En el norte de Etiopía, uno de los países más pobres de la tierra, la ciudad de Axum cobija, qué amarga ironía, uno de los principales tesoros de la humanidad: tres obeliscos del siglo IV y un sinfín de estelas monolíticas rescoldos de un gran imperio ya desaparecido.
Hace una semana que estuve en Khayelitsa, Langa y Guguletu. Hace una semana que mi visión de este lugar ha cambiado. Hace una semana que estoy preparando la vuelta
Son sólo caras, pero hablan por si solas. Cada foto era complicada de entender. Era complicado mirar por el visor y ver que la realidad era la que estaba al otro lado.
En este patio de colegio donde cae sol a plomo y las porterías se marcan con piedras, como en los campos de nuestra infancia, un ejército de lobos, descalzos la mayoría, mal calzados el resto, muerden en cada balón dividido.
Es imposible, si no se ha visto antes nada sobre esta ciudad, creer que este lugar es el dedo gordo del pie derecho de África. No es malo ni bueno, he aprendido a aceptar, es una realidad que se te tatúa en los ojos si se pasea por algunos barrios escogidos.
En las mismas entrañas de la tierra se esconden en Cantabria las señales que dejó el hombre primitivo hace 200 siglos. Un legado indescifrable a los ojos del hombre actual.
Las ciudades tienen siempre un olor personal. Una especie de bofetada nasal que no se te olvida. Siempre que vuelves al mismo lugar recuerdas el olor característico que allí aprendiste a masticar. Ciudad del Cabo no me olió a nada.