Guadalupe: la sabiduría del humilde vendedor de rosarios

Si en México estallase una guerra civil, un suponer, sólo la Virgen de Guadalupe sería capaz de poner de acuerdo a los contendientes. Ese fervor por la virgen de tez morena se respira como en ningún otro lugar en la Basílica de Guadalupe. A las puertas del templo, escuché la frase más lúcida de mi viaje.

Si en México estallase una guerra civil, un suponer, sólo la Virgen de Guadalupe sería capaz de poner de acuerdo a los contendientes. Ese fervor por la virgen de tez morena se respira como en ningún otro lugar en la Basílica de Guadalupe. A las puertas del templo, escuché la frase más lúcida de mi viaje por tierras mexicanas.

El templo se levantó para honrar a la virgen de rostro cobrizo que se apareció en 1531 al indígena Juan Diego en el cerro de Tepeyac, al norte de la capital. Sus alrededores están abarrotados de vendedores ambulantes rebosantes de rosarios, estampitas, imágenes y todo el muestrario “kitsch” habitual de los grandes santuarios marianos convertidos por buscavidas y menesterosos en hipermercados de la fe. Pero aquí los vendedores callejeros son auténticos miserables, tullidos algunos de ellos, que tienen todo el derecho a intentar vivir de una virgen que consideran suya, quiza su única propiedad. Entramos, pues, al recinto al son de lamentos y ayes que imploran unas monedas a cambio de un recuerdo, por insignificante que sea. Entre la barahúnda de ruegos y súplicas, de pronto escucho a un anciano, rosarios multicolores en ristre, pronunciar una frase inolvidable, de ésas que te sacuden durante un buen rato:

-Cómpreme algo de lo que ustedes nos dejaron…

No se puede decir más en menos palabras. Paso de largo aturdido, pero el ruego del humildísimo indígena, digno y contundente, no deja de merodear en mi interior mientras visitamos la basílica, que apenas deja huella en mí, salvo el recuerdo indeleble de las familias indígenas visitando los templos con una devoción despojada de afectación y mojigatería, tan auténtica como en ocasiones se echa de menos en Europa. Es la misma devoción que llevaba a sus antepasados a ofrecer en sacrificio niños a Tlaloc, el dios de la lluvia, aunque ahora los dioses aztecas han dejado paso a la Virgen y el niño. Es, en todo caso, la pleitesía del que todo lo entrega porque casi nada tiene y, quizá por eso, todo lo fía a la intercesión divina, a la bondad de una virgen morena como ellos, a los favores de un santo mestizo, hermanito de sangre, que les permite rezar a Dios y clamar por sus miserias en nahuatl seguros de que entenderá sus plegarias, como hacían los mexicas con Quetzalcóatl o Tlaloc. El recuerdo de mi paso por Guadalupe es, para siempre, esa frase del viejito cuyo rostro ya he olvidado.

de pronto escucho a un anciano, rosarios multicolores en ristre, pronunciar una frase inolvidable, de ésas que te sacuden durante un buen rato: ‘Cómpreme algo de lo que ustedes nos dejaron…’

El cuadro de la Virgen está situado detrás del altar mayor. A sus pies discurre un pasadizo que permite contemplarlo sin entorpecer las celebraciones, escondido a la vista de los feligreses que llenan los bancos sin interrupción. Para evitar aglomeraciones han situado dos tramos de cinta transportadora como la de los aeropuertos, en direcciones opuestas, en las que los fieles elevan sus plegarias y susurran sus rezos. Son apenas unos segundos, pero siempre queda la opción de terminar la letanía en la otra dirección, transportado suavemente por la cinta móvil, y de repetir la operación tantas veces como sea necesario aun a riesgo de marearse con tanto vaivén oratorio.

La imagen de los fieles yendo y viniendo, casi levitando lateralmente sobre la cinta deslizante, alzadas las miradas hacia el cuadro de la reverenciada Virgen de Guadalupe, es la más insólita que he contemplado en templo católico alguno. Hay quien aprovecha para sacar fotografías o grabar unas imágenes, pero el ruido de las cámaras no rompe el silencio respetuoso de los fieles, que no parecen echar en falta los tradicionales reclinatorios para un mayor recogimiento espiritual.

A la salida, el mismo anciano me susurra un «Que Dios le bendiga» que no hace sino avergonzarme aún más. Pero soy incapaz de detenerme y comprarle algo (es un argumento miserable, pero intuyo que le diese lo que le diese, se merecería muchísimo más). Huyo, pues, calle arriba abriéndome paso entre una anciana tullida que ordena su precaria mercancía pero al menos no pide nada. Al doblar la esquina camino del aparcamiento, me detengo en un puesto ambulante para comprar unos rosarios, quizá zarandeado interiormente por mi mala conciencia de insolidario gachupín. Otro compañero de viaje hace lo mismo y se lleva por ocho pesos una minucia que vale 15 pesos tras regatear cuerpo a cuerpo ante la mirada atónita del indiecito, apenas metro y medio de cuerpo sarmentoso y finísimo bigote. Me abochorna que piense que soy otro turista mas dispuesto a regatear hasta la bagatelas y, cuando me llega la hora de pagar mis souvenirs, le dejo la diferencia que mi compatriota se ha negado a pagarle. Su sonrisa bondadosa me compensa el viaje a Guadalupe, aunque no deja de avergonzarme que cueste tan poco hacer feliz a alguien.

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