Un paseo por el Valle de la Luna

Después del desayuno, recogimos nuestro equipaje y no tardamos en dejar atrás la ciudad de Calama para adentrarnos en caminos silenciosos. Sólo el viento y las montañas peladas. Conocía desde hacía tiempo la existencia de un lugar llamado el Valle de la Luna, en el desierto de Atacama. Leí el sobresalto de los que por allí pasaron, era como entrar en una leyenda. Dicen que durante las noches de luna llena las rocas y la arena de sus dunas adquieren un aspecto irreal. Nosotros cruzaríamos aquel valle a plena luz del sol, pero la magia del lugar nos iba a conquistar de todas formas.

La furia de los volcanes ha delineado las rocas que un día fueron ríos de lava incandescentes. Brillaban los cristales de cuarzo adosados a piedras retorcidas, formaciones extrañas como esculpidas en un entorno donde sólo hay arena. Más adelante el valle se cierra convirtiéndose en un cañón cuyas paredes tienen diferentes tonalidades, ocres, blancas o marrones. Luego se abre y la carretera atraviesa una superficie que hace honor al nombre del valle. Como navegantes espaciales en la cara oculta de la luna, cruzamos las dunas y las rocas, el degradado de sus colores, admirando la desolación de ese rincón del mundo.

Los paisajes muertos suelen ser hermosos, tal vez porque se han rendido a su destino con serenidad.

Los paisajes muertos suelen ser hermosos, tal vez porque se han rendido a su destino con serenidad. La resignación de un clima cruel, la altitud que quita el aire, los volcanes que lo quieren todo. A lo lejos divisamos el volcán Licancabur, ya en territorio boliviano, con el perfil gallardo de un ganador, altivo, soberbio y por tanto solo, en un paisaje que murió de pena, donde no quedan ni arbustos, ni flores, ni musgo, ni ganas de vivir. Por eso, al cruzar el Valle de la Luna, lo hicimos con la fascinación que provoca el miedo.

Descubrimos grutas para esconderse de la nada de alrededor y las paredes de los cañones estaban como esculpidas con estrías, monumentos yermos de piedra seca y arena aún más seca todavía.

El Valle de la Luna tiene apenas doce kilómetros de largo. Me decepcionó su tamaño, apenas un paseo, pero en aquel trayecto paramos muchas veces, para cerciorarnos de que aquel paisaje no estaba pintado. Y poco después, acabó, como acaban los malos sueños, de repente, con el alivio de

un oasis. Entre esos vergeles verdes se ha levantado San Pedro de Atacama, a 2.600 metros de altura. Habíamos planeado pasar allí la noche antes de cruzar la frontera boliviana, pero el pueblo se acaba con un par de paseos, igual que el valle, así que decidimos seguir el rumbo del Licancabur. Más allá de la frontera, el sur de Bolivia nos haría olvidar el Valle de la Luna. Más allá, los valles parecen de más bien de Júpiter, pero esa es otra historia…

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Comentarios (5)

  • Rosa

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    Realmente es un paraje que se asemeja a un paisaje lunar. Transmite sensaciones de pura desolación y pura belleza, paz y silencio.
    Imagino que sí se recorre al atardecer, y con menos calor, se podrá apreciar el cambio de colores en sus formaciones. Si es de noche y con luna llena sería una postal perfecta.

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  • montse

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    Leer tus crónicas es la mejor manera de aproximarse a lugares que de otro modo nos quedarían demasiado lejos para poder ser disfrutados.
    Gracias, amigos por lo que compartís.

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  • Lydia

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    Quién me iba a decir que cuando hoy me pusiera delante del ordenador, tenía esperándome un pequeño viaje al Valle de la Luna desde mi sofá. Desde luego, el nombre está bien escogido.

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  • marita ramos.

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    con toda sinceridad,me habría encantado que todo hubiera sido una realidad, aun el valle con todo el silencio que ahora genera, tiene la franca esperanza que se vuelva todo una hermosa realidad y deje de ser un valle seco. Lo esperara por siempre………………..esa es su nueva razón de seguir adelante,.

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  • el sandia

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    oye tio, date una pasada por el valle de la luna en argentina que estoy seguro que te sorprenderá aun mas

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