El agujero negro de Wadi Halfa

Por: Miquel Silvestre (texto y fotos)
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Un barco semanal es el único medio de conectar Egipto con Sudán, uno de los más pobres países del Mundo. Superado el caótico control de pasaportes, solo queda caminar hasta el decrépito navío. Es como una estampida de búfalos. El muelle está atestado de objetos diversos. El gentío lo esquiva cargado de fardos; trata de hacerse un hueco en cubierta o en los salones de segunda clase. Pero la puerta de acceso es pequeña. Muy pequeña. Apenas cabe una persona, pero aquí son cientos los que quieren entrar a la vez con toda su impedimenta. Viejos, niños, mujeres, jóvenes, maletas, cajas, bolsas, alfombras, bicicletas… bultos y seres humanos son presionados para que vayan entrando al mismo tiempo. Gritos, sudores, empujones, maldiciones… Resulta tan surrealista como terrible.
Empujo denodadamente para avanzar por estrechos pasillos con un dedo de mugre en las paredes. Hay gente por todas partes. El olor a humanidad, melaza, sudor y tabaco es asfixiante, casi se puede cortar con un cuchillo. Cruzo la tremebunda cocina donde la basura se amontona junto a la comida, aunque en realidad resulta difícil distinguir una de otra. Los vasos de té lucen negros y requemados, atiborrados de posos y moscas. Los que han encontrado sitio suficiente están tumbados con los pies descalzos y las chilabas remangadas.
He de sortear cientos de cuerpos tendidos en cubierta. Al forcejear engancho mi equipaje en una puerta y se rompe una de las cervezas que cargo. Siento su frialdad en mi espalda. El olor del lúpulo fermentado se expande y anula por un momento la acidez del aire. Me quito rápidamente la mochila y saco la lata. Antes de que se derroche el precioso líquido la apuro de un trago. Ah, carajo, ahora me siento mejor. Terminado el refrigerio, cargo de nuevo mi pesado equipaje y penetro en primera clase. Es igual de mugrienta que la segunda, pero al menos tenemos el servicio cerca.

Tres lavabos desconchados, un retrete y una placa turca para unas 700 personas. ¿Insalubre? No he de preocuparme por el palmo de agua que anega las letrinas. No está estancada. Es renovada continuamente gracias a la que rebosa de una de las embozadas piletas donde al día siguiente los buenos creyentes cumplirán con la ritual limpieza de pies antes de rezar. Encuentro mi cabina. La número 17. Abro la puerta sin cerrojo y ante mí encuentro dos metros cuadrados de espacio ocupados por una litera de sábanas marrones por el mucho uso y los pocos lavados. El resto del mobiliario lo componen sendas almohadas llenas de lamparones, mesa de formica rasgada y papelera llena de desperdicios.
En el microcosmos del barco se acaba conociendo a los que tienes cerca porque están muy cerca. Literalmente pegados. Hay dos ciclistas británicos. Una familia de overlanders alemanes. Un grupo de japoneses. Un egipcio que chapurrea español y que ha trabajado en un barco de lujo por el Nilo. Un pastor protestante ex copto que va a Jartum a predicar. Y las estrellas. He descubierto el secreto mejor guardado del barco. Se puede salir al proa por una puerta. Está al final del pasillo de primera clase. Por la noche subimos a la cubierta del puente de mando. Bebemos nuestras cervezas. La navegación es calma y sobre nosotros se dibuja la más nítida Vía Láctea. Es asombrosa esta claridad, esta pureza. Como siempre, mirar el cielo africano me proporciona una razón para estar haciendo lo que hago. Ante tamaña inmensidad celeste se difumina todo lo demás y hasta el agua que anega los inmundos retretes me parece que no es otra cosa más que un poco de Nilo fuera de su sitio.

Por la noche subimos a la cubierta del puente de mando. Bebemos nuestras cervezas. La navegación es calma y sobre nosotros se dibuja la más nítida Vía Láctea

Nosotros hemos conseguido desembarcar, pero las motos siguen sin llegar. Wadi Halfa es un moridero. Podemos quedarnos aquí para siempre acompañados del polvo y de una vida que pasa lenta. Mi rutina es siempre igual, animada a veces por visitas nocturnas como la de la noche pasada. Oí ruidos de bolsa, como si alguien hurgase en nuestras aceitunas. Me muevo y veo un movimiento. Un animal salta por la ventana hacia el exterior. Espero que fuera un gato en lugar de una rata, aunque en realidad tampoco importa mucho.

