Diomedes: La isla del fin del mundo

A 67 grados bajo cero uno puede llegar a destemplarse un poco. La Pequeña Isla de Diomedes tiene la manía de castigar al visitante, suele estar de mal humor, con el gesto torcido en hielo, resoplando vientos polares que reivindican su deseo de estar sola, de seguir perdida en una de las esquinas del mundo. Aquí, los hombres nos sentimos fuera de lugar.

Pretendíamos encontrar a los esquimales más apartados de Alaska, pero los iglúes se han ido derritiendo al calor de una calefacción subvencionada por el estado y hasta las cabañas apostadas en las orillas de los ríos han sido abandonadas a su suerte. Los esquimales peregrinan al sur, a las grandes ciudades donde encuentran un refugio más humano y la alegría del alcohol, prohibido en las reservas indígenas de Norteamérica.

Sin embargo, hay un lugar que aún se resiste al clima y a la razón. Ya no recuerdo quien de nosotros tuvo la ocurrencia de viajar a las Islas Diomedes. El caso es que allí nos dirigíamos un 25 de enero, después de tomar tres cervezas, dos avionetas desde Fairbanks y un helicóptero desde Wales, la ciudad más occidental de América.

La mayor de las islas pertenece a Rusia y la pequeña a Estados Unidos, que fue donde aterrizamos. Ambas se encuentran en mitad del Estrecho de Bering, una junto a la otra, en el último frente de la Guerra Más Fría que haya vivido el mundo. Tan sólo tres millas separan Asia y América en este punto, tres millas que algunos inconscientes han tratado de cruzar. En invierno, el clima convierte el mar en placas sólidas, en una superficie “caminable”, pero las corrientes caprichosas rompen el hielo y engullen a los soñadores y aventureros. Algunos intrépidos también han sucumbido al ataque de los osos polares y otros, sencillamente, han muerto de frío, congelados.

Se encuentran en mitad del Estrecho de Bering, una junto a la otra, en el último frente de la Guerra Más Fría que haya vivido el mundo. Tan sólo tres millas separan Asia y América en este punto.

Son sólo tres millas pero éste es tal vez el paseo más desconcertante del mundo. El que consiga sortear los riesgos alcanzará como recompensa un triple honor: caminar de un continente a otro sobre el mar, cruzar la frontera que separa el Oeste y el Este del planeta y además, viajará en el tiempo. La mayor de las islas vive con un día de adelanto respecto a los esquimales de la Pequeña Diomedes. “Aquí es posible cazar un oso mañana y comérselo hoy”. La frase es de un esquimal estadounidense, rifle en mano, que vigilaba el horizonte blanco del Mar de Bering. La línea del cambio de fecha universal separa ambas islas. Éste es, de forma literal, el fin del mundo, y el fin del mundo da miedo.

El pueblo de Diomedes está habitado por 140 esquimales que viven en casas escarchadas. Afuera, el hielo lo cubre todo: las barcas sepultadas, las máquinas quitanieve, los tejados y hasta la mirada entumecida de los hombres.

Nos alojamos en el colegio, al abrigo de los radiadores y escondidos del semblante inquisidor del consejo de sabios esquimales que nos cobró 600 dólares por andar por su pueblo con una cámara de vídeo. Los periodistas no éramos bienvenidos aquí y lo demostraron todos respondiendo a nuestras preguntas con un silencio gélido como el paisaje.

Aquellos habitantes eran los hijos y nietos de antiguos arponeros, de cazadores de osos y ballenas, descendientes de los guerreros que recibieron con una lluvia de lanzas a los primeros exploradores europeos. El danés Vitus Bering acabó dando nombre al estrecho pero la teoría más extendida asegura que fue el ruso Seimon Dezhniov el primer hombre blanco en arribar a las islas. A nosotros nos daba igual, porque en aquel lugar cualquiera se siente pionero, un explorador atemporal allá donde ni el sentido del tiempo está claro.

La parquedad de los esquimales era tan sólo uno de los problemas. La penumbra habitual tampoco ayudaba a la grabación. Amanecía a las once y a la hora de la siesta ya era de noche, así que cada día pasábamos cinco horas entre las playas de hielo y las dos callecitas que cruzan la aldea. Pero la adversidad principal llegaba del Polo Norte: el viento que soplaba sin mesura y se conjuraba con el frío para provocar una parálisis a todo ser vivo que merodeara por allí. Casi 70 grados bajo cero de sensación térmica.

En una ocasión se quedó inmóvil, se quitó uno de los guantes y extrajo con los dedos algo parecido a una lentilla de hielo que le impedía ver. Se le había congelado el líquido de un ojo.

Mi operador de cámara, Alfonso, apenas podía manejarse con los guantes, pero sin ellos las manos quedaban insensibles en pocos segundos. En una ocasión se quedó inmóvil, se quitó uno de los guantes y extrajo con los dedos algo parecido a una lentilla de hielo que le impedía ver. Se le había congelado el líquido de un ojo. Luego, se volvió a poner el guante y siguió grabando, sin decir nada.

Yo tenía que hacer una presentación en cámara, pero no podía vocalizar porque estaba agarrotado por el frío. Tras varios minutos apareció nuestro productor, José Luis, que me gritó que corriera al colegio. Mi nariz y parte de mi rostro estaban completamente blancas. Eran los primeros signos de hipotermia. Las cámaras dejaron de funcionar poco tiempo después y hubo que descongelar los objetivos antes de seguir grabando. Fue entonces cuando me pregunté: “¿Qué coño estoy haciendo aquí?”

Y justo en se momento, los niños salieron a jugar a la calle, corriendo sobre la nieve, haciendo toboganes de hielo, desarmando nuestra moral de aventureros.

A medida que pasaron los días, los esquimales relajaron el gesto con nuestra presencia. Casi de puntillas presenciamos sus bailes donde los hombres tocan un tambor hecho con tripas de ballenas y las mujeres seducen a los pocos jóvenes que aún resisten en la isla. Es un juego donde la estadística puede dejarte sin novia, sin consuelo y sin futuro.

Otro hombre nos invitó a cenar carne de oso polar, que tiene la textura de un filete cualquiera con un regusto a pescado

Después, paseamos por el pueblo que pese a todo conserva su iglesia, su enfermería y hasta una lavandería, para que los esquimales no pierdan la fe, la salud y el decoro en aquel lugar perdido en los vértices de un mapamundi. Perseveramos cada día grabando tempestades y soportando las esquirlas de hielo que parecían metralla con la ventisca, descongelamos la cámara muchas veces, nos tropezamos en la nieve y plantamos el trípode sobre las aguas sólidas del Mar de Bering, como quien clava un estandarte para conquistar sueños imposibles.

Tal vez por eso, aquellos guerreros, que ya sólo juegan a la guerra en la Play Station, decidieron que después de todo podrían ayudar a los extranjeros. Acabamos pescando en el hielo con uno de los jóvenes y esa misma tarde, otro hombre nos invitó a cenar carne de oso polar, que tiene la textura de un filete cualquiera con un regusto a pescado. El clima también nos dio una tregua en el último instante y el hielo claudicó ante un sol tímido durante la mañana en que nos íbamos, lo que nos permitió atisbar por primera vez el agua azul del mar más despiadado que yo haya visto nunca.

Los niños nos regalaron huesos de morsa y hasta el consejo de sabios acudió al helipuerto para despedirse. Mientras despegábamos, vi cómo se alejaban los últimos saludos, del último reducto esquimal de Alaska, ese lugar anclado en el fin del mundo.

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