Las Ñatitas de La Paz: un domingo entre calaveras

Por: Enrique Vaquerizo (texto y fotos)
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Apenas se han apagado los ojos resplandecientes de las calabazas, las flores comienzan a marchitarse  lentamente sobre las tumbas, y un horrendo sombrero de bruja vuela olvidado entre las calles de La Paz. Han acabado la Fiesta de Todos los Santos y la verbena impostada y chillona de Halloween. ¿Adios a los difuntos hasta el año que viene?, ¿ Hasta luego a estos días de convivencia reverencial y tristona con la muerte? En absoluto, en Bolivia y sobre todo en una ciudad como La Paz, sórdida y mágica, despiadada y sorprendente, espiritual y pagana a la vez, la fiesta de todos los Santos se celebra a trasmano, y da comienzo cuando del catolicismo oficial y las chavalería americanizada se disuelven.  Una semana mas tarde comienza la Fiesta de las Ñatitas y la mayoría indígena de la ciudad se lanza a los cementerios a celebrar un banquete macabro y festivo en el que el principal comensal es la muerte. Bienvenidos a uno de los mayores espectáculos del Mundo.

la mayoría indígena de la ciudad se lanza a los cementerios a celebrar un banquete macabro y festivo en el que el principal comensal es la muerte

Una vez que el recién llegado a La Paz  ha logrado habituarse a  agradables sensaciones como  tener que caminar arrastrando un par de bolas de acero, que sus pulmones se vean reducidos a la mitad pese  a atiborrarte de mate de coca, o a que el hecho de subir una escalera provoque ganas de tirarte al suelo y llorar. Estos y otros son los entrañables efectos que en algunos visitantes provoca el soroche o mal de altura (La Paz está situada a 3.600 metros).
Una vez superados ya estas habituado para recorrer la ciudad y el modo mas pintoresco y económico de hacerlo es sin duda “la Movilidad”. Camionetas de particulares que recorren todos los rincones. Por apenas un boliviano (10 cm de euro),  me veo empotrado entre dos gigantescas mujeres aimaras y la montaña de papayas que llevan al mercado. Dos chicos van voceando el recorrido y exhiben tanta potencia pulmonar que su “Miraflores Villafátima” acaba taladrándote los huesos. La desvencijada furgoneta escala trabajosamente las rampas que se descuelgan de la imponente caldera que da forma a La Paz mientras  escupe y  acoge un interminable  trasiego de pasajeros.

A mi lado se sienta un hombrecillo con sombrero calado hasta las cejas y chaqueta endomingada. Guarda celosamente lo que al principio me parece una especie de pecera. Capta mi curiosidad y abre los brazos mostrándome lo que al final se revela como una urna. En su interior los ojos impenetrables de una calavera se clavan en mí.
-¡Es Aurelia Chura!, ¡Mi mama!- me presenta sonriente mi compañero de asiento.

Al llegar al Cementerio Principal de La Paz, situado en el barrio de Villafátima, un torbellino de color y música nos engulle. Cientos de aymaras se arremolinan blandiendo desesperadamente sus urnas ante un párroco que ensotanado va esparciendo agua bendita sobre estas, mientras murmura letanías en aymara y castellano. José Mamani, que así se llama mi nuevo amigo, se ofrece a hacerme de guía por el cementerio una vez que Aurelia ha recibido sus correspondientes bendiciones.

Al llegar al Cementerio Principal de La Paz, situado en el barrio de Villafátima, un torbellino de color y música nos engulle. Cientos de aymaras se arremolinan blandiendo desesperadamente sus urnas ante un párroco

