Hay varias preguntas que a menudo me formulan en los coloquios de las conferencias que suelo ofrecer cada año en diversas ciudades españolas: ¿por qué viajamos en tiempo de globalización?, ¿qué nos impulsa a movernos cuando los medios de comunicación y en particular la televisión nos ofrecen a la carta los paisajes de todos los rincones del mundo?, ¿todavía queda algo en el planeta que pueda sorprendernos? Son cuestiones difíciles de contestar, desde luego, y para las que supongo que cada cual daría su interpretación. Y son bien ciertas: ¿para qué embarcarse en un viaje si nuestro televisor, mientras tomamos una cerveza tranquilamente en casa, puede mostrarnos tanto la barriga de un hormiguero como la superficie de Marte? Complejo, sí; pero mi respuesta es sumamente sencilla: viajamos empujados por la sensualidad y por el afán de aventura.
Porque no somos solamente la vista, sino que contamos con otros cuatro sentidos que necesitamos poner en contacto con el exterior. La realidad nos atrae con una fuerza irremediable, de otro modo nos entregaríamos blandamente en brazos de lo virtual. Y al viajar, precisamos empaparnos de olores ignorados, de sabores nuevos, de voces ajenas y del contacto táctil con otras pieles. Es necesario estar presente en los lugares, no sólo imaginarlos a partir de una fotografía estática o móvil. Sucede como en el amor: no nos basta la foto, queremos sentir la carne del otro, abrir nuestros oídos a sus murmullos, saborear su cuerpo, olfatear sus aromas.
En cuanto a la aventura, es necesario precisar qué significa la palabra y señalar que, en este caso, las definiciones que aporta el diccionario de la Real Academia de la Lengua son limitadas. Aventura, en mi opinión, no es partir en busca del riesgo, ponerte en peligro, exponerte al miedo y colocar tu vida en el filo de la navaja. Para mí, la aventura consiste en asomarte a ese lado de la realidad que no conoces, atreverte a pasar la línea de lo que ignoras. Y hacerlo con toda la emoción de quien espera una sorpresa agradable. Todo viaje significa eso, incluso si es un viaje organizado puntillosamente, en el que casi todo está previsto. Porque cualquier viaje supone una violación de la normalidad, salirse de la vida organizada que repites cotidianamente, alterar el orden monótono de las cosas, colocarte en el lado contrario al que ocupan el tedio y el aburrimiento. Y en cualquier momento surge, tal vez cuando menos lo esperas, la sorpresa anhelada.
Sucede como en el amor: no nos basta la foto, queremos sentir la carne del otro, abrir nuestros oídos a sus murmullos, saborear su cuerpo, olfatear sus aromas.
Si la sensualidad del viaje es comparable al amor, su lado aventurero es muy semejante al proceso de creación literaria. Escribir no es un nunca, por muy meticuloso que sea el escritor, una tarea organizada hasta su más íntimo detalle. Al contrario. El creador literario se sumerge en las páginas de su libro, sumido en los brazos de la imaginación, como quien se adentra en una selva densa y oscura. Los personajes y las situaciones, por más que las haya planeado, surgen de pronto, inesperadamente, y toman caminos imprevistos. El protagonista puede negarse a serlo y el secundario puede exigir el primer papel de la obra. Y el escritor debe de seguirles. De ese modo, acaba viajando de la mano de su obra por territorios ignorados y sorprendentes: debe, en fin, como el viajero, aventurarse.
El autor de “El americano impasible”, el novelista Graham Greene, también un gran escritor de viajes, calculó en cierta ocasión el número de kilómetros que había realizado ese año y en la cuenta le salieron más de veinte mil. Y se preguntaba: “¿No será por ello que a veces tengo la sensación de que soy eterno?”.
Porque puede ser que la eternidad esté en nuestros pies viajeros.