¿Y no podría yo haber cerrado la boca antes de prometer, hinchando el pecho, que si conseguíamos reparar el coche saltaría en Bloukrans? ¿Y no podía al menos haber meditado que Bloukrans es el puenting más alto del mundo? Pues no, no lo hice.
Habíamos aterrizado en Ciudad del Cabo con un coche desvencijado -que embarcamos desde Buenos Aires-, a punto de comenzar la última etapa de nuestra vuelta al mundo. Teníamos África entera por delante y el 4X4 en un taller, con pronóstico grave. Lo que pasó desde ese momento hasta que me colocaron los arneses para el salto merece un capítulo aparte. Hubo esperas, motores rotos, viajes inesperados, avatares de una ruta que nos llevó a Suaziladia y a Lesoto, milagros mecánicos y finalmente el umbral de la promesa: Bloukrans.
Fue la visión del puente, con la forma de una gigantesca “U” invertida, la que me golpeó el orgullo, al tiempo que me paralizó las piernas. Habíamos decidido grabar mi salto para dar algo de ritmo al documental. Sobre el papel era una pieza emocionante, aventura en estado puro. Sobre el puente en cuestión me pareció la idea más estúpida que había tenido en mi vida.
La empresa que organiza los saltos se anuncia con un slogan elocuente: “Face your fear”, algo así como “Encara tus miedos”. Pero yo no necesitaba un psicólogo, ¡si yo convivía feliz con mi vértigo!… ¿qué necesidad había de cebarme en él? Hacer puenting es una actividad insana. A diferencia de otros deportes de riesgo, aquí el mérito reside en traicionar tu intuición, hacer exactamente lo contrario a lo que haría cualquiera en esa situación. Un alpinista se aferra a la montaña, en el rafting se esquivan rocas pero aquí hay que hay que interpretar un suicidio con la fe amarrada en el arnés, en la cuerda elástica y en la concentración de los operarios.
Sobre el papel era una pieza emocionante, aventura en estado puro. Sobre el puente en cuestión me pareció la idea más estúpida que había tenido en mi vida
“Son unos 7 u 8 segundos de caída libre” me dice un tipo calvo con las manos en los bolsillos, como quien me indica la dirección de una farmacia. “Ah, mira que bien, así me da tiempo a acordarme de toda tu familia” pienso yo, afectado ya por cierta tensión nerviosa.
Como si el salto no fuera suficiente, para acceder a la cima del puente me enganchan a una tirolina y desciendo como un pelele, a quien el pánico de lo que está por venir le impide sentir el miedo de lo que está viviendo. Mientras me deslizo entre los pilares del puente puedo ver el abismo, sentir el viento en los pies, sin un suelo donde apoyarse.
En lo alto del puente, los monitores ponen música a todo volumen, algo parecido al bakalao, provocando así que los clientes que llegan hasta allí dejen de pensar. Es una forma de anestesia anímica, de rendición. Sin embargo, nosotros necesitábamos silencio para conseguir una secuencia pura y con el silencio sólo se escuchaba el viento, el aire al que estaba a punto de entregarme.
El último paso
José Luis se situó frente al puente, para captar un plano general. Alfonso estaba cerca de mí, amarrado a una cuerda, sosteniendo la cámara al borde del precipicio. Yo no le di ninguna instrucción de cámara. Básicamente porque no podía ni hablar, como para pensar en encuadres estaba yo. Sólo había una cosa peor que el miedo a la caída. Era el miedo al ridículo. Habíamos pagado 80 euros, tenía a dos personas apuntándome con cámaras y además, sentía el peso de la palabra dada. Así pues, asumí la condición de reo y fui escoltado por mis “verdugos” al borde mismo del puente. La punta de mis zapatos sobresalían de la arista de hormigón. Debajo, muy muy muy abajo, un río y una maraña de árboles. “¿¡Qué coño estoy haciendo aquí!?” pensé. Los operarios comenzaron la cuenta atrás. Creo que nunca sentí un pánico semejante y entonces, 5, 4,… ¡ay madre!… 3, 2,… ¡Dios mío!…¡1!… y salté.
Grité lo que pude y dejé de tener miedo, porque el miedo termina con la duda y yo ya estaba volando a 130 kilómetros por hora, en picado. No noté que descendía, sentí más bien que el mundo se me venía encima, y creo que estaba sonriendo como un idota.
Luego noté que algo se aferraba a mis tobillos y reboté varias veces con la cuerda tensa y la risa floja. Después de unos segundos me paré. Me seguía riendo no sé si por que se había acabado todo o porque imaginé mi estampa, bocabajo, a unos 105 metros del suelo y del techo. Entonces apareció un tipo de la nada, que se descolgaba del puente. Se presentó como Spiderman. Le di la mano. Fue un saludo surrealista. Con un sistema de poleas me devolvieron a la rampa de lanzamiento, al mundo de la cordura.
He de añadir que tanto José Luis como Alfonso habían compartido mi promesa y ambos cumplieron con el calvario de dar ese último paso hacia la nada.
Aquella noche nos tomamos unas cervezas con el cuello estirado, mirando de reojo a ver si alguien escuchaba nuestra hazaña. No servía de nada, entre otras cosas porque nadie en aquel bar hablaba español y además, bien pensado lo único que hicimos fue dar un paso, pero en ese paso nos despojamos del miedo, nos llenamos de orgullo y cerramos una promesa.