El viaje
La Antigua es la trastienda de la moderna Veracruz. No está tocada por la varita de oro del turismo, pero el mestizaje del México actual empezó a fraguarse en sus costas, donde hace casi cinco siglos comenzó la gran aventura de Hernán Cortés, quien decidió hundir sus naves, que no quemarlas, para ahuyentar cualquier posibilidad de regreso y poner así rumbo a la Corte azteca del gran Moctezuma.
Era un tiempo, ése del siglo XVI, en que un puñado de españoles tuvieron el coraje para adentrarse en el Mar Tenebroso, nuestro océano Atlántico, esas aguas profundas de las que nadie regresaba, para explorar tierras desconocidas y abrir nuevas rutas en el corazón de países lejanos. Si hay una gesta que merece ese nombre es, sin duda, la conquista de México, el sometimiento del imperio azteca por parte de Hernán Cortés. Y si de lo que se trata es de buscar en tierras mexicanas esos fantasmas de la Historia, ningún otro lugar más evocador que la antigua Villa Rica de la Veracruz, la primera ciudad fundada por Cortés y el punto de partida de su formidable epopeya.
Pocos son los viajeros que en la actualidad se acercan a La Antigua, que rumia su pasado a orillas del Golfo de México. A sólo unos pocos kilómetros está Veracruz, donde los españoles trasladaron el primitivo asentamiento, la ciudad de los sones jarochos, de las animadísimas terrazas del zócalo y del malecón donde los marineros piropean desde los barcos a las chamaconas que contonean su hambre de mundo. ¿Para qué perder el tiempo acercándose a la vieja Veracruz? Pero para el visitante en el que anida un mínimo interés por la historia es una cita obligada.
Quedan testigos de ese desembarco de ese Viernes Santo de 1519, cuando se fundó la Villa Rica, la actual Antigua, pero no hablan. Una enorme ceiba y una cadena de hierro tan pesada como el olvido que arrastra este pequeño municipio. Dejando el coche en el zócalo, la plaza del pueblo, hay que caminar unos minutos para darse de bruces con el lugar donde, según la tradición, amarró Cortés su flota. Y habrá que creerlo, aunque el viajero que se hace miles de kilómetros para olisquear el rastro de la historia siempre va acompañado de leyendas, tan necesarias para alimentar los mitos. La orilla se ha retirado 50 metros respecto al escenario que contemplaron los españoles, como queriendo rendir homenaje a la vieja ceiba de ramas vencidas y enigmático simbolismo.
La fundación de la villa en 1519
Bernal Díaz del Castillo era uno de esos 400 hombres que acompañaba a Hernán Cortés y en su “Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España” dejó constancia de ese momento crucial en la aventura cortesiana. “Acordamos de fundar la Villa Rica de la Vera Cruz en unos llanos media legua del pueblo, questaba como fortaleza, que se dice Quiaviztlan, y trazada iglesia y plaza y atarazanas y todas las cosas que convenían para ser villa”. Cortés arrimó el hombro para dar ejemplo y “comenzó el primero a sacar tierra a cuestas y piedras e ahondar los cimientos”. De ese antiguo poblado totonaca, Quiahuitzlan, no queda ni rastro, pero este arbol singular marca el lugar donde se encontraba el fondeadero original.
La orilla se ha retirado 50 metros respecto al escenario que contemplaron los españoles, como queriendo rendir homenaje a la vieja ceiba de ramas vencidas y enigmático simbolismo.
De ahí nace un rudimentario puente colgante que une ambas orillas de la desembocadura del río -no aconsejable para quienes sufran de vértigo-, desde donde se contempla una estupenda vista del estuario, que evoca en el viajero la llegada de los navíos españoles. ¿Quién no ha escuchado alguna vez que Cortés quemó sus naves en las costas mexicanas? La frase, incluso, se ha incorporado al acervo popular como sinónimo de echar el resto en pos de un objetivo. Lo cierto es que Cortés jamás quemó sus naves, como atestiguan varios cronistas de la época. Se limitó a inutilizarlas, dejándolas varadas, para evitar que los soldados descontentos regresasen a Cuba a informar al gobernador Diego Velázquez, enemigo del conquistador, de sus intenciones de adentrarse sin su permiso en los dominios del imperio azteca. Fue su particular Rubicón. Francisco López de Gómara, capellán de Cortés, supo por su boca lo ocurrido y así lo reflejó en su crónica de la conquista de México: “Decidido, pues, a romperlos, negoció con algunos maestres para que secretamente barrenasen sus navíos, de forma que se hundiesen sin poderlos agotar ni tapar”. Y así se hizo.
