Japón y las heridas de la belleza

A mí, entre tanto mal augurio, se me ocurre pensar en Japón, sólo en Japón. Y hablar de un elemento sobre el que los periódicos –con razón, desde luego– no han hablado para nada en estos días: de la delicada belleza que atesora este país (…).

Los telediarios, los noticiarios radiofónicos, los periódicos, las grabaciones de internet, las charlas en los cafés…, todo y todos nos hablan de Japón. Y ahora, tras la ola apocalíptica del tsunami, los ojos se vuelven hacia el riesgo de un desastre nuclear, a los miles de japoneses convertidos de la noche a la mañana en ciudadanos sin techo y a las vertiginosas caída de la bolsa que pueden arrastrar a la ruina a una de las economías más poderosas de le Tierra. Sabemos que todo puede explicarse, de la misma forma que, paradójicamente, somos conscientes de que la Naturaleza es imprevisible.

Pero en voz muy baja nos preguntamos si no será que el Diablo, o quién sabe si Dios, o puede que la misma Naturaleza, o quizás todos a la vez, han decidido castigar nuestra altanería. Primero vino la crisis, luego rebrotaron las guerras y ahora los terremotos y los maremotos minan nuestra seguridad justamente debajo de nuestros pies. ¿Qué está pasando?, ¿suenan heraldos que sugieren el comienzo del fin del mundo o al menos el de nuestra orgullosa y maldita especie?

En Japón, la realidad está en lo verosímil, es fruto de la imaginación humana. Y el eje alrededor del cual gira esa pasión sublime por la belleza en estado puro

A mí, entre tanto mal augurio, se me ocurre pensar en Japón, sólo en Japón. Y hablar de un elemento sobre el que los periódicos –con razón, desde luego– no han hablado para nada en estos días: de la delicada belleza que atesora este país.

Japón, contra lo que normalmente se piensa, no es una nación dominada únicamente por afanes materialistas, por el ansia de riqueza –aunque los haya en grandes dosis, por supuesto–, ni tampoco es una civilización propiamente impregnada de espiritualismo –que lo hay, faltaría más–. Yo creo, sobre todo, que es un país hondamente fascinado por la estética, una estética definida por el propósito humano de aproximar lo real a lo ideal. Uno camina por las calles de sus ciudades, o por sus pequeños pueblos de agricultores y pescadores, y llega a pensar que se encuentra en un territorio artificial, en donde la naturaleza ha sido transformada hasta tal punto que nada de lo real parece verdadero y posible.

En Japón, la realidad está en lo verosímil, es fruto de la imaginación humana. Y el eje alrededor del cual gira esa pasión sublime por la belleza en estado puro, no es otro que la ciudad de Kyoto, donde la más importante de las fiestas –¡imaginad!- se celebra en honor de la floración de los cerezos. Allí sobrevive en estado puro ese mundo tan marginal como esencial en la vida japonesa cual es el universo de las geishas, el llamado por la tradición “mundo de los sauces y las flores”. Allí se representa el “kabuki”, el teatro nacional, como en los días en que fue inventado, ya hace siglos. Allí suena el “shamisen”, una especie de laud, recuperando las antiguas melodías. Y allí se elaboran los más hermosos “haikus”, poemas de versos con diecisiete sílabas. Como éste, por ejemplo: “La flor es frágil; por favor, regadla a menudo. La flor del melocotón se ruboriza como el sol que se oculta”.

Por lo que he podido leer en los periódicos, Kyoto se ha salvado, por esta vez, del desastre. ¡Menos mal! Porque la bolsa se recuperará, las carreteras y las ciudades serán reconstruidas, las plantas nucleares se verán reforzadas con nuevos sistemas de seguridad…; pero si la estética de las costas, los campos y las ciudades japoneses hubiese sido agredida seriamente, el daño sería imposible de reparar. Porque las heridas infligidas a la belleza, como las del amor, nunca se acaban de curar del todo.

JAVIER REVERTE

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