Consigo dormir a pesar del calor pero despierto pronto, al alba casi. Tomo café con agua fría. Salgo fuera de la habitación. Sorteo los lechos de los otros huéspedes desperdigados por los pasillos. Visito la insufrible letrina donde la ducha comparte espacio con el agujero de la placa turca. Salgo a correr antes de que el horno sahariano lo haga imposible. Regreso sudado tras una hora de pisar arena.
Alicia ya está despierta. Localizamos algo de comer. Hoy he ido al mercado y me he comido allí mismo una sandía por cinco libras. He comprado luego provisiones para los dos. Un kilo de tomate, siete libras. Un kilo de plátanos, tres. Cuatro pomelos, cinco. Tres panes sin levadura, un sobado billete de libra. Es curioso lo de los billetes. La moneda sudanesa puede estar deteriorada, pero no los dólares. Si están mínimamente rasgados, no los aceptan. De ningún modo. Me recuerda el asunto de los dólares de fecha anterior al 2000 en Kenia que narré en mi libro Un millón de piedras. Le cuento la historia del color del dinero al alemán que viaja con su familia y se descojona, aunque no está de muy  buen humor, él también está harto de esperar su vehículo.

La moneda sudanesa puede estar deteriorada, pero no los dólares. Si están mínimamente rasgados, no los aceptan. De ningún modo

Pero no ha llegado hoy. Culpa del viento, dicen. Nos espera otra jornada de lasitud. Este villorrio pasmado en la galbana no revive hasta el anochecer. Entonces se llena de gente la plaza principal. Lo de plaza es un decir, no es más que un descampado en mitad de un rectángulo formado por las míseras edificaciones de adobe de aquí. Se le llama centro porque aquí es donde venden bebidas apenas frías y algunas conservas y salmueras. Hay también algunos hoteles de peor catadura aún que el nuestro. Al caer el sol, una animada multitud surge de no se sabe donde y se sienta en sillas de plástico para ver la televisión. Hay decenas de monitores diseminados por el pueblo. Los habitantes de Wadi Halfa se quedan embobados delante de la pantalla admirando teleseries árabes, viejas películas de serie Z o partidos de fútbol.

Como ellos, hemos venido a dar cuenta de una cena básica cuya composición depende de lo que haya disponible ese día en los asadores hechos con bidones metálicos cortados longitudinalmente y en los que arden unas débiles brasas. Ayer fue pescado, hoy era pollo, pero cuando nosotros llegamos se ha terminado. En su lugar nos sirven carne de cordero a la brasa. Es dura y correosa, pero tenemos hambre y con cebolla picante y el jugo de unas limas diminutas la devoramos.

¿Problemas sanitarios por comer con las manos? No hay de qué preocuparse. Hay agua del Nilo para lavarse. La población está bien surtida de bidones con grifos y jabones para asearse antes de comer. Un enjuague de manos, de boca, unas gárgaras y carraspeos y para terminar una buena sonada de narices con los dos dedos para expulsar cualquier mucosidad agarrada a las fosas nasales. Listos para rezar, comer o beber té con los amigos. Éste higiénico ritual se repite varias veces al día desde bien temprano y podemos deleitarnos con su música aún tumbados en la cama. De hecho, las sonoras abluciones de los huéspedes del Hotel Kilopatra nos sirven de despertador.
Cuando terminamos el banquete, saludamos al gordo y simpático dueño del negocio, siempre vestido con una impoluta chilaba blanca y nos vamos caminando hasta el albergue levantando nubecillas de polvo a nuestro mortecino paso. Hala, mañana será otro día exactamente igual. Las motos no llegarán porque el barco tiene misteriosos problemas mecánicos y volverán a decirnos que no nos preocupemos, que llegarán mañana. ¿Hasta cuando durará este eterno sueño de la marmota? Imposible saberlo. No hay modo de romper el maleficio. Todo es una incógnita en Wadi Halfa, el lugar donde el horizonte terroso es infinito, donde todo vuelve a comenzar donde terminó y donde la teoría de la relatividad con su elástico espacio/tiempo aquí cobra todo su sentido.

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Comentarios (3)

  • ricardo coarasa

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    Cojonudo relato Miquel. Pese a lo que cuentas, es uno de esos sitios a los que me gustaria ir. Todavia no desisto de pisar los lugares donde tuvo lugar la tragedia del «chino» Gordon y su cruzada contra el Mahdi. ¿Estuvistes en Omdurmam?

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  • MereGlass

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    Magnífico relato, Miguel, surrealista de principio a fin. Lástima que todo sea verdad. Entre tanta irrespirable porquería, me pareció atisbar unos compañeros de viaje tan kafkianos como legendarios ¿? Eso espero, a fin de cuentas son parte de la pesadilla.

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  • Eduardo

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    Fascinante travesía Miguel. Un placer seguir tus relatos, personales y directos. Enganchan. Saludos

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