El espectáculo es fabuloso: cientos, miles de calaveras se exhiben orgullosas, casi con pereza ante el abrasador sol andino. Encerradas todo el año en las casas de sus dueños, la semana después del día de Todos los Santos es su momento, sus familiares las sacan de las urnas, las cubren de hojas de coca y cuentan a quien quiera escucharlos las historia de sus vidas. “¡Aquí puede usted contemplar a  mi padre Marco Choquehuanca, adoraba comer un buen plato silpancho y el falso conejo!”. “¡Éste es mi hermano Romualdo cómo le gustaba el trago, aún le encanta darse una vueltita por los antros de El Alto!” “¡A mi mama Paula le iluminaba la vida echarse sus bailecitos de morenada!”. Y, en efecto, su diligente y atento hijo le ha contratado toda una banda de música tradicional boliviana cuyos miembros encaramados sobre una tumba emprenden desenfrenadamente  un tema tras otro. Y hasta la calavera de la difunta Paula parece mecerse al compás de su música preferida.
Los túmulos y tumbas se ven cubiertos por familias enteras que con sus aguayos multicolores, que comen, beben y bailan en perfecta comunión con sus antepasados. Poco a poco van apareciendo cigarros encendidos en las ennegrecidas dentaduras de las ñatitas, a modo de ofrenda. Compro un paquete de la marca local Derby rojo y voy repartiendo pitillos entre unos fumadores imperturbables ya  ante los efectos nocivos del tabaco. La imagen parece sacada de una campaña del Ministerio de Sanidad, pero aquí lejos de provocar miedo, los familiares celebran cada calada imposible de sus difuntos.

La fiesta continúa bajo el impresionante telón de fondo de  algunos de los mas escarpados picos de la Cordillera Andina, como el Illimany o el Huayna Potosí. Las familias celebran junto a sus ñatitas como un miembro de la familia más y algunos bebes juguetean entre las calaveras. No puedo evitar el pensar en la radical diferencia respecto a nuestra relación con la muerte. La tristeza, distancia y alejamiento simbolizados en el enterramiento, se convierten aquí en alegría, celebración y naturalidad. Lo que a muchos, de primeras, puede parecerles una macabra exhibición, no es -en la cosmovisión  andina acostumbrada al eclecticismo religioso y la dualidad del alma- mas que una exaltación de la vida por aceptación y contraposición a la muerte.

Tomo asiento junto a José Mamani y su mama Aurelia, y tras ofrecerle a su ñatita una bolsa de coca y un pitillo de Derby charlo con nuestro vecino. Román García, me cuenta, tiene un pequeño puestecito de fruta en el Tambo de la Calle Rodríguez, espera que las ofrendas a su ñatita ayuden a su hijo a acabar la carrera de Derecho. Intrigado le pregunto si la calavera pertenece a algún familiar.
-¡No, no, no! Claro que no, ¡La he comprado!
-¿Pero se pueden comprar las ñatitas?
-¡Claro, si sabes en que tumba buscar -dice mientras me guiña un ojo-. ¡Ésta se llama Amílcar, es un estudiante de Derecho que murió haciendo la carrera!¡Espero que ayude a mi hijo con los exámenes , me costó mucho conseguirla.

Aún impactado por la conversación, prosigo la fiesta hasta bien entrada la tarde cuando  me despido de José.
-¡Buena continuación de la fiesta! ¿Y el resto del año donde guarda a su madre, José?
-Pues en casa ¡En su urna al lado del televisor nomás, ¡Está colgadísima con las novelas!
Salgo del cementerio y busco una movilidad que me devuelva al laberíntico caldero de La Paz. Aún me da para lanzar una última mirada con que congelar el recuerdo y …¡ Juraría que los ojos sin fondo de Aurelia acaban hacerme un guiño de picardía!

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Comentarios (5)

  • Bernardo González

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    Yo las viví allí también. Es tan espectacular como cuenta este artículo. Grandes recuerdos de aquel momento y aquel viaje.
    Bernardo

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  • Noeli

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    Impresionante historia de costumbres.
    Tiene que ser especial contemplar a todas estas familias festejando de esta manera a sus muertos.
    Como bien dices, Enrique, nada parece que tiene que ver su concepto sobre despedir a los muertos y recordarlos con el que tenemos por aqui.

    Llevo tanto tiempo soñando con ir a Bolivia a ver el Salar de Uyuni…

    Un saludo

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  • Noeli

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    Sólo me faltó ver la pelicula BlackThorn (me encantan los westerns) para saber que ese pais merece un viaje 😉

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  • Enrique Vaquerizo

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    Noeli , las ñatitas, es un espectáculo increíble. Y Bolivia un país espectacular que bien vale una visita o perderse años allí. Espero que pronto haya post sobre el Salar de Uyuni.

    Un saludo

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