La noche cae rápido, como siempre en el Ecuador. El coro de las ranas y el chirriar de millones de insectos llena el aire pesado y fresco en las laderas de Gunung Murud, en Sarawak, una de las provincias malayas de Borneo, la isla ecuatorial más grande del planeta.
1943. La Segunda Guerra Mundial barre el Sudeste Asiático, con las tropas japonesas extendiéndose poco a poco desde Birmania hasta Nueva Guinea, pasando por la gran isla de Borneo. Pero el gran interior selvático de la isla, entonces la mayor extensión de bosque primario fuera de África o el Amazonas, sigue intocable y solo accesible a través de la interminable maraña de ríos que cruzan la isla. Y es hacia este interior, la antigua tierra de los “cazadores de cabezas” de Salgari, donde un joven oficial inglés, Tom Harrisson, cae en paracaídas, intentando organizar como guerrilla a los mismos hombres que la administración colonial nunca ha conseguido civilizar.
La hazaña de Harrisson ya es historia, pero los hombres que fue a buscar siguen habitando las partes altas de la Cordillera Central, los Kelabit Highlands, donde como si del mítico Shangri La se tratara. A caballo entre las fronteras de Malasia e Indonesia, los Kelabit se establecieron en la cabecera del río Baram hace cientos de años, dedicados casi exclusivamente a la caza y al cultivo de arroz de altura. Una zona y una cultura cuya visita sigue restringida al turismo y sólo accesible por aire o caminando cerca de 500 km a través de uno de los bosques más espectaculares, aún, del planeta.
partimos a la ascensión de su montaña sagrada y en busca de rastros de los Penan, los originales habitantes de Borneo, los verdaderos hombres de la selva
La ascensión al Murud comienza muy de mañana. Junto con Joe Layan, mi guía Kelabit, partimos a la ascensión de su montaña sagrada y en busca de rastros de los Penan, los originales habitantes de Borneo, los verdaderos hombres de la selva. Cruzamos varios ríos por improvisados troncos gigantescos lanzados a través del cauce. Una vegetación no muy densa nos rodea. Estamos en el límite de una de las mayores concesiones madereras del mundo, que poco a poco destroza las escasas zonas de bosque primario original que Harrisson pudo contemplar hace más de 60 años.
Durante las noches, en los campamentos improvisados donde tendemos nuestras hamacas, podemos observar, con el trasfondo de la luz de los relámpagos de las alucinantes tormentas que barren el bosque, el resplandor lejano de los campamentos de tala, perdidos en la enorme extensión verde y completamente desconectados del resto del mundo.
Poco a poco ganamos altura, ayudándonos de las raíces aéreas de las higueras primigenias, alcanzando poco después del amanecer la cima del pico, desde donde el bosque se despliega ante nosotros con las líneas de la cordillera como olas en este mar esmeralda de árboles. Empezamos el descenso destrepando por la ladera hasta un pequeño riachuelo. Junto a la orilla, dos pequeñas figuras ahúman un pedazo de carne. Un “babi”, un pequeño cerdo cazado por estos dos personajes pequeños, más pálidos que los Kelabit o los Kayak de la costa. Penan.
Esa noche la pasamos junto a ellos, en un pequeño refugio de hojas de ratan, donde otros Penan acuden. No entiendo nada de los que hablan y Joe apenas algunos retazos, pero estoy sorprendido de la enorme locuacidad de todo el grupo. A falta de cualquier medio moderno de comunicación, es a través del habla, de las canciones que las madres cantan y los cuentos que los ancianos musitan, como se transmite la tradición Penan.
Una imagen que Harrisson no llegó a contemplar en aquel su mundo en guerra, una imagen de uno de los últimos lugares de la Tierra, con mayúsculas.