Esta ciudad es el legado de un loco, por eso tiene algo de onírico y delirante, algo de fantasía y de desdicha. Los emperadores, como los zares, suelen perder el rumbo de sus aspiraciones y acaban reclamando lo imposible porque nadie se atreve a decirles “basta”. San Petersburgo fue el sueño de Pedro I el Grande y aquel sueño se le fue de las manos. Paralizó Rusia entera para construir sobre una ciénaga sus palacios, sus canales, sus museos, su ego inabarcable.
Tres siglos más tarde, nosotros alcanzamos sus avenidas a bordo de un 4X4, con la misma palpitación de Stendal, el mismo impacto ante la belleza sin reservas de la segunda ciudad del país.
La bruma del río Nevá me pareció eterna, como las llamas encendidas en memoria de los muertos de sus guerras, que son muchos muertos para recordarlos a todos. San Petersburgo tiene canales como Venecia y palacios como Versalles pero es el gesto pálido de sus habitantes el que nos contaba su verdadera historia. Se me antojó que los rusos padecían algo así como una tristeza histórica, con tanta sangre, tanto frío y tanto olvido acumulado en siglos. Por eso, al pasear las calles solemnes de esta ciudad me contagié de su nostalgia. ¡Pero si hasta las matrioskas tienen la mirada triste!
Nos alojamos en un hotel decadente, decorado con el gusto de nuestras abuelas, con los techos altos como los de los palacios y la fachada desconchada añorando tiempos más lustrosos. Me sedujo el encanto de la noche tranquila, de luces tenues y calles empedradas.
Esa fue mi impresión primera. A la mañana siguiente, descubrimos las ventanillas del coche rotas y el hueco de la radio asomando cables. El robo disipó cualquier sensación de melancolía y nos devolvió a la otra realidad de San Petersburgo, la de una gran ciudad europea, con su trajín de gente, sus tiendas de moda, sus bares y sus pendencieros.
Se me antojó que los rusos padecían algo así como una tristeza histórica, con tanta sangre, tanto frío y tanto olvido acumulado en siglos. Por eso, al pasear las calles solemnes de esta ciudad me contagié de su nostalgia
Cuando sacamos el equipo de cámara, el embrujo de la ciudad desapareció del todo. Los policías nos vigilaban impidiéndonos grabar casi cualquier cosa, las distancias se volvieron intolerables, los precios de los taxis abusivos y el cielo encapotado dejó de parecerme una bruma eterna para convertirse en una auténtica pesadilla para nuestro documental. José Luis, el productor del equipo, se las arregló como pudo para entenderse con el taller de turno y reparar el cristal roto del coche. Mientras, Alfonso y yo peregrinamos de un santuario a otro de la ciudad. Así conseguimos robar algunas estampas del Ermitage, de la Fortaleza de San Pedro y San Pablo o de la iglesia de Cristo en la Sangre, esa que parece un pastel de caramelos.
Decidimos recorrer más de 40 kilómetros para alcanzar la Aldea Real. Sorteamos a los guardias de seguridad para apuntar al palacio de Santa Catalina y a los jardines donde Pedro el Grande se sentía aún más grande.
Fue entonces cuando un batallón de soldados del siglo XIX avanzó disparando por todas partes. Alfonso y yo nos miramos confundidos hasta que entendimos que acabábamos de colarnos en la escena de una película que se estaba rodando en aquel lugar.
Empezó a llover y recogimos el equipo de cámara. Yo me sentía avergonzado. No tanto por haber estropeado una secuencia épica, como por haber recorrido con urgencia una ciudad que merecía mucho más respeto. Ni siquiera nos habíamos regalado un rato para entrar en el Ermitage, uno de los museos más fastuosos del mundo. A veces, de tanto grabar maravillas nos olvidábamos de palparlas, de disfrutarlas con los ojos.
Aquella noche, los tres salimos del hotel buscando un poco de evasión, lo que aquí viene siendo el vodka. Y entonces entendimos que más allá del encanto tallado en piedra, en esta ciudad la belleza se ha instalado en sus mujeres. Nos bebimos la noche entre un concierto de piernas largas y ojos claros, con la sonrisa ya desbordada de tanta magia. Y así desanduvimos el camino hacia el hotel, ebrios y confusos, sin acabar de palpar tampoco estas otras maravillas, caminando sobre puentes de cuento y fanales de otro tiempo, como en un sueño raro, que no acaba de entenderse.
Tal vez San Peterburgo es eso, una ciudad que no encaja con nada. Es desproporcionada, tal vez demasiado hermosa para su historia, tal vez demasiado fría para sus mujeres, o tal vez era sólo demasiado rusa para nosotros.
Al final me reconcilié con aquella primera sensación. La de una ciudad onírica, con sus paseos idílicos y sus rincones perdidos. Pero en San Petersburgo hay que dejar el coche (en un buen parking, eso sí), guardar las cámaras y quitarse los relojes. Sólo así se puede disfrutar de esa tristeza majestuosa.