La ermita del Rosario
Junto a la plaza rectangular se puede visitar la casa donde vivió Cortés antes de emprender rumbo a Tenochtitlan, la actual capital federal. Restaurada varias veces, sólo quedan en pie unos pocos muros enmohecidos que descansan a los pies de una enorme higuera. A unos metros de la entrada, un cartel señala la ubicación del hotel “La Malinche”, la indígena que se convirtió en la amante de Cortés y en una de sus mejores aliadas, asumiendo el papel de traductora del nahuatl al castellano durante el avance de los expedicionarios al encuentro del emperador Moctezuma. En pago por ese colaboracionismo, sus compatriotas designan con el término malinchismo la más reprochable de las traiciones, en un país, por otro lado, pródigo en ellas.
Un poco más allá se encuentran las antiguas caballerizas donde los conquistadores guardaban a los animales que sorprendieron a los indígenas, convencidos de que caballo y jinete eran una misma persona. Su desastrado aspecto obliga, una vez más, a hacer acto de fe. Lo que sí parece cierto es que la estancia fue utilizada más de 300 años después de la conquista por el general Santa Anna, el responsable de que México cediera en 1848 a los pujantes EE UU la mitad de su territorio, incluyendo Texas, Nuevo México y Nueva California.
En el zócalo también descuella la iglesia del Buen Viajero, que no debe confundirse con la ermita del Rosario, la primera levantada por los españoles en tierras mexicanas. Para llegar hasta esta blanca iglesia de una sola nave y tres pequeñas campanas hay que alejarse unos 300 metros del pueblo. En sus rudimentarias paredes se celebró la primera misa en los antiguos dominios aztecas, efeméride suficiente para compensar el viaje hasta La Antigua.
Andre Breton ya se lo espetó a la cara a los mexicanos cuando acudió a dar una conferencia sobre el surrealismo. “¿Qué quieren que les cuente? El surrealismo son ustedes”, se limitó a decir. La Antigua es una buena prueba de ese certero diagnóstico. En el zócalo del primer poblado fundado por Hernán Cortés se levanta un busto de… Benito Juarez, el primer indígena en alcanzar la presidencia de la nación. Y es que como atinara el premio Nobel Octavio Paz, la antigua Nueva España tiene una tarea pendiente: reconciliarse con la mitad de su pasado. “El conquistador -dijo- debe ser restituido al sitio que le pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos: a la Historia”. Pues eso. Manos a la obra.
Posdata: VaP quiere agradecer a Turismo de México en España su amable colaboración por las fotografías facilitadas.
El camino
Iberia (www.iberia.es) y Aeroméxico (www.aeromexico.com) ofrecen vuelos directos desde Madrid a Ciudad de México. Desde la capital se puede llegar a Veracruz en un vuelo interno, en tren o por carretera (405 kilómetros). Los autobuses parten de la CAPO, la Central de Autobuses de Pasajeros Oriente (Salvador Díaz Mirón 1698).
A mesa puesta
En la cercana Veracruz es indispensable la visita al Gran Café del Portal (Independencia, 105), al que todo el mundo se refiere como “La Parroquia”. Es, sin duda, el lugar más popular de la ciudad, una especie de “Café Gijón” jarocho. Al ritmo de una marimba, todo el mundo observa y es observado desde el medio centenar de mesas repartidas por el local. Hay que probar el pescado: la mojarra o el cucumite a la veracruzana, mejor si están acompañados de ensalada de guacamole y una cerveza Superior. No levantarse de la silla sin pedir un “lechero”, el café con leche servido en vaso largo que pasa por ser la especialidad de la casa. Al camarero se le avisa golpeando el recipiente con la cuchara.
Una cabezada
Fiesta Americana (Boulevard Manuel Ávila Camacho y Bacalao). En la parte nueva del puerto, frente al edificio de la Marina. Alejado del bullicio del zócalo y la jarana de los mariachis de Los Portales.
Muy recomendable
En la Veracruz moderna hay que darse una vuelta por el viejo fuerte de San Juan de Ulúa, construido por los españoles, donde se arrió la última bandera española en México en noviembre de 1825. Fue prisión hasta 1915, una de las más terribles del país, y en sus celdas estuvo encerrado el mismísimo Benito Juárez en 1853. Desde el puerto se puede apreciar la isla de los Sacrificios, bautizada así por los expedicionarios de un antecesor de Cortés, Juan de Grijalva, que la visitó en 1518, al encontrar restos de sacrificios humanos.
Un libro impresdindible sobre la conquista es “Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España”, de Bernal Díaz del Castillo, uno de los soldados que acompañó a Cortés en su aventura. Entre la abundante bibliografía sobre el conquistador, VaP recomienda el interesantísimo “Hernán Cortés. El conquistador de lo imposible”, de Bartolomé Bennassar, publicado en la editorial Temas de Hoy.