Apenas una docena de personas disfrutábamos de la laguna la mañana del día de San Juan, desperdigadas a conciencia para alimentar esa conversación siempre pendiente del hombre con la montaña, que no es más que el eco de la conciencia devolviendo a raquetazos nuestros miedos e inseguridades
Mientras termino de revisar mi equipo de grabación, siento que los grillos callan, como si callara la mar. Por unos instantes la sierra para y vuelve a tronar. Me asomo volviendo a pedir asilo en el marco de la ventana. El sonido es inconfundible, la berrea resplandece sobre Anguiano.
La única solución razonable desde el punto de vista geográfico, aunque no desde la explotación económica intensiva, consiste en limitar, como antaño, la apertura turística de los locales del Balneario a los meses sin nieve potencialmente inestable.
Madrid me pareció ancho y agitado. Pero ese mar tenía por fortuna un islote de sílice, el Guadarrama, que sobresalía sobre el oleaje para que descansaras en él, gozaras del horizonte y te pudieras salvar de previsibles naufragios.
El tren avanza por la llanura castellana con vaivenes de otro tiempo, de cuando ni siquiera soñábamos el AVE. Como el poeta un siglo atrás, aunque ya no sobre la madera de un vagón de tercera, nos dirigimos a Soria en ferrocarril. Es el trayecto inaugural del tren Campos de Castilla, que acerca a los viajeros desde Madrid las vivencias y la obra de Machado en tierras sorianas.
Pretendemos llegar, esta mañana desconcertante de finales de marzo, a una cabaña de pastores junto al río, donde cumplí hace muchos años (tantos que me da pereza contarlos) con la inevitable cuota de rebeldía que se le presupone a un adolescente.
Un lugar que visitaron reyes, papas, conquistadores como Colón y Hernán Cortés e incluso ilustres escritores de la talla de Unamuno o Cervantes, que caminó hasta Guadalupe para ofrecer a la virgen las cadenas con las que había sido encerrado en las mazmorras de Orán, según consta en los libros de visita del monasterio.