¿Quién no ha soñado alguna vez en la infancia con ser explorador y también con practicar el oficio de cazador blanco? Por lo menos, en mi generación era cosa común, cuando de niños jugábamos a organizar expediciones de exploración y partidas cinegéticas en busca de grandes animales, por lo general, claro está, en una imaginaria África que soñábamos sobre los campos desolados de Navalcarnero, el lugar en donde yo pasaba mis estíos. Mi ídolo de la infancia, entre los exploradores, era Allan Quatermain, el protagonista de la novela de Rider Haggard “Las Minas del Rey Salomón”, que en el cine protagonizó inolvidablemente Stewart Granger. Pero era un personaje de ficción y, al crecer, se desvaneció de mis admiraciones. Entonces busqué un sustituto real. Livingstone me parecía un poco meapilas, Burton un engreido, Speke algo simplón y Stanley un tipo egocéntrico y cruel. Repasando la biografía de todos ellos y otros cuantos, reparé de pronto en la figura discreta de un escocés mucho menos conocido que los anteriores: Joseph Thomson. Al leer sobre él, su imagen fue creciendo ante mí y hoy es el explorador africano que más admiro.
Mi ídolo de la infancia, entre los exploradores, era Allan Quatermain, el protagonista de la novela de Rider Haggard ‘Las Minas del Rey Salomón’
Thomson cruzó África Oriental en 1883, a través del belicoso país de los masais, entre la costa del Índico y el lago Victoria y, al contrario que otros exploradores, como Stanley o Burton, en su presupuesto no incluyó casi nada de dinero en hombres armados, sino en intérpretes. Y sin contratiempos serios, sin combates y siempre negociando su paso con las tribus locales, fue el primer blanco que logró hacer ese recorrido a pie. Cuando llegó a los orillas del Victoria, se puso una falda escocesa y tocó una “jiga” con la gaita.
A los treinta y siete años, después de recorrer otros territorios africanos, enfermó de malaria y murió en Londres. Rescato aquí sus últimas palabras: “Estoy condenado a ser un vagabundo. Si tuviera fuerzas para ponerme las botas y caminar cien metros, me iría de nuevo a África”.
Con los cazadores blancos me sucedió algo parecido. De niño admiraba al Gregory Peck de “Las nieves del Kilimanjaro” y al Clark Gable de “Mogambo”, quién sabe si porque alrededor rondaba la inquietante Ava Gardner. Pero al crecer, busqué un personaje real. Y así encontré a Frederick Selous, el aristócrata inglés que, siendo casi un niño, renunció a su herencia y se largó a África para hacerse cazador. No era un matarife, como otros, y consideraba la caza como una parte del proceso natural, en el que eran necesarias ciertas normas deportivas muy estrictas. Recorrió África desde la punta de Ciudad del Cabo hasta las planicies del parque tanzano que hoy lleva su nombre. Allí murió en el curso de la I Guerra Mundial, cerca del río Beho Beho, alcanzado en la frente por el disparo de un francotirador alemán.
Hace dos años, visité su tumba, cercana al lugar en donde cayó. Una sencilla lapida cubre la sepultura. Es un lugar que frecuentan los leones, animales a los que siempre admiró Selous. Durante su vida, cazó numerosos ejemplares de león, un felino del que en cierta ocasión escribió: “Posee dos requisitos esenciales para felicidad terrenal: buen apetito y ningún escrúpulo”.
Como los ejecutivos financieros de nuestros días.