Burkina Faso: los siluros sagrados de Dafra

Por: Enrique Vaquerizo (texto y fotos)
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¡Ni se te ocurra sacar la cámara!- Me susurra Issak de forma entrecortada mientras aminora la velocidad. Y hasta el motor de nuestro desvencijado ciclomotor parece quedar en silencio ante el sobrecogedor espectáculo que contemplamos en el arcén de la autopista. Una mancha de color oscuro se dirige hacia nosotros a una velocidad endiablada, a medida que se acerca, la mancha se divide en un enjambre de sombras que saltan, corren y danzan y por encima de ellas se alza el impresionante sonido de un cántico rítmico y acompasado. Al llegar a nuestra altura nos envuelve  un sinfín de miradas desafiantes de cerca de quinientos jóvenes senoufos de esbeltos cuerpos cubiertos con apenas un paño a modo de taparrabos. Intimidados contemplamos el inaudito desfile que en apenas unos segundos se pierde en la autopista dejando en el asfalto solo el eco de sus voces.

Al llegar a nuestra altura nos envuelve  un sinfín de miradas desafiantes de cerca de quinientos jóvenes senoufos de esbeltos cuerpos cubiertos con apenas un paño a modo de taparrabos

«Son guerreros senoufos, están en su periodo de iniciación, pasan un mes en la naturaleza sin ropas, ni armas viviendo sólo de lo que cazan y las plantas que encuentran». Me explica Issaak-¡Vamos!- me apremia  plantando en mis manos uno dos pollos que transportamos amarrados al manillar del ciclomotor,-¡Si no nos damos prisa, perderemos la mejor hora para realizar el sacrificio! Son las seis de la mañana y el sol apenas si acaba de desparramarse sobre la inmensa sabana. El Sahel se inflama y ya acaba de regalarnos una de los mil momentos con los que Burkina Faso te deja sin aliento.

Incrustado en el corazón del Sahel y con una extensión ligeramente superior a la del Reino Unido, Burkina Faso constituye un fascinante collage de etnias, tradiciones, religiones y paisajes aún sin explorar por el turismo masivo. Con una mayoría de su población que sobrevive con menos de dos dólares al día, los jinetes del Apocalipsis que azotan el país en forma de periódicas hambrunas, sequía inmisericorde y una administración corrupta e inestable palidecen ante el torrente de risas y gestos corteses con el que autollamado país de los hombres íntegros abruma al viajero.

Llevo apenas una semana en Burkina, concretamente en la ciudad de Bobo Dioufalaso, un oasis de verdor en pleno Sahel, cuna tradicional del balanfón y donde uno puede relajarse recorriendo sus mil mercados desparramados bajo la sombra de los gigantescos mangos, visitar la imponente mezquita de turismo sudanés o engullir una brakina helada tras otra (para mí la mejor cerveza de África del Oeste). En resumen dejar pasar el tiempo, dilatarlo, romperlo y  moldearlo a tu antojo, deleitándose con la sensación de no tener nada urgente que hacer como sólo el viajero puede hacerlo en África.

12 horas después estoy instalado en una motocicleta recorriendo caminos polvorientos con un pollo en la mano. Los destinos de África sí que son inescrutables

Soldado a mi brakina como una gárgola ayer noche, alguien me chilló: «Hey Tubabou ¿Has ido a ver ya a los Siluros sagrados de Dafra?». Al volverme   unos dientes grandes y blancos como teclas de piano me lanzan una sonrisa desarmante,  Issak, se presenta y se autoinvita a una cerveza. Soy fácil y lo sé, 12 horas después estoy instalado en una motocicleta recorriendo caminos polvorientos con un pollo en la mano. Los destinos de África sí que son inescrutables.

Y en esas estamos aún alucinado tras la fantasmal visión de los guerreros seinoufos que acabamos de dejar atrás, continuamos un rato por la B1 próxima a Bobo y nos lanzamos campo a traviesa por plantaciones de maíz y caña de azúcar entre las que ocasionalmente  surgen las cabezas de mujeres que nos contemplan entre curiosas y divertidas envueltas en vestidos multicolores y con enormes cantaros en la cabeza que conservan el equilibrio en forma de apéndices imposibles. Finalmente llegamos a unas veinte chozas de adobe donde preguntamos por Abdou. Tras unos instantes aparece un anciano sonriente de barba blanquísima que tras echar un vistazo a los dos pollos vivos que se retuercen en nuestras manos se limita a hacernos una indicación para que le sigamos. Inmediatamente el anciano se lanza a trotar entre un paisaje espectacular que se abre ante nosotros entre gargantas de roca volcánica. Son apenas las 8 de la mañana y la temperatura se eleva ya por encima de los treinta grados.

aparece un anciano sonriente de barba blanquísima que tras echar un vistazo a los dos pollos vivos que se retuercen en nuestras manos se limita a hacernos una indicación para que le sigamos

Tras más de una hora de marcha descendemos  por una cresta que se corta abruptamente en un pequeño lago. La escena es indescriptible. A nuestro alrededor  y sobre las rocas manchadas de sangre cuelgan las pieles de centenares de cabras, vacas y hasta algún caballo, al andar desperdigamos  un sinfín de plumas de pollo como si de una fiesta de la espuma se tratase, el olor a muerte invade cada rincón del lago. Estamos en  el santuario de Dafra y sus siluros sagrados.

Desde tiempos inmemoriales los habitantes de la pequeña aldea de Dafra se han convertido en los cuidadores de estas inmensas bestias que alcanzan en ocasiones casi los dos metros de longitud. Son ellos los encargados de alimentarlos y de oficiar las ceremonias en las que se realizan los sacrificios con la que gran parte de burkinabeses provenientes de todos los puntos del país les  obsequian a cambio de favorecer sus plegarias. La mayoría de ellos no dudan del carácter infalible de esta suerte de enormes pulpos Paul y a ellos se encomiendan a la hora de solicitarles buenas cosechas, la dote para el casamiento de su próxima hija o simplemente protección en los caminos a la hora de acudir al mercado.

ceremonias en las que se realizan los sacrificios con la que gran parte de burkinabeses provenientes de todos los puntos del país les  obsequian a cambio de favorecer sus plegarias

Tras ser advertidos sobre la prohibición de hacer fotos al santuario y solicitar en silencio  nuestros deseos  particulares Abdou degüella en dos hábiles tajos los pollos que les ofrendamos y les arranca el amasijo sanguinolento sus entrañas, se acerca con ellas a la orilla del lago. Inmediatamente sus aguas empiezan a agitarse en un tumulto ruidoso que asciende del fondo del lago y a la rítmica llamada del sacerdote ¡Dafra, Dafra come! se acercan los enormes peces que con las fauces abiertas levantan un palmo del agua  y engullen los ensangrentados despojos que les ofrece Abdou.

Impactados por el espectáculo que acabamos de ver retomamos el camino de vuelta, mientras desde las paredes de la garganta se precipitan los cuerpos degollados de carneros y cabras por parte de los sacerdotes de Dafra que continúan realizando su trabajo. En el camino nos cruzamos a cuatro hombres que arrastran  trabajosamente a una vaca que muge y  se resiste enfurecida  presagiando su  macabro destino. Otro día acaba de amanecer en Burkina Faso.

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