos. La verdad es que no había muchos: en todo el rato que mi compañera, una mujer británico-japonesa peculiar bastante simpática, y yo pasamos hablando del eterno retorno y de los rituales nipones debimos de contar un pingüino o dos. Aquella noche dormimos en unas cabañas parecidas a las de Blancanieves y al día siguiente viajamos en nuestra furgoneta hasta Liffey Valley Reserve.

Amistad con canguros y wallabies a la orilla del mar

Liffey Valley es un parque natural que combina varios mini-ecosistemas variados: selva tropical, palmeras, bosque seco y hasta acantilados con sus faros y todo. Por los laterales del camino que seguíamos, correteaban unos canguros bastante osados que se iban acercando acercando hasta que el monitor nos explicó que sentían un aprecio incondicional hacia los visitantes porque asociaban turista con alimento y que les podíamos tocar y todo. También nos explicó, más serio, que en realidad no había que darles de comer, de la misma forma que no había que lanzar huesos de manzana por el aire – y me lanzó unos rayos de fuego que le salieron de los ojos en recuerdo de mi costumbre habitual de lanzar los restos de las manzanas o de los  melocotones por las reservas naturales, algo que sigo considerando un hábito sano, frecuente en prados españoles donde “lo que es del campo va al campo, la naturaleza se autoregenera” pero que en Australia es motivo de excomulgación y de crítica universal.

No puedo decir mucho de este lugar porque sólo se me ocurren palabras como espectacular, increíble y excepcional que están muy usadas ya

En Liffey Valley, para compensar lo de los huesos, pasamos una tarde entera arrancando malas hierbas y nos acostamos pronto porque a la mañana siguiente viajamos a una montaña absolutamente hermosa inscrita en la Lista del patrimonio mundial llamada Cradle Mountain. No puedo decir mucho de este lugar porque sólo se me ocurren palabras como espectacular, increíble y excepcional que están muy usadas ya, pero de verdad que tanta belleza y tanta armonía natural juntas no las había visto jamás.

Gastronomía insular como toque final

A nuestro regreso de ese empacho de naturaleza melódica, de olores y de color, Jeff consideró necesario completarlo con el empacho gástrico tradicional y nos llevo a dos granjas tasmanas donde producen, respectivamente, lo mejor de las frambuesas y del queso local. Todavía tengo registrado en alguna esquina de alguna papila gustativa el sabor del helado de frambuesa de la granja Christmas Hill Raspberry, sublimado con la brisa, las sillas de madera, el cansancio, el fresco que se colaba en las ramas de los árboles, el compañerismo de la fatiga conjunta y la majez del personal. Y de ahí, alegría de las alegrías, saltamos a la granja de queso, con sus ovejas hasta demasiado limpias y un queso espectacular aderezado con el vino típico del viñedo municipal.

La última noche la pasamos en un camping lleno de familias, juventud y niños correteantes enfrente del mar. Como ya éramos una panda, estuvimos hablando hasta muy tarde, nos dimos un paseo conjunto sin indicación de Jeff y hasta abrimos nuestros corazoncitos a la hora de la cena al hilo de los retornos, las parejas y la vida sentimental. Por la mañana la furgoneta nos llevó de vuelta a Hobart, donde llegamos a la hora perfecta para degustar, ávidos de civilización en el fondo, el pescado frito con limoncillo tan rico del puerto. Cogimos una mesa muy grande en un restaurante enfrente de los barcos, pedimos muchas cervezas, nos frieron el pescado ahí mismo y ninguno se fue, aunque ya estábamos en terreno de nadie, pero nos quedamos hasta repetir pescados y cañas en un ejercicio entrañable de extender la magnitud espacio-temporal.

Por la mañana la furgoneta nos llevó de vuelta a Hobart donde llegamos a la hora perfecta para degustar, ávidos de civilización en el fondo, el pescado frito con limoncillo tan rico del puerto.

Aquella noche, después de despedirnos, me quedé en un albergue en Hobart donde al llegar me senté en una mesa con un café americano y cogí varias revistas para ojear. En una de ellas había un anuncio a toda página que decía: «Tasmania needs you!» y toda una lista de profesiones que cubrir, y fotos de casas descomunales, de copas de vino brillantes y de los paisajes demasiado hermosos que habíamos visto ya. Anoté la dirección del ministerio australiano de inmigración a la que había que mandar el CV y periódicamente la encuentro, en un cambio de casa, en un orden de carpetas, y entonces la miro un rato despacio y la vuelvo a guardar cuidadosamente en otra parte con la tranquilidad gratificante de que siempre quedara Tasmania si en un momento dado tenemos que repostar.

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Comentarios (1)

  • Javier Brandoli

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    Los textos de Laura Berdejo tienen la virtud de provocarme enormes ganas de tomar un avión y plantarme en esa esquina del mundo. Esta crónica de la vida en Tasmania enseña el placer de perderse sin grandes aventuras. La aventura es estar allí, entendiendo el placer de sentir que otra vida, una semana o unos años, es posible. Felicidades! Otro sitio para la lista de posibles (ya no me caben más)

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