Vuelvo a África. Vuelvo quizá a la menos África de todas las Áfricas imaginables. En mi África, en su piel, hay bares en los que se lucen mechas, restaurantes de servilleta de hilo y líneas pintadas en las carreteras. Todo eso me espera de nuevo en Ciudad del Cabo: la tez europea que, sin embargo, guarda un alma negra. Y es que en mi ciudad se esconden las barriadas de cientos de miles de personas hacinadas sobre techos de lata y felpudos de barro. Los atardeceres allí son tan rojizos como los que yo contemplo desde “mi lado”, sólo que se mezclan con el olor a basura quemada, hogueras del alambre y cables de enganches ilegales de luz que apenas dejan pasar el aire (los más afortunados).
La diferencia entre las dos Ciudad del Cabo es la cantidad. En la “rica”, en la que el agua se bebe del grifo y las bombillas se iluminan a dedo, hay también regueros de miseria que deambulan por las calles. Lo hacen pidiendo, robando o esperando que alguien deje algo de comida en el suelo, que allí nunca se queda nada en el plato. El camarero siempre, sin casi pedirlo, ofrece los restos en papel albal; restos que desaparecen en cuanto los depositas en una esquina (toda una lección de vida que quizá aquí podríamos aplicarnos). En la otra, en la miserable, la excepción es no rebañar los tenedores. Nada sobra.
Es complicado entender la ciudad, comprender que donde no hay nadie siempre hay alguien que está esperando. No esperan nada que no sea un trozo de pizza o, quizá, a alguien que crea que podía moverse libremente sin entender que allí se roba al descuido; el descuido de creerte absolutamente libre. En Ciudad del Cabo uno es menos libre. Es la primera renuncia que haces al volver a este maravilloso lugar. La noche pega zarpazos que corren de boca en boca. Es cierto que la paranoia por la seguridad con la que viven los sudafricanos es excesiva; tanto como que yo en los meses que allí viví no renuncié nunca a subir a un minibus o a bajar a la calle, de noche, a comprar tabaco; pero tampoco nunca dejé de mirar a los lados cuando atravesaba calles en sombra. El secreto es entender el entorno, adaptarse.
Había oído hablar antes de vivirlo con una cierta intensidad del llamado “mal de África”, una supuesta dolencia que hace que el continente se te meta en el corazón y apriete cuando estás lejos
Y es que África, es un continente cautivador, donde los sueños se derraman en los ojos. Había oído hablar antes de vivirlo con una cierta intensidad del llamado “mal de África”, una supuesta dolencia que hace que el continente se te meta en el corazón y apriete cuando estás lejos. Siempre me pareció un concepto petulante de viajero al que le gusta marcar la distancia con el resto de turistas mortales, pero a mi me ha golpeado en el metro y bares de mi Madrid de amigos, familia y caminatas interminables. He echado de menos aquel caos y aquella naturaleza (la naturaleza africana es inigualable). La rutina de las sorpresas, la absurda sensación de haber llegado puntual a una cita, las frases sin sujeto que se construyen para ser olvidadas. Quiero volver a vivir todo eso, volver a hacer camino, esta vez por Mozambique, Tanzania y Kenya si el dinero y el tiempo no me evitan. Quiero volver a contar historias en VaP, en El Mundo o en cualquier papel o pantalla en la que tenga hueco mi mirada.
Vuelvo a África con menos complejos en la maleta y más ¿verdades? Sabiendo que el color no hace peor, pero tampoco mejor a nadie. La mayoría de viajeros que he tropezado saben que idealizar este continente es una mentira políticamente correcta que no le ayuda a secar el lodo. Ahí están los escritos y algunas charlas que he tenido en las últimas semanas con el maestro Javier Reverte; el desgarrador y emotivo relato de Miquel Silvestre y su libro “Un millón de piedras”; las decenas de conversaciones que tuve en Namibia, Botsuana, Zambia o Uganda con occidentales que no se acostumbraban a la mentira, la corrupción o el riesgo constante de una tierra jodida. Todos, sin embargo, tienen un denominador común: aman este continente y vuelven cada vez que pueden a sufrir “el mal de África”. No por amor al riesgo, que es un concepto de viaje que yo no comparto, sino por la recompensa de comprobar que allí crecen tréboles sobre las vísceras. Es la sorpresa constante, nada comparable con ningún lugar que yo haya pisado, para quien entiende que se encuentra más cuando no se busca nada. Yo, en unos días, vuelvo a enfermar de mi pasión. Vuelvo a casa.