Toros de Guisando: pasen sin llamar

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Según los estaba viendo, a la intemperie milenaria entre los antiguos lindes de las dos Castillas, se me vino a la cabeza la imagen de los bárbaros yihadistas destrozando a mazazos las esculturas asirias de Mosul. Los emblemáticos Toros de Guisando, cuatro eran cuatro, son parte capital de la historia de España. Aquí mismo, en una venta de la que sólo se conserva un muro, Isabel la Católica empezó a forjar su futuro reinado, ése que junto a Fernando de Aragón le impulsaría al descubrimiento de un Nuevo Mundo que, desde los verdes pastos de Guisando en las estribaciones de la sierra de Gredos, y a sus 17 años, debería parecerle una posibilidad tan descabellada como las hazañas que poblaban los libros de caballería.

Fue junto a estas esculturas graníticas de la Edad de Hierro donde su hermano, el rey Enrique IV, juró a Isabel como heredera del Reino de Castilla en detrimento de su hija Juana «la Beltraneja» (de dudosa paternidad) dando pie, sin pretenderlo, al esplendor del futuro imperio donde nunca se ponía el sol.

Aquí mismo, en una venta de la que sólo se conserva un muro, Isabel la Católica empezó a forjar su futuro reinado

Había reparado en el cartel unos días antes mientras circulaba por la N-403, tras dejar atrás la localidad madrileña de San Martín de Valdeiglesias, en dirección al abulense embalse del Burguillo. El desvío a los Toros de Guisando por la AV-502 era lo suficientemente sugerente para regresar cuanto antes. Y lo hice a la siguiente oportunidad que se me presentó.

Esperaba un moderno centro de interpretación a la altura de la historia del lugar y me temía, incluso, que mi viaje fuese en vano si los horarios de visita me jugaban una mala pasada (lo reconozco: no había brujuleado en internet en busca de información, pues a veces acudir a ciegas a los sitios es la única manera de mantener intacta la capacidad de sorpresa).

El desvío a los Toros de Guisando por la AV-502 era lo suficientemente sugerente para regresar cuanto antes

No sucedió nada de eso. A apenas unos kilómetros del desvío, otro pequeño cartel indicaba que había llegado a mi destino y, unos metros más adelante, detuve el coche en una explanada en el arcén izquierdo, junto a una cerca de piedra que en un pequeño tramo resurgía en muralla. La leyenda sobre la piedra, que ni siquiera se aprecia desde el carril contrario, es inequívoca: «En este lugar fue jurada Doña Isabel la Católica por Princesa y legítima Heredera de los Reinos de Castilla y León el 19 de septiembre de 1468». Un poco más abajo, una inscripción más modesta guarda la memoria de la benefactora de este rincón de la historia de España: «Hizo poner esta inscripción en el año 1921 Doña María de la Puente y Soto, marquesa de Castañiza».

Al final del murete una puerta abierta, un escueto panel informativo… y los toros. No había horarios ni nadie encargado de cobrar a las visitas. Se trata de un monumento abierto las 24 horas del días los 365 días del año. No había nadie más. Un grupo de moteros acababa de irse. Tan petrificado como las esculturas de los morlacos, se agitaron entonces en mi cabeza los iracundos martillazos de los barbudos en el museo iraquí. Cualquiera, pensaba, podría venir aquí con nocturnidad y alevosía a saldar cuentas con la memoria de la reina católica que expulsó a los moriscos de ese mismo Al Andalus que ahora, cinco siglos después, reivindican con furia los islamistas.

Tan petrificado como las esculturas de los morlacos, se agitaron en mi cabeza los iracundos martillazos de los barbudos en Mosul

Quizá en España tengamos una sobreabundancia de piedras (de hecho, esculturas similares se cuentan por decenas en los campos de Castilla). Quizá, también, seamos cada vez más reacios a dar lustre a una parte de nuestra historia por la que nos han enseñado a pasar de puntillas. Quizá ambas cosas a la vez. Pero a mí me parecía que los Toros de Guisando, el enigmático regalo que el pueblo ganadero de los vettones dejó a la posteridad hace 23 siglos, merecían mejor suerte. Para dejarlos al menos a salvo de ocasionales actos vandálicos.

El pintor Gregorio Prieto ya alertaba en Abc el 30 de octubre de 1955 de que «sería posible que alguien arramblase con alguno de ellos y se lo llevara al extranjero como tesoro artístico-histórico inapreciable». Sin embargo, a mí más que el Erik «el Belga» de turno lo que me venían a la cabeza eran las estatuas de Mosul y los derruidos budas gigantes de Bamiyán.

El enigmático regalo que los vettones dejaron a la posteridad merecería mejor suerte, para dejarlos al menos a salvo de ocasionales actos vandálicos

A un paso de la cañada real, estos toros emblemáticos más bien parecen verracos (sólo cuando se les observa de cerca se aprecian los orificios de la piedra en sus cabezas donde, presumiblemente, se encontraban los cuernos). ¿Qué hacen aquí? ¿Cuál era su función? La versión más plausible es que cumplían una función protectora del ganado y los pastos, pues el lugar es epicentro de tormentas eléctricas, una fuerza telúrica que no pasó desapercibida para los vettones.

La única pista que nos brindan estos morlacos de piedra que miran al Poniente es una inscripción en latín en el lomo de uno de ellos: «Longino lo hizo a su padre Prisco de los calaetios». Y uno, bajo el abrasador sol del mediodía que no regala sombras, pasa sus dedos sobre las letras esculpidas siglos atrás con la misma devoción con la que los deslizaría por un viejo mapa de nombres ignotos. Porque la historia, a menudo, se escribe en páginas de piedra.

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