Un amanecer sobre la gran pirámide de Tikal

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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El despertador sonó cuando no era ni siquiera temprano, en medio de una noche lenta en la que dormíamos a trozos. Era un duermevela que provocaba la procesión de devotos del Cristo Negro de Esquipulas, en Guatemala, en la Isla de Flores. Los habitantes se pasan el día y la noche lanzando potentes petardos en un cortejo en el que se danza y canta por las calles sin que nada perturbe ese deseo primitivo, religioso o laico, de tener una razón para evadirse. El pueblo no duerme durante una semana y nosotros, los visitantes, tampoco.

Pero aquel día habíamos decidido ir a ver el amanecer en la gran pirámide de Tikal. Nos citaron a las tres de la mañana en el hall del Hotel Isla de las Flores. Subimos a una furgoneta con otros viajeros desperdigados por otros pequeños hoteles de este lugar apartado del mundo rodeado de agua dulce, agradable, bello y tranquilo, convertido en puerta del mundo maya. Tikal es la imagen de lo que la gran civilización mesoamericana consiguió: crear ciudades en medio de la selva.

En el camino todos duermen y yo aprovecho para hablar algo con el guía que me comenta que se ha destapado un enorme caso de corrupción con estas excursiones nocturnas en las que administradores y guardas estaban asociados para quedarse el dinero de las entradas. La forma en la que les pillaron no falla, es internacional el ego del hombre. Al nuevo gerente le sorprendieron dos cosas: que una excursión a la que acuden decenas de turistas que luego suben sus fotos a las redes sociales tenía un registro de visitas mínimo y que los guardas tuvieron coches y zapatillas deportivas que costaban más que sus salarios. El resultado es varios encarcelados y un proceso de entrada al recinto algo más lento. También empeoraron los zapatos del personal.

El resultado es varios encarcelados y un proceso de entrada al recinto algo más lento

Una vez que entras al parque no se ve absolutamente nada. Ofrecen un café en una sala débilmente iluminada y con la luz de los móviles comienzas a andar por medio de la espesa vegetación. La naturaleza cuando no se ve se escucha y es allí cuando es casi más fascinante. Tras un sendero largo llegamos a la escalinata del llamado Templo IV.

Sigue sin distinguirse nada cuando empezamos a ascender por una pirámide que formó parte de una ciudad maya del periodo clásico, entre el 200 y el 900 dC, y que los arqueólogos creen que dominó toda Mesoamérica, incluidos territorios mayas del actual sur de México e, incluso, tuvo contactos comerciales con la civilización y ciudad de Teotihuacán, enclave cercano a la actual Ciudad de México.  La toponimia del nombre puede ser una derivación de Ti ak`al, que en maya significa «pozo de agua», aunque nos explican que algunos investigadores apuntan a otro dialecto maya en cuyo significado Tikal sería «lugar de las lenguas», quizá haciendo referencia a ese centro neurálgico del mundo maya que fue este lugar.

Trepar por la historia, en medio de la absoluta oscuridad y escuchando el rugir de la selva, es una experiencia única que a veces como viajeros no llegamos a valorar. En el viaje hace falta parar un segundo a dimensionar lo que se vive. El turismo tiene algo de termita, de completar experiencias que se disfrutan en el después. En el ahora se sufre para sublimarlo en el mañana de una conversación y unas fotos. No habíamos dormido ninguno de los que estábamos allí y, sin embargo, pareciera que no dejábamos de hacerlo en aquel especial instante.

A nuestro lado había gente meditando, callada, contemplando una oscuridad que se desvanecía bajo el atronador sonido de los monos aulladores

Arriba, en la parte alta del llamado templo de la serpiente bicéfala, de 70 metros de alto, lo que le permite sobresalir de las copas de los árboles, nos sentamos con algunas decenas de personas a esperar que llegara el amanecer. A nuestro lado había gente meditando, callada, contemplando una oscuridad que se desvanecía bajo el atronador sonido de los monos aulladores. Crujía la selva, la noche, la mañana que se deslizaba mientras permanecíamos encaramados a aquellas milenarias rocas en medio de un completo silencio humano.

Y de pronto se hizo una claridad gris en la que se empezaron a vislumbrar las copas de los árboles entre un cielo sin matices. Y se mantuvo el silencio de todos. Y observamos el horizonte esperando ver los violetas, amarillos y naranjas del amanecer. Y se escuchaba la respiración de los otros. Y la luz mortecina fue ocupándolo todo, y descubrimos una selva donde sólo había ruido antes. Y las horas de espera, las cámaras preparadas para captar la luz rojiza coloreando el día y los rezos al padre sol se diluyeron de golpe, de forma casi cómica.

Los rezos se desplomaron, las voces de quejas comenzaron…

Un hombre subió, dio tres palmadas y a gritos anunció: “Bueno, hoy no va a haber amanecer, está nublado. Los del grupo en inglés pueden bajar a empezar su visita, el resto puede esperar diez minutos y que vaya al punto de encuentro con su guía”. Los rezos se desplomaron, las voces de queja comenzaron, y el hombre volvió a recuperar su esencia entre el enfado de algunos y el lamento de otros.

Y el mundo maya, el sol, las serpientes de cabeza emplumada y los jaguares que deambulaban por las nubes, se diluyeron de un sonoro bofetón de realidad. Toda aquella tropa de aventureros, meditadores y fotógrafos profesionales nos convertimos de golpe en «clientes». Si embargo, hay veces en la vida, al menos durante aquella hora y media  que cruzamos una selva y nos subimos a unas piedras legendarias a soñar con ver nacer el mundo, que merece la pena aceptar nuestra condición de turistas. Sin protestar, sin pretender ser otra cosa que unos privilegiados tipos que pagaron unas decenas de dólares por trepar una pirámide maya a esperar el amanecer.

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