Ciudad del Cabo: la vida a bajo coste

Muchos de los que vienen a esta preciosa ciudad sólo intuyen la diferencia, pero nunca la contemplarán y creerán al irse que visitaron un rincón del primer mundo salpicado de pedigüeños que salen de invisibles alcantarillas, convertidos en un baile de zombis del hambre y el alcohol. Vienen de arrabales de miseria en el que el bajo coste es el de la vida, siempre en riesgo… Por Javier Brandoli.
Township de Ciudad del Cabo

El avión de la compañía 1time aterriza en Ciudad del Cabo. Vengo de Johannesburgo. Vuelvo a casa, una casa que se difumina. Es de noche y no hace el frío esperado para un invierno que encuentro como lo dejé el 1 de agosto, dormido (es ya casi septiembre). He dicho el nombre de la compañía aérea en la primera línea del texto; lo he mencionado porque es el síntoma del África al que regreso: es una compañía de bajo coste. No es la única, opera también flymango en Sudáfrica. En los países de donde vengo un avión es un artículo de lujo, destinado sólo a aquellos que llevan cuero en sus pies. Aquí se puede tomar un avión por 50 euros y volar a la otra esquina del país. Valga como ejemplo de la enorme diferencia de desarrollo que hay entre este lugar y todo el resto de países por los que he viajado este último año y medio. Uno más, que hay también peajes, carreteras de perfecto asfalto, cines, muchos bares de diseño en los que se bebe a sorbos, tiendas en las que no se negocian los precios… Esa es la Ciudad del Cabo a la que yo vuelvo; la otra, diametralmente opuesta, no queda tan lejos.

creerán al irse que visitaron un rincón del primer mundo salpicado de pedigüeños que salen de invisibles alcantarillas

Me viene a buscar un amigo, Gustavo, y nos subimos a su flamante deportivo plateado y tomamos la carretera que lleva a la lustrosa ciudad a la que da sombra la Table Mountain. En el camino, a la izquierda y derecha, se reflejan las pequeñas luces desperdigadas de los township (guetos). Desde el coche es imposible ni siquiera hacerse una mínima idea de la extensión y condiciones de vida en las que viven millones de personas que se esconden tras una primera valla de casas de lata y madera, sin baños, sin agua. La hilera es infinita, pero no se ve.  Muchos de los que vienen a esta preciosa ciudad sólo intuyen la diferencia, pero nunca la contemplarán y creerán al irse que visitaron un rincón del primer mundo salpicado de pedigüeños que salen de invisibles alcantarillas, convertidos en un baile de zombis del hambre y el alcohol. Vienen de arrabales de miseria en el que el bajo coste es el de la vida, siempre en riesgo. Sin avión, casi descalzos.

¿El peor lugar del mundo?

Dice el escritor y periodista polaco Ryszard Kapuscinski sobre Sudáfrica, en su libro de conferencias “Los cínicos no sirven para este oficio”, que “los blancos conservan todavía sus grandes riquezas, viven prósperamente en barrios lujosos. Mientras tanto, una multitud de negros están confinados en barriadas de chabolas obscenas, en horribles poblados de barracas, los peores lugares que he visto en el mundo”. La descripción es de una autoridad mundial en esto de patear los lugares más inhóspitos del globo. ¿Los peores lugares del mundo? Yo desde luego no he visto en mi vida, en este continente o en otros, las insultantes condiciones de vida de los township sudafricanos. Por su extensión, por la violencia, enfermedades, precariedad… que allí se observa. Puede que sea también por la cercanía en la que conviven ambos mundos. La Ciudad del Cabo rica y la pobre son demasiado grandes, ambas, y sólo una línea de cemento que decrece hasta desaparecer las separa. En otros lugares la parte opulenta es un pequeño barrio alejado o rodeado de miseria. Aquí son dos grandes ciudades que se miran de espaldas.

El camino a mi casa me sirve para recuperar la primera sensación que tuve cuando aterricé aquí por primera vez en marzo de 2010: ¿dónde está África?  Ciudad del Cabo es el salón de una casa en el que el polvo y la suciedad se encuentra cuando se mira bajo la alfombra y se retiran los sillones. Si nada se mueve, nada se ve. La dualidad de esta bella y fácil ciudad en la que vivir es que la miseria se desparrama de forma obscena  hasta hacer vaho en flamantes coches rojos. “Es la ciudad del mundo en la que se venden más Ferraris”, me contó un amigo del consulado español. Puede que lo sea, yo he tropezado con uno casi a diario.

La ironía africana

Llegamos a mi casa. Alquilé por un precio que aún me parece un sueño, 600 euros, un dúplex ático con vistas a la montaña y al mar. Probablemente en mi vida no vuelva a dejar los zapatos en un mejor balcón con vistas. Desde mis ventanas no hay rastro de las hacinadas casas de cartón. Vivo con los “míos”, enfrente de casas con vidrieras en las que se riega con agua caliente las macetas. Me voy a tomar una cerveza al Winchester, un bar que podría estar en la mejor calle de Madrid. Desde su pequeña terraza se contempla el Beach Road y las olas del Atlántico casi salpican. Me siento y contemplo a un aparcacoches ilegal que se afana en intentar ganar algún rand por vigilar que los vehículos que allí paran no pierdan el esmalte. Luego quizá duerma en el parque o vuelva de alguna manera a su invisible alcantarilla. Yo termino mi  cerveza del reencuentro y regreso a mi casa pensando: ¿dónde está África, la que me enamora, en la que se te cruzan manadas de elefantes y te pierdes en sus mercados? Éste ya no es mi lugar y, sin embargo, es la única urbe africana que he cruzado, con Maputo, en la que podría vivir de forma permanente por los estímulos necesarios de sus cines, bares, tiendas y restaurantes. Ironías del bajo coste. El resto de África, que sí que me vuelve loco, es siempre un lugar en el que estoy de paso. Otra ironía difícil de entender.

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