Todo empieza en Jericó

Previous Image
Next Image

info heading

info content

Un cartel dejaba claro que allí no entra cualquiera. Si eres israelí deberías darte la vuelta. Hacía varias horas que habíamos entrado en Palestina. Un Chevrolet enano nos llevaba sin prisas por una carretera a la que acompañaba una alambrada para que el viajero no olvide que no es lo mismo, de ninguna manera, estar en Israel que en Palestina.

Un hombre uniformado nos indicó con gestos que podíamos entrar en la ciudad, que ya veía él que no éramos israelíes. Y aparcamos el coche en una acera a la sombra de uno de los árboles que forman el oasis de Jericó. Otro árbol cobijaba bajo sus ramas a un rebaño de cabras. Por lo demás, no veíamos a ningún humano por las calles.

Jericó ha sido la recompensa de los nómadas, las plazas en las que detener los pasos, la sombra en la que edificar un futuro.

Estábamos en medio del desierto de Judea, en pleno mes de julio, visitando la ciudad habitada más antigua del planeta. El agua da vida a los árboles frutales, al comercio, a la vida, en este desierto insoportable, donde todo es arena y sol. Por eso, desde siempre, Jericó ha sido la recompensa de los nómadas, las plazas en las que detener los pasos, la sombra en la que edificar un futuro. Los nuestros se detuvieron en el palacio de Hisham. Estábamos a punto de iniciar un viaje al pasado, alejándonos siglo a siglo de un presente que nos había recibido a más de 40ºC bajo las palmeras.

El palacio es hoy un conjunto de ruinas y mosaicos extraordinarios. Varias fuentes hicieron que el lugar se conociera como “El lugar donde el agua brota de la tierra” lo cual era tal vez el lujo más ostentoso al que se pudiera aspirar en el siglo VIII en aquel lugar. Los baños romanos, las estatuas decorando los salones del antiguo palacio y las columnas que ya no sujetaban techo alguno desafiaban a la explanada inerte que hoy rodea el recinto. Allí tampoco había nadie, ni un solo visitante buscando encuadres, admirando aquella maravilla de la dinastía omeya.

Pero Jericó no es lo que parece, no se la ve venir. Hay que salirse un poco para ver el palacio, para alcanzar sus maravillas. La localidad de hoy está formada por casitas pálidas, modestas entre los árboles. Sus habitantes procuran no salir de casa, no salir de sus trabajos, no salir. Beben té en las tiendecitas con aire acondicionado donde la gente destina mucho tiempo para hacer la compra, antes de salir a la calle. Hay poco tráfico, poca actividad, como si el tiempo pasara más despacio, o incluso fuera hacia atrás.

Hay poco tráfico, poca actividad, como si el tiempo pasara más despacio, o incluso fuera hacia atrás.

Nosotros seguimos retrocediendo en el tiempo y para ello nos subimos a un teleférico que decían que era el más largo del mundo. Y lo cierto es que tardamos bastante, pues también el cable car iba despacio, afectado por esa lentitud que impera en Jericó. Y llegamos a nuestro destino, dos mil años atrás, sobre el monte de la Tentación. Allí se ha erigido un monasterio ortodoxo griego, excavado sobre las escarpadas paredes del monte, donde los monjes contemplaban el oasis desde sus balcones. Jericó se extiende a los pies del templo, allí abajo, refugio del desierto, dando la espalda al mar Muerto que un poco más allá extiende sus aguas sin vida.

El monasterio es un lugar singular que, colgado a unos 150 metros, abraza a una montaña sagrada. Recorrimos el templo, por una especie de callecita que separa la roca de los aposentos de los monjes y en un lugar más apartado, la iglesia ortodoxa, un tanto lúgubre, reserva su lugar más santo tras una vitrina. Al otro lado del cristal puede verse una hendidura en la roca, que los monjes aseguran que de vez en cuando se llena de agua milagrosamente. Esa oquedad se formó, según dicen, por la rodilla de Jesucristo, que hasta allí se retiró para orar durante cuarenta días y cuarenta noches. Y allí, justo en ese lugar que preserva la vitrina, el diablo le tentó y Jesucristo le mandó a freír espárragos, si es que había espárragos en las huertas de Jericó.

Esa oquedad se formó por la rodilla de Jesucristo, que hasta allí se retiró para orar durante cuarenta días y cuarenta noches.

En la cafetería que precede al templo, bebimos un zumo de naranja recién exprimido alzando la vista sobre esa ciudad extraña. Fijé la vista allí abajo, donde parece que no hay nadie y resulta que sí, que hay alguien desde que la memoria alcanza en la historia de la Tierra. Pero, además, se trata de la ciudad más profunda del mundo, ya que está situada a 258 metros bajo el nivel del mar, en la depresión que forma el valle del Jordán.

A pocos metros de la base del teleférico, vimos una pequeña caseta que da a otra explanada. Eran las tres de la tarde y el termómetro marcaba 45ºC. Un hombre custodiaba la caseta y nos ofreció un plato repleto de trozos de sandía. Nos instó a comer. No se conformó con que probáramos un trozo, ni dos. No se inmutó hasta que acabamos con toda la fruta. Sólo entonces nos dio un par de entradas para el yacimiento arqueológico de Jericó. El hombre tenía claro que no iba a dejarnos entrar si no nos hidratábamos antes. Poco después comprendimos que aquella sandía era sólo una forma de prevenir el desmayo.

Una pequeña torre de ladrillos, de arcilla secada al sol, representaba el origen de la ciudad más antigua del planeta.

Allí no había ni una sombra ni, por supuesto, un solo visitante despistado. Nadie. Bajo el amparo de una gorra recorrimos un yacimiento que nada tiene de espectacular en apariencia. Son solo ladrillos, paredes de adobe. Hay socavones donde se intuyen construcciones, murallas, piedras apiladas. Y entre el calor abrupto del desierto, entre el polvo del camino y la sugestión bíblica de saberse en Jericó, es difícil asimilar que algunas de esas piedras, de esas construcciones rústicas, fueron levantadas hace 11.000 años. Una pequeña torre de ladrillos, de arcilla secada al sol, representaba el origen de la ciudad más antigua del planeta. Tuvieron que pasar más de 7.000 años para que se pusiera la primera piedra de la pirámide de Keops y unos 10.500 años después los incas construyeron Machu Picchu.

Jericó nació antes de todo lo que conocemos, antes que cualquier otra ciudad. Tan antigua como profunda, tan retirada que hasta Jesucristo acudió a su paz para meditar. No hay bullicio, ni turistas, ni viandantes y sin embargo, esta ciudad ha estado ahí desde el principio de los tiempos y ahí seguirá entre sus palmeras, sin prisa, ajena al ritmo del mundo, pese a que la historia del mundo se empezó a escribir en Jericó.

  • Share

Comentarios (2)

  • Israel

    |

    Me habría encantado encontrarme con vosotros frente a esa ‘flor de Jericó’.
    A primeros de julio estaba pisando esa misma tierra.
    Bonito artículo

    Contestar

  • Daniel Landa

    |

    Pues casi casi coincidimos entonces. Bajo el fuego del desierto conocimos esa ciudad, esas ruinas de Hisham, esa tierra increíble. Palestina es uno de esos lugares para volver, aun llamándote Israel 😉 Tal vez coincidamos la próxima vez.

    Contestar

Escribe un comentario