Jane me contó, mientras iba sacando café, papayas, tostadas, mantequilla, mangos y yo la iba siguiendo plátano en mano, que, más allá de fales y playas, de mercadillos ambulantes y de palmeras que rozan el mar, en Savaii había “un milagro”-.
n un fale más grande, rectangular y sin tela lateral, Jane servía el desayuno todas las mañanas mientras los rayos del sol naciente se expandían por la superficie del agua. El resto del día era pulular: pasear por la playa, ir a la iglesia, buscar cangrejos ermitaños y quitarles la casita para ver cómo buscaban otra o sentarse en el cibercafé a charlar con la pareja de suizos que había dejado todo para instalarse en las inmediaciones de Jane.
Creo que nunca he vuelto a estar en un lugar con tan pocos artificios como aquel y con una persona con tan pocos artificios como esa. Aquello me supo a vida. A salitre. A la vida de verdad que veneramos, adoramos, servimos y evocamos cuando la otra, la pseudo, la mental, no nos gusta, nos agota, nos confunde y por fin ya no nos interesa
Quedé en no volver a desesperarme cuando me encontrase encerrado en un atasco o cuando el camino no me aportase más que nimios kilómetros de asfalto. Me dije que me lo recordaría mientras tomaba curvas sobre el mismísimo océano bordeando la costa sur australiana a través de la Great Ocean Road.
El Cabo Reinga es el punto más septentrional de la isla norte de Nueva Zelanda. No puede ser más fácil llegar hasta este mítico lugar. La autopista número 1 te lleva desde el centro de Auckland, la ciudad más importante del país, hasta el mismo faro del Cabo Reinga, donde la tierra de Aotearoa se […]
Como cuando uno recuerda a la mujer que siempre le enamoró, aún siento un nudo en el estómago cuando despliego mi mapa de Kangaroo island y recuerdo los kilómetros recorridos en aquella remota isla apenas unas millas separadas de la costa sur de Australia.
Cuando vi desde la cabina del avión que nos llevaba a Tuvalu la geometría de su atolón Funafuti, tan circular y cinematográfico, con sus islas, sus aves y sus playas desiertas por pisar, me prometí poner el pie en una de ellas, ya tuviera que llegar en barco, canoa, balsa o tronco, y dejar la huella de la chancleta en una playa rosa.