Catemaco es una bellísima laguna mexicana con dos distintivos pintorescos: presume de ser la capital mundial de la brujería y cobija a una colonia de macacos realojados desde Tailandia. Es decir, que uno nunca sabe si los turistas con los que se sube a la barca vienen hasta aquí para que los primates les coman en la mano o para hacerse una “limpia” de espíritus por 100 pesos.
La observación puede parecer banal, pero no lo es. Si en la travesía el viajero pega la hebra con algún compañero de barcaza tiene que estar prevenido para no equivocar el interlocutor. Imaginad que uno saca a relucir su escepticismo sobre los chamanes con un incondicional de la brujería, o se mofa del numerito de los monos entrenados para dejarse alimentar por los turistas con un tipo que se ha cruzado medio estado con su familia para verlos. Lo dicho.
Circulando por la carretera 180 desde Veracruz hemos atravesado el puente de Alvarado, que atestigua el paso por estas tierras del lugarteniente de Hernán Cortés camino de su expedición a Guatemala después de finiquitar la conquista de México. Avanzando entre plantaciones de caña y tabaco, llegamos al corazón de la sierra de los Tuxtlas, donde se encuentra Catemaco, a quien la historia ha regalado un velo de misterio. Hasta aquí venían los olmecas a recoger enormes bloques de piedras, arrojadas por el cercano volcán Pajapan, que necesitaban para esculpir sus voluminosas esculturas (las gigantescas cabezas de rasgos africanos y mirada vacía). Cómo las transportaban hasta La Venta, a más de un centenar de kilómetros de aquí, donde se encontraron cientos de años después, es todavía un misterio.
No es muy complicado elegir una barca en el malecón. La oferta de “lancheros” es amplia. Adán, un adolescente mestizo con peinado de estrella de la NBA, es nuestro timonel. Con soniquete cansino nos explica los secretos de la laguna mientras sobre nuestras cabezas revolotean gaviotas, garzas y cuervos. El alto obligado es en la reserva de Nanciyaga, tomada por una legión de turistas. Tras echar pie a tierra, la recorremos a través de senderos señalizados al milímetro. Los chamanes esperan a los visitantes entre el manglar como una cobra a punto de abalanzarse sobre su presa. Uno de estos brujos tira de tarifas y promete ahuyentar nuestros malos espíritus (da por hecho que los tenemos, lo cual ya es de por sí preocupante) por sólo 90 pesos. No tengo el cuerpo para exorcismos. Las explicaciones de los guías locales, cada uno con su respectiva recua de turistas confundida en la frondosidad de la selva, se superponen unas a otras.
La laguna de Catemaco es, cada primer viernes de marzo punto de encuentro de los chamanes, herederos de los brujos olmecas, que se reúnen aquí entre la algarabía turística (los visitantes se cuentan por miles) para conjurar a los acechantes espíritus malignos, los legendarios “chaneques” que se esconden en la maleza. La llegada de la religión católica también aportó su granito de arena a la iconografía popular, pues se empezó a hablar de apariciones de la Virgen del Carmen a orillas de la laguna. Por parte de padre o por parte de madre, Catemaco emana espiritualidad. Y la espiritualidad, como sucede en cualquier santuario, tiene un precio. Eso lo sabe muy bien la legión de políticos, artistas y poderosos hombres de negocios que, cuentan las lenguas afiladas, se confunden entre la nómina de clientes de estos hechiceros.
Por parte de padre o por parte de madre, Catemaco emana espiritualidad. Y la espiritualidad, como sucede en cualquier santuario, tiene un precio
De nuevo en la barca, Adán nos conduce con habilidad rutinaria hasta el islote de los monos, adocenados por la habitual presencia de curiosos. Cada guía hace gala entonces de sus dotes de timonel para acercar lo más posible su barca a la orilla, algo similar a lo que ocurre en el lejano Masai Mara con los jeeps. Los flashes se disparan, las manos se acercan a los despreocupados animales y el viajero se pregunta, ante las generales y primarias muestras de alborozo: ¿Quiénes son los monos? ¿Ellos o nosotros? Yo confieso que me sentí más cerca de los macacos, que al menos persiguen un objetivo vital: obtener su diaria ración de alimento.
Por las aguas de la laguna navegan a la deriva leyendas como la de “la llorona”, el espectro de una madre en busca de sus hijos, a los que habría ahogado deseseperada antes de suicidarse tras ser abandonada por un hidalgo español durante la época colonial. Otros ven en esa figura patética de las tinieblas el alma en pena de la propia Malinche, la siempre incomprendida amante de Hernán Cortés, que purgaría así su traición a los aztecas.
Tras la excursión lanchera, comemos en el restaurante «Palapas», que esparce al viento de la laguna un aroma de chiringuito playero mediterráneo. Junto a las mesas de la terraza hay un altar a la Virgen de Guadalupe que parece un milloncete, repleto de luces y colores. De primero, una copa de camarones nadando en jugo y mojarra a la veracruzana, un pescado que nos sirven reseco y escurrido en carnes. Durante la comida, se suceden las visitas de pedigüeños con dispares mercancías. La música distorsionada de una banda callejera provista de una rudimentaria marimba no deja de sonar con la misma contundencia que el muy español espectáculo de la cabra danzante.
Estos humildísimos músicos callejeros sólo claudican cuando otros tres colegas de la cofradía de los buscavidas, uno de ellos sumamente caquéctico, aterrizan con su primario teclado junto a las mesas y ahogan con su serenata la de sus predecesores. Nadie se queja mientras dejan caer rítmicamente sus varillas de madera sobre el desastrado xilofón, pese a que no podemos cruzar palabra en toda la comida, regada con una Modelo y rematada con un insípido café. De nuevo en carretera, una sensación de adocenamiento me impide concentrarme en otra cosa que no sea la ristra de casuchas que jalonan sus márgenes, medio anegados por la acechante proximidad del mar.